miércoles, 1 de octubre de 2014

La máscara de la mediocridad


Helena se había dispuesto, como todos los domingos, a cocinarle a su esposo, el señor Canosa. Desde temprano se la veía trajinar por la cocina, con las manos empolvadas de harina, con su delantal de tareas, con la ciega confianza automática en la labor doméstica que es, a la vez, el producto de más de treinta años de rutina.
El señor Canosa aparentaba leer el diario, fingiendo algún interés. Helena, aún de espaldas a su esposo, podía sentir la carga de odio que aquel hombre le prodigaba casi como una sombra. Con indiferencia, la señora amasaba unos pasteles de verduras, mientas por otro lado dejaba levar la masa para el plato principal. De vez en cuando miraba al cielo por la ventana y su mirada se iluminaba con el regocijo de pájaros nuevos.
Helena cumpliría, aquella mañana de domingo, la tan elaborada venganza que había venido trabajando en los últimos treinta años… Aquella mañana, el señor Canosa sería ajusticiado y se encontraría con la muerte.
Todo comenzó en los años jóvenes del señor Canosa. Era este un policía aplicado, educado en los más altos valores del código civil y moral. Durante la primavera de los años veinte, había dedicado su labor a perjudicar la vida del italiano Víctor Pagliani, padre de Helena y primer inmigrante de una poderosa familia siciliana. Tal empresa había culminado con el encierro y la posterior ejecución del italiano en un confuso episodio que la prensa se encargó de divulgar como “el más grande error de la ley”, ya que, al parecer, el señor Pagliani era inocente. Helena, con veinticinco años cumplidos, había jurado una venganza que tuviera la virtud de ser tan cruel como lo había sido la muerte y deshonra de su padre.
Durante semanas planeó los episodios. Decidió  que la muerte no causaría al asesino el daño que ella había sufrido en lo más hondo de sus sentimientos. Debía derrotarlo moralmente. Quería verlo miserable.
Lo primera maniobra fue seducir a Canosa, un hombre soberbio, algo menor que ella. No fue fácil, pero Helena era una joven hermosa y en menos de dos años había conseguido que Canosa le propusiera casamiento. Acto seguido, se instruyó minuciosamente en las artes milenarias de la muerte silenciosa, según las leyes de los asesinos chinos a las órdenes del terrible Shere Kahn; aprendió las técnicas de la asfixia de los Thugs, que a las órdenes de la diosa Kali evitaban el derramamiento de sangre en cada crimen; se educó en el arte del envenenamiento, de la dramaturgia y de la química.
En segundo lugar, fue modificando su aspecto y su inteligencia con el solo propósito de atormentar a su esposo: se dejó engordar de un modo vergonzoso, afectó ignorancia y fingió entretenerse con diversiones mundanas. Hizo de su cuerpo y de su mente un perfecto instrumento de tortura y de venganza.
Helena sabía que Canosa no la abandonaría. Siempre había preferido sacrificar sus sentimientos en nombre de la opinión pública y de un departamento de policías al que ya no pertenecía. Sabía, también, que su marido sufría y la odiaba en silencio. Esto la regocijaba interiormente, pero no había sido fácil compartir la cama y la intimidad con el ejecutor de su padre, planchar sus camisas, cocinar su cena, oír sus historias. Muchas noches sintió que los móviles de su plan iban perdiendo fuerza, y aunque es cierto que los años habían mitigado su dolor, nuestra dama ya había decidido firmemente continuar con su obra. Su vida ya no tendría otro destino. 
Helena había dejado pasar poco más de tres décadas para ejecutar el último acto de su plan. Sabía que, según las teorías matemáticas sobre la proporción áurea, la perfección de una figura rectangulizada se alcanza aproximadamente al sesenta y dos por ciento de su extensión proporcionada. Llevado a términos de una vida, Helena había planeado la muerte de su esposo para antes de que este hubiese cumplido los sesenta y cinco años, momento cúlmine en que sus sueños ya estuviesen rotos y nuevas esperanzas comenzaran a nacer dentro de su cuerpo desmoralizado.
Era el mes de agosto. El frío y la tristeza del invierno eran el marco perfecto para aumentar la agonía de la muerte. Al modo de Flambeu, el criminal, Helena se había preocupado por agregar a aquella muerte su correspondiente fondo estético: las hojas muertas y las flores marchitas coronarían su obra con la poesía de la literatura.
La mañana había llegado. Helena fingía, como siempre, una actitud mediocre y desinteresada. Escuchó a su marido levantarse, caminar hasta el dormitorio y regresar a leer el diario. Sabía que el tormento de aquel hombre vencido había llegado a la cima.
Canosa caminó hasta la mesada, se sirvió algunos pasteles de verduras y luego de unos minutos comenzó a vomitar. Helena volteó para observarlo. Vio también cómo el viejo Colt 38 caía al suelo y cómo, en su última mirada, Canosa había descubierto en Helena a una mujer brillante y humillada; a una mujer que, por escasos segundos, se le había adelantado en la ejecución de un homicidio.
Helena abrió la ventana y suspiró. Terminó de amasar y luego de quemar en el horno del patio el diario y los pasteles inyectados de talio, llamó a la policía, actuando el llanto y los gemidos de una mujer asustada.
Aquella fue la última actuación de Helena. Antes de que llegaran los médicos, se acercó al cuerpo de su esposo y recitó: la commedia é finita.