Ultima parte
“González discutió con el vasco en
el bar del Pardo. Allí el vasco aumentó su deuda y fue así que González pensó
en matarlo, envuelto en una ira irracional de avaricia y de vino. Salieron
separados, pero, a la mitad del camino, éste último alcanzó al vasco y lo
derribo del caballo, asestándole una puñalada en el pecho. Este detalle fue
fundamental para lo que vendría después, porque si González hubiera matado al
vasco en su propia casa, como se pensó desde el primer momento en que se
encontró el cuerpo en la habitación, se arriesgaba a ser descubierto entrando
al campo, o a ser visto por algún peón… Además, debía valerse de la borrachera
del vasco para asegurarse el éxito. Seguidamente montó y ató el cuerpo del otro
al caballo, paró en el almacén de Vena, escondiendo el caballo con el hombre
muerto en la parte de atrás. Pidió un trago que no alcanzó a probar (y que de
todos modos no hubiera probado, para no seguir emborrachándose) y antes de
salir procuró que lo vieran pelear de palabras con Iberra y que todos lo oyeran
decir que andaba desarmado, cosa que hizo a los gritos.
Al salir, llegó hasta la unión de
los caminos que yo visité la noche anterior, en donde se sentó a pensar. En la
bolsa de sus recados no había bebidas, solamente las naranjas que había
comprado por la mañana. Finalmente, miró el cielo que se cubría de nubes y tuvo
una revelación: esperó la mansa lluvia para salir hasta el campo del vasco y
asegurarse de que las huellas quedaran marcadas en el camino. Eso mismo hizo y
cuando llegó, con el caballo del otro de tiro, solo tuvo que empujar la ventana
de la habitación y tumbar el cadáver en el suelo (la noche de nuestra visita a
la casa del vasco, palpé el marco de la ventana y noté unos delgados hilos de
sangre seca sobre el vidrio). Al salir, procuró que las pisadas de su caballo
no fueran las mismas. En este punto me trababa para reconstruir la escena,
hasta que recordé el clavo de herrar que había encontrado la noche que
visitamos la casa con usted, amigo. Ese clavo era la prueba de que González
había quitado las herraduras de su caballo antes de salir, porque, por otro
lado, no podía esperar a que el barro se secase para salir inadvertido. Trabajó
sin descanso, y con la confianza de que nadie lo oiría, para quitar las
herraduras. Le costó trabajo, pero lo logró. Quiso no dejar pruebas, pero
perdió este clavo que lo incriminó”.
–Brillante, ¡brillante! Pero… Digamé
una cosa, Cipriano: ¿en todo su relato, que pruebas tuvo para decidir que
efectivamente el culpable había sido González y no otro?
–Sencillo, Acosta. En mi recorrido
nocturno desanduve el camino del asesino y las huellas sin herrar me llevaron
otra vez a la unión de los caminos en donde todavía estaba, seco por el sol,
picado por los gorriones, un montoncito de cáscaras de naranja amarga (naranjas
del tipo que solamente González compraba para comer con placer, según las palabras
de vena) y más al costado, envuelto en un trapo sucio, el puñal ensangrentado.
El asesino debe haber vuelto otra vez a este punto de cruce para asegurarse de que
nadie lo viese volver por el único camino posible a la casa del vasco. Una
corta visita al herrero me confirmó que González había vuelto al pueblo a
comprar algunos clavos y escuchar las versiones de la trágica y misteriosa muerte
del vasco, para corroborar el éxito de su estrategia.
Lo demás es cosa por usted conocida:
mandé un anónimo a González diciendo que yo mismo había visto todo el episodio.
En mi carta, exigía al asesino la suma de quinientos pesos a cambio de mi
silencio, o de lo contrario sumaría a mi declaración la muerte del chico
Acevedo, encontrado muerto en su casa de peón el mismo día en que se fechaba la
carta. Esto último no podía ser corroborado por González que desconocía el
paradero de Acevedo y ante el miedo de cumplir una doble condena y con la
avaricia de quién piensa que la libertad no vale quinientos pesos, el ingenuo avaro
se presentó ante las autoridades.
–Ahora entiendo –dijo Acosta, entre
risotadas.
– ¿Qué cosa?
– El gesto de horror que se dibujó
en la cara de González al ver que el chico Acevedo pasaba caminando, lo más
campante y con rumbo a la puerta de salida, por su lado, después de haber
escuchado la policía la versión del asesino. Es usted un genio, Cipriano.
–No se confunda, Acosta. Lo que se
logra gracias a la meditación tranquila, al puro ejercicio intelectual, tiene
sus méritos. Sin embargo, no puede ser nunca más valioso que la acción. En este
caso, Acosta, usted no es menos héroe que yo, que crecí tratando de parecerme a
usted en los rodeos, en la destreza con el rifle, hasta en el modo de anudar el
pañuelo al cuello. Los hombres intelectuales, he de reconocerlo, sirven muchas
veces para construir teorías más o menos útiles a la sociedad; pero los hombres
de acción son los que verdaderamente salvan al mundo.
Terminado el relato, tío Cipriano dejó caer la naranja al suelo. Nos
levantamos en silencio del banquito de piedras y volvimos al departamento
caminando con lentitud, mientras yo pensaba si podría asemejarme, alguna vez, a
mi tío.
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