Este fue uno de los primeros cuentos que Cipriano me contó, cuando yo era muy chico: En aquellos tiempos yo visitaba a mi tío acompañado de mis padres. Años mas tarde, cuando Cipriano se volvió mi compañero, le pedí que me repitiera aquella historia.
Gabino,
una historia de la pampa
Gabino, nuestro personaje, nació en 1816, en
un rancho humilde al este del río de los Troperos. La escasez de recursos lo
obligó a trabajar desde muy joven. Su padre era arriero de las tropillas de una
gran estancia y esta labor lo mantenía alejado de su familia por largas
semanas, en las que Gabino y su madre se las rebuscaban para sobrevivir en la
pobreza.
Cumplidos los dieciocho años se empleó en
una estancia ubicada al sur de su pueblo, donde aprendió el oficio de los
arrieros y descubrió su destreza para la guitarra. Con el tiempo, esta cualidad
lo volvió popular entre los empleados y capataces de la estancia.
Alto, morocho y de mirada franca, portaba en
su rostro una cicatriz, marca de una rodada que había sufrido una noche de
tormenta, allá por el año 40.
Cuentan que Gabino poseía una gran facilidad
para rimar en décimas y una destreza poco común para la guitarra. El dominio de
estos oficios le dio renombre en la zona y hasta los gauchos mas bravos lo
respetaron.
Pasaron los años y Gabino era ya un hombre.
Una vida de trabajos duros en una pampa hostil lo había vuelto fuerte y también
desconfiado. A pesar de ser hombre pacífico, había aprendido a usar el cuchillo
y a no temerle a la muerte. Contemplativo y trabajador, era de los que hablan
poco y actúan cuando la circunstancia lo requiere. El silencio y el coraje son
atributos que a los hombres les cuesta entender, pero que admiran y reconocen
en los otros.
Solía pasar horas en soledad, contemplando
el vuelo bajo de las calandrias.
No tenía amigos y salvo en contadas
ocasiones en que el alcohol lo invitaba a la confidencia, limitaba las
relaciones personales a diálogos puramente necesarios. Esto hizo que los demás
se dieran el permiso de fabular historias sobre su procedencia y destino.
Nunca nadie lo vio sonreír.
Jamás había descuidado el oficio de la
guitarra. Este último elemento era todo su tesoro y en el rasgueo de alguna
vieja tonada solía dejar al descubierto su llanto y sus tristezas.
Entre sus hábitos se contaban el mate amargo
y la ginebra. También la concurrencia al viejo almacén del gringo Antonio,
donde cada noche se armaba una rueda de cantores y no faltaba el invite al
duelo de contrapunto. Que Gabino era de los mejores no lo ignoraban ni los
parroquianos ni el propio Gabino, sin embargo nunca había logrado superar el
estilo de Pacheco.
Este payador recorría de a caballo, una vez
por mes, leguas y leguas de campo con el solo propósito de vencer a quien
fuera... Y así ocurría siempre.
Gabino veía en Pacheco a un rival imposible,
y el deseo de vencerlo se había vuelto en su vida el fuego que alimenta el espíritu
y que da una razón para vivir.
Un detalle curioso: un confuso episodio a
fines del año 1861 le había dado a Gabino la fama de mentiroso y de borracho.
Los pobladores le negaron el saludo y tal vez el respeto.
Gabino se volvió un hombre aún más
solitario.
Anochecía en el viejo almacén. El frío del
invierno invitaba a los concurrentes a largos sorbos de ginebra.
Gabino, en un rincón, entretenía la guitarra
en una antigua milonga, esperando que algún varón proponga el duelo.
Secretamente esperaba la entrada de Pacheco al recinto y miraba de tanto en
tanto hacia la puerta.
Sin embargo Pacheco llevaba varios meses sin
aparecer por el lugar. Nadie aportaba datos sobre su persona. Nadie lo conocía.
Nadie sabía nada.
La última payada contra Pacheco había sido
hacia fines de abril. Nadie la olvidaría jamás: Gabino y su rival eterno se
habían retado a un duelo de contrapunto que hicieron durar tres noches y en el que versificaron sobre
temas campestres al principio y sobre temas más profundos como la Vida y la Muerte , hacia el final.
Todavía hoy se habla de aquella noche en el
almacén y nadie que la recuerde puede contener la emoción al relatar la
historia: Dios guarde a los que tienen memoria, porque en ellos queda la huella
de una gloria pasada.
Verdaderamente fue una pena que Pacheco
desapareciera. No se había llegado a saber con exactitud si estaba muerto o si
había cruzado la frontera en busca de mejor fortuna, hasta esa misma noche en
que apareció un forastero por el almacén y contó, entre otras cosas, que había
visto morir a Pacheco a manos de un tal Pereyra, en medio de una discusión y un
agravio. El episodio había ocurrido meses atrás en un poblado ubicado unas
leguas al este.
Gabino, al escuchar la noticia, sintió que
una parte de su alma se moría para siempre, irreparablemente.
Muchas lunas lo vieron vagar sin rumbo
siguiendo las estrellas, con su guitarra a cuestas, silbando alguna triste
milonga sureña.
Una noche calurosa de Noviembre de
1861, mientras se dormitaba entre
borracho y cansado al tranco de su oscuro, Gabino fue protagonista de un hecho
que cerraría para siempre aquella cuenta pendiente en su vida.
Cruzaba a caballo por uno de los nuevos
ramales del ferrocarril, a unos metros de un monte de eucaliptos. La única luz
posible la daban las estrellas.
Solo como siempre, había salido a pensar, a
contemplar en la noche las figuras que regala el campo.
De improvisto un soplo helado lo golpeó en
la cara y se vio arrancado de sus cavilaciones. Alzó la mirada y se encontró
como parado en medio de una fotografía: las chicharras se habían callado, las
ramas ya no obedecían a la voluntad de la brisa y las luciérnagas se habían
apagado de repente como obedeciendo una orden superior.
Una presencia espectral lo obligó a voltear
la mirada y sus ojos se encontraron con los del payador Pacheco que, parado
sobre la hierba, empuñaba su guitarra.
Gabino se ahorró el asombro –quizás porque
secretamente había anhelado ese encuentro cada noche; quizás porque el asombro
es un sentimiento menor, propio de los que no creen que el mundo y la maravilla
son, acaso, una misma cosa – y desmontó.
Los dos hombres estaban ahora solos en medio
de la Pampa ,
ante el telón universal de mil estrellas.
Pacheco vestía como aquella noche de la
payada histórica: con un sombrero ladeado, pañuelo al cuello y un cinto de
rastras que brillaban como cuentas preciosas. En ningún momento separó la guitarra
de su cuerpo y todo el tiempo se esforzó por ocultar el pecho, como si una
herida -cual prenda indigna para un hombre- lo avergonzara.
Por fin acomodó su pié sobre un tronco y
comenzó a tejer una melodía limpia y celeste.
Así comenzó una payada que duró toda la
noche, sin que ninguno de los dos tuviera noción del tiempo que transcurría.
Cada melodía era arrastrada por la brisa leguas y leguas hacia la nada, sin más
destino que el horizonte vacío, y enseguida las cuerdas daban paso a otra nueva
que acompañaba los versos en décima de los trovadores.
Comenzaba a clarear cuando Gabino cantaba
los versos finales que dejaron a su oponente sin respuesta. Pacheco miró fijo a
su rival y luego de una sonrisa resignada anunció:
– Es una pena que ya deba irme... Pero le
prometo que la próxima no le será tan fácil.
–Es una pena que ya se haya ido.
– Nos veremos pronto, créame. Y espero que
mi sentencia no lo incomode...
– Ya conozco la desdicha Pacheco, y no le
temo a la muerte.
Un apretón de manos cerró la charla, el
trinar de un pájaro acompañó la despedida y el soplo de una brisa que hamacó
las flores hizo de saludo final al payador que ya se perdía en el
horizonte.
Gabino sonrió. Por fin sonrió. Con un gesto
entre melancólico y esperanzado montó y silbando una milonguita sureña se perdió
él también por el horizonte, donde una vez más la soledad de la pampa lo
esperaba.