sábado, 7 de julio de 2012


Quinta parte:


El almacén de Vena no era muy distinto al del Pardo, salvo que éste era más amplio y contaba con un escenario de madera. Vena atendía desde atrás de una reja pintada de negro, con una abertura sobre el mostrador de madera, que servía para dar y recibir la mercadería.
Cuando ya habíamos cambiado las palabras de rigor, pasé directamente a las preguntas. Vena, que era parco y de muy mal humor, motivado a hablar quizás por la antigua buena amistad que había mantenido con mi abuelo, contó lo que había oído. Le pregunté, es lógico, por González y esto fue lo que relató:
“González estaba nervioso. Cuando le di la ginebra que había pedido, volcó el vaso en el mostrador. Casi ni la probó. González ya había estado en el almacén, mucho más temprano esta mañana. Había pedido una caña y después compró sus naranjas amargas, como todos los días. Dos costumbres a las que no ha faltado desde que lo conozco: el vaso de caña por la mañana y la compra de sus naranjas amargas. Como usted sabe, algunas señoras usan esta fruta desabrida sólo para hacer dulce,  sin embargo González las devora con gran placer... Pero a usted le interesará lo que ocurrió por la noche, por lo que seguiré mi relato: antes de salir del almacén, se chocó con Juan Iberra, con el que intercambió insultos. Como usted sabe, Iberra no es ningún lerdo para el visteo y enseguida lo convidó a pelear, pero González gritó un par de veces que estaba sin cuchillo y que por zonceras de ese tipo él no mataba. Se disculpó y se fue. Ni siquiera se quedó a escuchar a los cantores que ya empezaban a templar las guitarras”.
Di la mano a Vena y salí del almacén, entre confundido y nervioso por las piezas que tenía a mano para recomponer el episodio. Esto era todo un desafío, y si bien el ansia intelectual por poner las cosas en orden era un gran incentivo, no menos cierto era que yo creía firmemente que el chico Acevedo era tan inocente del crimen como podía serlo yo mismo.
Movido por alguna iluminación, tracé el único posible recorrido que González había tenido que recorrer. Me demoré en un monte, volví sobre mis propios pasos alguna que otra vez, hasta que llegué al mojón que dejaba al asesino a descubierto. Por último, volví al pueblo para visitar al herrero.
Las mínimas distracciones pueden ser fatales para una persona con la responsabilidad de ocultar una muerte. Volví a casa muy tarde aquella noche, pero con una corazonada que no me dejó dormir. Repasé mentalmente todos los detalles de lo que había visto y oído, pero uno en particular no encajaba con las demás piezas. Fue así que tuve el tino de tantear en mi bolsillo el clavo de cabeza cuadrada, el clavo que se usa para las herraduras de los caballos, y todo se dibujó y cerró tan claramente en mi cabeza como en un juego de naipes en el que yo conocía el revés de todas las cartas.


(continúa)

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