viernes, 31 de marzo de 2017

El paradero del vuelo 19

Vencido por la tentación de generalizar, escribo que todo gran misterio, contado por personas como nosotros, corre el riesgo de parecer una farsa. Ahora sabemos, yo y los demás vecinos, qué lugar ocupamos en el mundo y cuán insignificantes venimos a ser para los que nos ven de afuera. Intentamos contar la historia una o dos veces, pero nadie nos creyó: el que no decía que buscábamos llamar la atención, opinaba que éramos gente ignorante, de campo, que se pensaba que los de la ciudad se pueden creer cualquier disparate. Pero eso no nos ofende; con Manuel sabemos lo que vimos.
Todo empezó con la escasez de combustible. De repente, aquel año, conseguir nafta era como querer comprar diamantes negros. Eso, en un pueblo como el nuestro que subsiste gracias a las cosechas, era una desgracia y, como sucede con las desgracias, no había llegado sola. Al hecho teníamos que sumarle la caída de Alonso Gómez, el dueño del almacén de ramos generales. Alonso, según nos contó, andaba buscando algo en un estante, subido a una escalera de maderas viejas, y bastó que se quebrara el primer escalón para que le siguieran los demás. Se golpeó la espalda con el mostrador, se salvó de abrirse la cabeza con el esquinero de una repisa, pero pisó mal y se rompió alguna parte de la pierna. Nada grave, pero por unos meses estaría casi impedido de aparecer por el negocio. Para nosotros, que en un pueblito tan chico como Arboledas Alonso era algo así como la gran salvación (porque en “Lo de Gómez” uno compraba desde el paquetito de yerba hasta una motosierra), la noticia fue un escándalo, y ya nos preguntábamos cómo íbamos a hacer para arreglar el asunto de la cosecha, de las compras para los peones, del abastecimiento ocasional del combustible para los generadores… Claro, todo este miedo estaba fundamentado porque el viejo Alonso no tenía hijos, no tenía mujer, no tenía a nadie. El negocio quedaba a la deriva, y nosotros junto con él. Por eso nos acercamos, yo y unos vecinos, para ver cómo podíamos ayudarlo. Para verlo tuvimos que ir hasta el sanatorio de Daireaux, donde lo habían llevado para ponerle un yeso y unos calmantes, porque el golpe había dolido fuerte. Tendido en la cama, el viejo Gómez se alegró de verme a mí, al ruso Hoffman, a los hermanos Schmale y al grandote Jerger. Aquel año terminaba la segunda Guerra Mundial, y sin embargo para nosotros, aislados en un paraje de la pampa, la gran noticia era la caída del hombre solitario que nos abastecía.
Los días que siguieron tuvimos que turnarnos para atender el negocio, y aprendimos a recibir a los proveedores de Olavarría, de Henderson, de Lamadrid… El viejo Gómez nos daba indicaciones que anotábamos en una hoja de cuaderno, y cuando nos quisimos acordar ya casi no consultábamos el machete. El verano ya pegaba fuerte, y las calles de Arboledas eran una luminosa pared de tierra blanqueada por la sal que se desparramaba por los caminos y que lastimaba la vista. Los montes, las casas y las lagunas alimentadas por el Salado eran el único alivio que mitigaba el sofocante verano. De la nafta, ni noticias y encima, como dato agravante, habíamos escuchado que el proveedor de



Bolívar, que nos traía el poco combustible para las máquinas, había dejado de pasar por Arboledas: al parecer, la escasez afectaba a toda la zona. Como consecuencia, por el pueblo no se acercaba nadie… Gómez lo pasaba tirado en un catre, quejándose de los dolores. Nosotros le hacíamos bromas, le decíamos que ya pronto estaría caminando, pero por dentro nos preguntábamos si realmente mejoraba o si cada vez estaba peor. En el resto del pueblo, el panorama era abrumador: las estancias habían parado todos los tractores, aun a riesgo de perder lo sembrado, y los maquinistas que quedaban se iban alejando de a poco, buscando otras tareas en otros lugares. Por otro lado, los equipos que se usaban para podar y para taladrar, así como los generadores de luz, también estaban parados y en todo el pueblo crecía el pasto, no se alambraba y no había faroles en servicio. Los pocos vecinos que quedaban se iban y se desparramaban por la zona.
Y acá me acerco, por primera vez, al tema que voy a detallar y que nos cambió para siempre la manera de ver a nuestro pueblito y (me cuesta no ser modesto, créanme) al mundo en general. Cuando ya los ánimos eran desesperantes, una tarde nos llamó la atención, a Gómez y a mí, un ruido como de motor. “Viene del lado de la alameda”, dijo el viejo, “andá a fijarte”. Fui. El ruido me llevó a lo del Rubio Zentrigen, que sudaba al mando de una motosierra con la que daba forma a un ligustro.
–Rubio, ¿qué hacés, hermano? ¿Anduviste ahorrando nafta vos?
–Qué hacés, hermano. No, che, esta se la compré al pibe de los Figallo, que andaba vendiendo. Llevaba un bidón.
Obviamente, el tema era raro; no porque un pibe de unos diez años anduviera vendiendo nafta, pero, con lo importante que era tener nafta, no creo que a alguien le sobrara como para andar ofreciendo… Me fui a buscar al pibe, que sabía que vivía para el lado de la laguna, y lo crucé justo cuando pasábamos por la tranquera de la “San Jorge”. Iba, efectivamente, con un bidón de lata en la mano. Fui directo:
–Tenés nafta. ¿De dónde la sacaste?
–Del avión. Bah, de uno de los aviones. ¿Necesita? Le vendo, eh.
–¿De qué avión?
–Los que están ahí tirados, hace dos días, en la alameda del campo de papá.
–¿Puedo ver?
–Sí, puede. ¿Me sigue?
Habíamos caminado durante una hora, recorriendo las orillas del Salado, bordeando La Linda, metiéndonos en uno y otro monte, hasta que vi algo que me llamó la atención, en una arboleda de eucaliptos. Las hojas secas crujían como vidrios, y los moscardones nos mantenían en alerta. Un caminito de pasto ya pisado nos condujo a un claro de tierra blanda y de tupido ramaje descascarado en cuyo centro destellaba algo parecido a un metal o un espejo. Más de cerca vimos que se trataba de un pedazo grande de chapa, con remaches y un número pintado en blanco. Lo que brillaba era una manija, de cromo, que todavía le colgaba sostenida por un solo tornillo. Avanzamos. Ahora, un olor como a aceite de máquina se hacía más fuerte y penetrante. A varios metros más adelante, apilados como calefones viejos, desgarrados y retorcidos como juguetes de hojalata, estaban los cinco Grumman TBF Avenger. Tres de ellos estaban casi hermanados por las alas, el cuarto y el quinto habían quedado volcados a unos cincuenta metros de los otros. Corrí a mirarlos, me asomé a las cabinas, toqué los fuselajes calientes por el sol. No había rastros de ocupantes; ni en las cabinas ni en el interior de las estructuras. No soy un experto en el tema, pero juraría que esos aviones habían llegado a tierra sin pilotos; sin embargo, en los asientos todavía había papeles desparramados, alforjas de cuero con datos de navegación y equipos de radio. Según las inscripciones, los aviones pertenecían a las fuerzas de los Estados Unidos.
–¿Y tu papá sabe que están acá?
–Si supiera, no me dejaría vender. Además, está de viaje. Anda por Buenos Aires.
–Pero, ¡¿cómo?! ¿No le avisaste a nadie?
Como respuesta, el pibe me levantó los hombros y se limpió la nariz con el revés de la muñeca. Al rato, dijo:
–¿Va a comprar?
Cuando llegué a lo del Ruso Hoffman estaban por servir la cena. No me quedé a cenar porque quería ir a hablar primero con el viejo Alonso, pero le pedí que me relevara al día siguiente en el almacén. Me dijo que no había problema. Después de eso, volví a lo de Gómez casi corriendo. Desperté al viejo, que dormía con una tranquilidad animal, y le conté todo lo que había visto.
Ahora, Gómez y yo, sentados en el mismo catre, nos hacíamos todas las preguntas posibles. Dos días antes había pasado una tormenta fuerte, se habían caído un par de eucaliptos y todo, pero eso no justificaba la caída de cinco aviones como aquellos; y menos todavía que se hubieran caído todos juntos, en un mismo lugar. Ahora nos alumbraba una luz débil de vela que el viejo me había hecho poner adentro de un farol, mientras pensábamos a quién avisarle y qué correspondía hacer. Vecinos éramos pocos, muy pocos, porque el pueblo, que en total no tendría más de trecientos habitantes (pero para llegar a esa suma había que contar a los peones y a los encargados de las estancias vecinas) estaba casi desierto por la situación general de abastecimiento; en lo que llamábamos el casco urbano, formado principalmente por la manzana en la que estaban el boliche, el bar y el hotel, seríamos cuarenta personas y ninguno calificado para analizar el accidente. Con el viejo, finalmente, coincidimos en que primeramente habría que avisar al hermano del Rubio Zentrigen, que se llamaba Manuel y que operaba la oficinita de radios y de telegrafía en la estación de Recalde. Manuel siempre estaba al tanto de todo lo que tenía que ver con el pueblo.
Miré el reloj y ya eran las ocho de la mañana cuando llegué a la estación. Crucé camino por la parte del andén y le di unos golpecitos a la puerta de la oficina. Mientras preparaba el mate, el mayor de los Zentrigen me contaba que en los últimos días había estado bastante atareado:
–No es que haya recibido muchos mensajes, pero el equipo de radio estuvo en actividad todo el tiempo. Lo desarmé como tres veces, porque estuvo haciendo un sonido raro, como si no se apagara del todo… un silbido bastante molesto. Antes de anoche le tuve que poner una frazada arriba, porque me estaba volviendo loco.
–¿No recibiste ninguna noticia?
–Las noticias, por acá, se saben.
–¿No escuchaste nada de un accidente de avión en la zona?
–¡Pero una cosa semejante ya estaría en boca de todos!
Le conté lo que pasó. Se puso como loco; me dijo que ni bien terminaba el turno me acompañaría a mirar y que antes de avisar una cosa así convenía esperar un poco. De todos modos, lo que realmente me interesa contar de mi encuentro con Zentrigen es la historia que me contó. Habíamos estado analizando las posibilidades de un accidente de ese tipo, de la intervención de las fuerzas aéreas en nuestro territorio, de un posible ataque en zona franca, de aviones fantasmas y cosas así. Al final, Zentrigen dijo:
–Y bueno, a lo mejor no estaba tan loco el viejo Figallo, cuando decía lo del buque –lanzó una carcajada–. Claro, vos capaz no te acordás, porque eras chico. A mí me lo contó mi viejo. Figallo, el padre del Figallo que tiene la estancia ahora en la arboleda grande y que últimamente se lo pasa de viaje, decía que él había llegado en un barco a lo que hoy es Arboledas. Los paisanos de Bolívar se le reían tanto que el viejo, al principio, no quería ni hacerse ver por el pueblo… Según papá, era un personaje el viejo. Siempre me decía que había que verlo cada vez que los convocaba en su casa para probar los artefactos que él mismo inventaba: la primera olla a presión, construida en un silo, en la que mezclaba desperdicios para alimentar a los chanchos; o el estimulador de voltaje con el que extraía el semen de los toros: la primera prueba oficial de aquel aparato había sido en su casa, frente a casi todos los vecinos de Arboledas que se habían acercado, curiosos, a ver cómo un toro era electrocutado con filamentos de alambre. Después, eso hay que reconocerlo, con mejores ajustes el aparato se patentó y se comercializó en todo el país. De dónde había venido Figallo era una cosa que nadie sabía, pero dicen los que lo conocieron de joven que el tipo no hablaba español; que se comunicaba en una mezcla de inglés y de alemán y que si hoy en día en Arboledas predominan los apellidos alemanes es justamente por gente de afuera que, como él, había decidido instalarse en la zona. Yo lo conocí de viejo y todavía hablaba un español muy duro. Pero bueno, lo que el viejo decía, al principio, era que su apellido real no era ese, que él en realidad era capitán de barcos, y que había llegado al campo en un buque que se había perdido en 1918: el “Cyclops”, dicen que le llamaba, y que había emergido en la laguna La Linda, a unos pocos kilómetros de la arboleda donde ahora tiene la estancia su hijo. Al parecer, después del hundimiento de la nave se había salvado él solo –rió de nuevo–. Fijate que locura había en ese momento como para andar inventando esos disparates. Ojo, algunos le creían, viste como son los paisanos…


Cuando terminó el turno, cerramos la oficina y nos mandamos al claro de la arboleda. De lejos pudimos ver, todavía desparramados, los cadáveres de metal. Nos fuimos al boliche y ahí nos encontramos con el Ruso Hoffman y le contamos todo. El viejo Gómez dormía, y si queríamos ir hasta el pueblo, íbamos a necesitar a alguien que cuidara el puesto, porque cerrarlo al menos por un día era dejar a la poca gente que quedaba sin provisiones. Llamamos a uno de los Schamale, que haría el relevo, y con el Ruso y Manuel iríamos hasta Henderson, al día siguiente. Hoffman ponía la camioneta, pero nos pidió de ver los aviones antes de que llegaran los del pueblo. Le dijimos que sí, que antes de salir para la ciudad pasaríamos por la arboleda para mirar de nuevo los Avenger.
Salimos antes de que amaneciera, menos por la obligación que por la ansiedad que teníamos. Estacionamos cerca de un alambrado y nos metimos por el caminito de tierra hasta el claro. Pasamos la arboleda, ya casi sentíamos el olor a aceite de las máquinas, pero no las veíamos. Caminamos más. No estaban. Había, eso sí, unas marcas en la tierra que indicaban que algo había estado pisando el barro, pero lo mismo podía haber sido un tractor, o unas vacas. No había pistas de que habían sido arrastradas.
–¿Era joda? –preguntó el Ruso.
–¡Vos mismo usaste la nafta! –le dije.
–Usé nafta, pero qué sé yo de dónde era…
–Mirá qué raro –dijo Manuel, mirándome a mí–. Cuando el viejo Figallo se gastó una fortuna para traer a un equipo de buceadores a la laguna y mostrar que el buque todavía estaba ahí, tampoco encontró nada…


FIN

miércoles, 22 de marzo de 2017

El varnam

El varnam, como se sabe, es probablemente uno de los bailes más complejos que existen. No solo por las difíciles combinaciones de pies, sino, además, por la sutil intención, propia de la naturaleza de esta danza, que obliga a los ejecutantes a mantener una concentración y un compromiso con la interpretación pocas veces visto.
En mi país se baila el varnam; pero, como sucede con este tipo de bailes, los que lo bailamos somos pocos. Tan pocos que casi formamos una pequeña cofradía en la que se destacan la envidia, los celos, las críticas y una carrera invisible pero latente por imponer cada cual su punto de vista como doctrina absoluta. Claro, el público en nuestras funciones es, casi siempre, el mismo: alumnos, amigos y una gran cantidad de colegas que asiste menos por el disfrute del varnam que por el secreto deseo de saber quién es mejor.
Todo esto, ya lo imaginarán ustedes, nunca se habla entre nosotros (nunca se sabe quién es de confianza), pero es una realidad que ha derivado en un hecho curioso: la asistencia a los espectáculos de varnam es una posibilidad para demostrar la vanidad de los que, luego del espectáculo, se florean en decoradas explicaciones y lustradas críticas sobre los detalles que gustaron, sobre los pasos que no salieron bien, sobre los vestuarios mal combinados o el poco criterio de los bailarines para montar un espectáculo sin el nivel de estudios mínimo y necesario (y casi nunca suficiente). Todo esto demuestra, para decirlo de una buena vez, que asistir a un show de varnam ha dejado de ser la posibilidad de disfrutar de un arte tan antiguo y tan misterioso y se ha convertido en una ocasión para colmar el debate posterior de salvajes autorreferencias y egocentrismo.
Por eso, en nuestro último show, mis compañeros y yo quisimos salvarnos (al menos por una vez) de esa miseria y se nos ocurrió lo que llamamos el “varnam subjetivado”. La idea nació del deseo primitivo e inocente de querer ofrecer un espectáculo a la medida de todos los asistentes, y su mecánica era más o menos la siguiente: Se iniciaba la noche con un instrumental y, casi de inmediato, yo interrumpía las armonías trazadas por el citarista para preguntarle al público, a viva voz, si la melodía era de su agrado o si necesitaba de una mayor intensidad. No faltaron aquellos que, desde las últimas filas, confesaban haber sentido esa necesidad de intención; entonces, el citarista se perdía en fraseos intensos y vibratos exquisitos. Al comenzar el primer cuadro, en el que cuatro de nosotros ejecutábamos una pieza a compás de tambores, otro compañero recorría el auditorio para saber si los vestuarios habían sido bien escogidos. Ante una discusión en la primera fila entre dos colegas, no dudamos en detener el baile y escuchar quién de los oradores tenía más razón, si el que opinaba que los trajes eran demasiado coloridos o si el que, reforzando su opinión en el hecho de haber visitado la India dos veces, opinaba que el vestuario era correcto y hasta elegante.
A la mitad del espectáculo, preguntábamos qué pensaban de los pasos elegidos, si era muy evidente la adhesión a determinadas escuelas y maestros y si se notaba el esfuerzo y la destreza de los bailarines en los episodios narrados mediante los movimientos. La noche se estiró hasta entradas las primeras luces del día. En todo el espectáculo hubo cientos de intervenciones, y todas fueron escuchadas. Finalmente, nuestro equipo pudo satisfacer a la mayoría del público que salía de la sala con el ego satisfecho y, ya lo adivinarán, con una extraña sensación de no haber visto nada.
Ahora sospecho que en algún momento mis colegas deben haber olvidado lo que los acercó al varnam, esa fuerza invisiblemente poderosa que como un torrente se queda a vivir en la sangre para siempre y nos hace artistas, poetas y escultores de imaginativas secuencias que duran lo que dura el baile; menos preocupados por atender a esa magia, han usado al arte como instrumento de protagonismo y, lo que es peor, han olvidado que la verdadera y elevada aspiración artística está en la ejecución, y no en la crítica.
Yo, por mi parte, comparto la opinión de mi compañero que aquella noche, medio resignado mientras apagaba las luces de la sala, me dijo “al final, todos muy contentos… pero me parece que para complacer a todos, hubiera alcanzado con bailar para mí”.