jueves, 25 de enero de 2024

El que escribe

 

Es inminente. De un momento a otro te vas a despertar, y me gustaría que tardes un poco más. Siempre despierto antes, tengo el sueño cambiado porque necesito despertar antes, para verte y pensarte y sentirte en paz, toda así, mía y de nadie. Y quizás jugar con la idea profana de lo que ya no va a pasar, en breve, en minutos nada más.

Yo quería, como quiere cualquier espíritu sensible, un amor. Si agrego “pero no cualquier amor”, estaría cediendo a una tentación que no tardaría nada en volverse cliché. Yo quería un amor, y eso debería bastar para que sepas por qué cuento esto. Soy tranquilo, pero inquieto; calmo, pero nervioso; sólido en el control, pero dado a la improvisación más repentina. Cuando me separé de Lucía, hace unos diez años, entré en un período de querer reconocer todas las cosas que creía que me habían faltado. La verdad es que con Lu tenía una relación buena, divertida, disfrutábamos las salidas, el arte (sobre todo el arte) y siempre había un plan. Las rutinas de la casa eran compartidas, a mí me gustaba presumirla y a ella le gustaba presentarme en cualquier reunión para hacerme hablar de cualquier tema, porque eso la llenaba de orgullo. Porque nos admirábamos de alguna manera creo que nos habíamos buscado. Todo esto, que parece arbitrario, lo traigo a la memoria porque pienso que en cada historia que se vive está prefigurada una cifra, un misterio, de lo por venir. Un día, pleno verano, me esperó en la estación del 172, en Liniers, con el miedo de que yo fuera a decirle que ya no quería verla más (ya verán cómo ese miedo y ese lugar específico, años más adelante, revelarían su significado). Pero el amor tiende a querer apagarse, se parece a una llama que uno tiene que ir cuidando de soplos invisibles. De ella aprendí mucho, pero un día tuve que tomar esa decisión -horrible al principio y liberadora después- de seguir mi camino solo. Las procesiones son de uno, en definitiva, y atravesarlas es una prueba de fortaleza que practiqué más de una vez.



Todavía estás dormida, muy dormida. Pero no me puedo confiar en lo que veo, porque sé cómo sos cuando te despertás. Dormís como en una trinchera, y te olvidás que acá al lado estoy yo, que no dejaría que te pase nada malo. ¿Que por qué me acuerdo de aquellos días de mi vida? Porque después de esa decisión apareciste vos. Apareciste para hacer de las noches una esperanza, y a pesar de la distancia y la virtualidad, esas charlas todavía se podían sentir como noches de verano, sonido de grillos y luz de luna, romance de barrio tranquilo en un tiempo que pasó. El amor del libro que se presta y se lee con entusiasmo porque era de la persona amada, el amor de recordar un estribillo, y de retener detalles que solo significan algo a partir del contacto con alguien especial. No te dejes despertar todavía, por favor. Dejame ordenar todo esto, mientras te veo así.

Después de aquello, ¿había algo? Debería haberlo; tenía que haber algo más. Y, como en esa búsqueda de lo romántico nunca tuve demoras, empezaron a aparecer en mi vida compañeras fugaces, que venían a decirme que quizás convenía quedarse solo un tiempo más. No hay apuro, tranquilo, uno se muere solo de todas formas, sí, pero igualmente el amor está ahí, acechando. Y yo tenía razón, porque en mi vida apareció ella, vos.

No sé si conviene nombrarte o no. De más está decir que escribo por vos y para vos.

Su solo nombre ya cifra símbolos y alegorías que son caras a mi historia, pero también puede ser simple casualidad o una mala lectura proporcionada por mi tendencia a querer anclarme a las cosas que siento como importantes en mi vida. La conocí casi en verano, un encuentro rápido que se prolongó  hasta la tarde (viendo en retrospectiva me resulta gracioso pensar que los últimos días con ella llegué a sentir como un reproche el hecho de querer hacer que el tiempo durara un poco más, estar ahí, sentado a su lado, se sentía como estar robándole tiempo valioso que ella debía invertir en algo más. En esa misma estación, diez años atrás, yo había sentido que quizás Lu tenía miedo a que una historia terminara; hoy sé que esa sensación de miedo premonitorio en realidad era mía, y que algo se iba a terminar en algún momento para mí, ahí mismo. Todo lo que va a pasar, ya pasó en todos los momentos de nuestra vida) y ese día me bastó para sentir que finalmente había encontrado a la mujer que podía mover los cimientos de mi sentir, tan mentalmente firme, tan impermeable, tan desesperanzado. Las charlas hasta tarde, hasta quedarnos dormidos, fueron solamente el preludio a la mañana en la que entró a mi departamento y nos unimos para siempre; un para siempre que duró esa sola mañana, pero, todavía hoy, la cara que sigo viendo cuando te miro/pienso es la de ese día. Todo el tiempo que tuve que esperar después me pareció en algún momento un precio bajo para lo que estaba en juego. Ahora me pregunto si realmente era bajo o si terminé pagando más de lo que tenía pensado.

De ese febrero tengo imágenes ridículas que ahora son mosaicos de mi historia: una paloma en un banco; mi tendencia a llegar siempre antes, por puro puntual; una pared al sol, interminable; tu discurso y verborragia entusiasmada; el pliegue de una de tus ropas en un movimiento que vos no notaste y que a mí se me quedó grabado; un lazo queriendo aferrarse a una madera; otro beso en otro banco, con el mismo deseo; caminar y perderse, lo de siempre.

No te muevas, si todavía ni amaneció. Quedate un poco más, es un regalo poder hacer yo solo el trabajo de los dos. Dejá que imagine el cómo de esta relación, porque yo sé bien que no podés dejar que yo haga mi parte con libertad, es tu escudo, tu barrera. Y creeme que la libertad no es lo que todos piensan que es, es más simple y más importante, es el permiso para poder elegir cómo quiero cuidarte. Ojalá pudiera poner toda esta fantasía de Cenicientas en tu realidad y hacerla más dulce para los dos, pero tarde o temprano vas a despertar y todo va a volver a su forma natural, al diseño de lo cotidiano y que tanto mal nos hace.

Yo no le pido señales al universo, pero igual me las da. Porque los que escribimos estamos todo el tiempo leyendo, leemos señas, gestos, cuando estamos en un momento decisivo nos gusta mirar alrededor, porque seguramente algún indicio la vida nos había dado y ¿¡cómo no lo vimos!? De cada mal momento, tengo una imagen absurda e inútil, una porción de la realidad, la cara de alguien, el sonido de algo, una figura formada en las baldosas, cosas que no sirven para nada y que fueron testigo de algo que no vi venir. Todo eso mientras la persona más importante se está yendo de nuevo. Porque te fuiste despacio, como no queriendo hacer ruido, de la misma manera que lo habías hecho antes. Y yo creí, pero está bien; en la sensibilidad nos gusta jugar a creer, porque la inocencia también se vive y se disfruta. Al fin y al cabo, los que no quieren ver, no van a ver, aunque miren.

¿Sabés qué? La primera semana de este año, recibí una señal, más que una señal una ironía, una burla del cosmos. Era la remera que usabas para estar en casa, conmigo. La vi atrás de una vidriera mientras caminaba y hacía tiempo para encontrarme con alguien. Caminaba, entré en una galería, y ahí estabas vos, pero sin estar. La imagen era clara, pero cifraba algo más. Algo que hizo que cambiara mis planes. Qué loco, ¿no? (el destino nunca nos suelta la mano del todo, por eso me mantuve tranquilo). Salí de ahí, caminé otro poco, escribí y cambié mi norte, apunté la brújula para otro lado. La remera con la que salías en fotos nuestras, íntimas, en esos momentos de complicidad y de felicidad plena. Sí, la felicidad era eso. Yo lo sabía, no sé si vos eras capaz de verlo así también. Era como si el personal de ese negocio, que vaya uno a saber por qué solamente exhibía esa sola remera, fuera parte de la coreografía del Universo diciéndome que estar en ese centro era para mí una lucha entre dos principios fundamentales, la realidad y la locura. Lo sublime quizás es eso, algo que se nos sublima en la piel, en el alma (eso ya lo sabía de antes) y que nos deja huella a pesar de los años. Pero también, según esta señal, es un precio que se paga a costa de perder nuestra realidad, nuestra esencia, y que puede terminar en el uso de una máscara para atenuar los malos momentos, dejando de ser la persona que se supone que debemos ser y dejando de paso en el camino nuestra felicidad personal.

Ahora está amaneciendo, me escriben personas que saben que duermo, y que quieren dejarme los buenos días. Me gusta ese halago, pero por dentro pienso que se va a necesitar más que eso… Saben, conocen mi momento, y pareciera que eso les da una motivación más. Y yo, que apenas recién entro en el sueño, voy a dejar todo para más adelante. Porque estos minutos son míos y tuyos, sin vos, claro. Pero son los que uso para imaginar que estoy en otra cama, y que pienso mis cosas mientras vos dormís, y que te digo que es inminente, que de un momento a otro te vas a despertar, y que me gustaría que tardes un poco más. Y en ese lugar que no es ni tu sueño ni el mío, no pasa nada de lo que pasó en la vigilia: vos eras la calma, eras una. Y yo me dejaba ser ese uno que siempre quise ser. Y así, yo siendo sin presentir y vos siendo sin variaciones, podíamos tener la historia que quisimos. Estoy en esa intersección de sueños: más allá de mi cama actual, imaginando que te veo descansar; más acá de aquella otra cama, en la que dormías conmigo.

Y pasaron apenas días desde que pude decirlo en voz alta. Estaba prendiendo un fuego que quién sabe por qué se iluminó con una llama rosada, y lo dije como si lo pidiera al éter, al cosmos, a la vida misma: “sé feliz, quiero que seas feliz”. Si no es conmigo, no me importa. Pero si el destino tiene algo lindo para vos, no puede ser menos: quiero que ese alguien sea capaz de mirarte dormir como lo hacía yo (como lo hacía en la realidad y como lo hago ahora, en este trance de recuerdos e imaginación en el que imagino que te imagino), que te vea y se desarme, y no pueda dejar de sostenerte la mirada para ahogarse en la profundidad de esos ojos, y que pierda noción del tiempo, y que vea en tu cara la cara más linda, la que enciende a los demonios absurdos de los celos y de la pasión y de la ternura y del compañerismo, y también de la culpa, del enojo y de todos los porqués habidos y por haber. Que no sea indiferente al sonido de tu nombre, ni a tu mensaje ni a tu realidad, toda poblada de fantasmas con los que hay que bailar y pelearse. Que quiera todo, que no se aleje cuando le toque luchar con el caos inminente. Que no pierda el control aun cuando sospeche el verdadero motivo. Que sea como yo, pero mejor que yo.

Amanece un día más, y si perdí el miedo a todo es porque ya viví lo que se supone que nos tenía que dar un motivo para entender por qué vale la pena Ser y Estar. Ya sé qué recuerdos voy a tener antes de irme. Pero ahora quiero dormir un poco más, necesito dormir otro poco. Aliviar y lavar en el sueño todo este cansancio de madrugadas en lugares que no son, con gente que tampoco es. Y después sí, buscar lo "sublime". Salir a ser el que soy; el que escribe.

 

 


 

 

 Fin