lunes, 30 de octubre de 2017

Una geografía prestada


Para los que conocen mi ciudad escribo con un poco de complicidad que los últimos diez años no fueron nada fáciles; para los que no, sabrán por las noticias que ya no hubo ni habrá, en toda la región pampeana, veranos como los de antes.
Tanto hablar de la capa de ozono, tanto decir que esas cosas no pasan y que los científicos, tentados por quién sabe qué engaño comercial, exageraban en sus argumentos para asustar a la gente y, finalmente, resultó que tenían razón nomás… Aquel año en Azul nevó, después de casi dos décadas, durante todo un mes. Después de eso, ya nunca más se volvió al clima habitual de la pampa. Muchas personas mayores no soportaron el cambio, se perdieron cosechas, culpamos a los intendentes y, al final, pasó lo que era de esperarse en un pueblo que ya está cansado de las promesas: nos acostumbramos al frío y a sus consecuencias. Entre otras cosas, esta novedad también dio lugar a emprendimientos raros.
Yo hacía un tiempo había vendido el auto para comprar una camioneta, porque por aquellos años viajaba con regularidad al campo y ya me había cansado de quedarme a mitad de camino cada vez que llovía. Mis clientes, que son generosos hasta el momento en que se les pide un favor, no se mostraban ni serviciales ni flexibles cada vez que llegaba tarde o directamente no llegaba. El día que estoy recordando para este relato me había tocado visitar a los Araya, un matrimonio de ancianos que criaba animales en un campo que estaba para el lado de la capital, desviándose unos pocos kilómetros hacia la derecha de la ruta 3, por un caminito bastante desparejo. Ese camino tenía una ventaja, y era que la tosca del terreno no hacía barro; tenía, por otro lado, una desventaja: si no se iba atento, la nieve podía quitarle a uno el volante de las manos y se podía terminar en la zanja lateral. No soy asustadizo de esas cosas, sobre todo cuando al volante voy yo, pero a este camino le tenía respeto, que es una manera de decir que le tenía desconfianza.
Estaba citado al mediodía para chequear el estado de unos terneros y llevar un plan de dieta para los chanchos, que habían dejado de engordar. Además, el señor Araya me había explicado por teléfono que quería probar unos nuevos anticuerpos que él mismo elaboraba en una especie de farmacia que tenía en un galpón, por lo que me pedía el favor de llevarle unos sueros extra.
No me costó trabajo llegar al campito, porque en primavera, a esas horas de la mañana, el camino ya se descongelaba y se podía transitar con seguridad, al menos hasta que se hiciera un poco de barro. Al pasar la tranquera, otro camino más angosto y con piedritas llevaba hasta la casa.
Me acerqué golpeando las manos, al tiempo que dos perros se me acercaban para curiosear. En una mesita de madera vieja había un tacho con agua clara, una hoja de cuchillo sin cabo y una piedra para asentar. La transparencia del agua o el frío visual del acero dulce me deben haber dado sed, y para mitigarla hundí los dedos en el tachito helado. Enseguida se asomó el dueño de casa, con un mate galleta en la mano. Me sequé los dedos en el pantalón antes de darle la mano y enseguida pasamos a la cocina.
El vuelo de los moscardones amenizaba el silencio de la cebadura. Sobre la mesa había desparramadas jeringas de plástico, dos vasitos de vidrio, revistas con fotos de la Antártida, un reloj pulsera. En el primer beso al mate sentí de repente el intenso y áspero sabor verdoso que da la hoja de yerba húmeda, pero también el olor del césped que crecía allá afuera y otro más penetrante que en ese momento no pude identificar.
Araya caminó hasta la mesa, pava en mano, y ocupó la silla del frente. Barriendo con el antebrazo los objetos que le estorbaban hizo un espacio para la pava. Hablamos poco, de temas arbitrarios. Mi cliente parecía no inmutarse ni por los largos silencios ni por mis intentos de apurar la visita a los animales. El tiempo se dilató hasta que tomé la iniciativa y me puse de pie. El patrón apuró el mate, haciéndolo carraspear un par de veces, y juntos salimos al campo.
A esas horas el sol entibiaba los hombros pero, al mismo tiempo, una leve corriente de aire fresco hacía cabecear las varas de cardo y destemplaba el encordado de los alambres. Creo que bromeamos con eso, recordando el calor de otras épocas a esa altura del año. Caminamos entre corrales, abrimos y cerramos tranqueras, pisamos varias veces las verdes sombras de los eucaliptos y por último salimos a un descampado en el que los animales se desparramaban en rutinarios ejercicios de pastura lenta. Me sorprendió que varias de las vacas tuvieran el cuero lastimado y que una humedad de sangre les aplastara el pelaje en los costados. Pregunté a Araya si los animales se rascaban por algún motivo en las púas de los alambrados, pero esquivó la pregunta y siguió caminando. Cuando pasamos por uno de los corrales en donde una docena de chanchos rezongaba con vigor, vi que uno de ellos estaba tirado de lado. El animal estaba muerto, con el cuerpo lastimado como si le hubieran hundido varias veces en el lomo la punta de una lanza. Araya me miró, negó con la cabeza, y me indicó con la mano que siguiera andando.
Cuando llegamos al galpón, el aire del campo que se arremolinaba en su interior devolvía un aroma medicinal. Sobre un banco de madera, decenas de frasquitos y cajas con remedios se amontonaban sobre papeles de diario y latas sin etiqueta. De uno de los bordes de la mesa goteaba un líquido espeso, del color del ámbar, que se arrastraba hasta el piso en una lenta y eterna carrera. Le pedí que me contara sobre ese nuevo suero con el que estaba inyectando a varios de sus animales, y después de mirarme por un momento (creo que estaba decidiendo, íntimamente, si yo merecía o no su confianza) empezó:
–Bueno, usted sabe que con el clima frío muchos de los animales no rinden lo que antes. Yo creo que lo que perjudica a los criadores son los anticuerpos, que en algún momento ceden. Pero, bueno, es claro que no están hechos para semejantes heladas: el invierno pasado se me murieron más de cincuenta animales. Y me acordé de que, cuando trabajaba en el laboratorio, el doctor que me enseñó a vacunar y desparasitar siempre decía que el día que el hombre de campo encontrase la manera de mantener los anticuerpos en guardia, reforzando proteínas, no iba a haber motivos para preocuparse. Pasaron, qué sé yo, unos quince años… probé todo tipo de combinaciones de sueros y vitaminas, pensé que adaptar animales a un entorno nuevo quizás no era una guerra perdida, y nada; algo debía estar haciendo mal. Así que no me desanimé, pero, como no le encontraba la vuelta, ya estaba perdiendo interés. Y una tarde mientras leía la biografía de un prócer nuestro tuve la idea; la verdad es que me entusiasmé, pensé en invertir una plata que tenía ahorrada y todo… Además, se dio que tenía acá atrás -señaló con el pulgar y por sobre el hombro hacia el lado del arroyo- unas hectáreas libres que no sabía si vender o arrendar, y las usé para armar una especie de reserva. Están medio escondidas; ahí hago los ensayos. Pero, bueno, por ahora no me haga hablar de más.

En ese momento los dos nos volvimos hacia la entrada, porque el portón de chapa se había cerrado en un frenético movimiento que nos dejó a oscuras. Al salir, vimos lo que no podíamos haber imaginado minutos antes: la tormenta. El cielo, surcado por el vuelo nervioso de pájaros en alarma, parecía haberse arremolinado sobre nosotros en una plomiza acuarela cargada de agua. Los primeros rayos sablearon el aire y tuvimos que correr hasta la casa mientras la lluvia se descargaba, pesada, sobre el campo.
Desde adentro, apenas se podía mirar por las ventanas. Agua y aire se equilibraban en una sofocante paz que apenas se interrumpía, cada tanto, con el grito de algún trueno que rajaba el aire. No pudiendo hacer otra cosa más que esperar, empezamos una ronda de mate.
Con la humedad que cargaba la atmósfera de la cocina, aquel olor que había sentido antes volvió con mayor énfasis. Con disimulo miré alrededor, pero lo único raro eran unas cajas apiladas al final del corredor que conectaba la cocina con las habitaciones y el comedor. Una de esas cajas tenía el rótulo del laboratorio SurAzul, entonces pregunté al dueño si había encargado sueros ahí también. Me dijo que no, que de esos laboratorios, que operaban mayormente en la Patagonia, solo había recibido unos envases y folletos. Enseguida cambió el tema.
Me asomé por la ventana y vi que el agua ahora formaba grandes pantanos. La esposa de Araya, que hasta entonces solamente se había preocupado por recargar la pava y mantenerla en servicio, dijo que cuando llovía así había para rato y que lo mejor era quedarse a almorzar. Acepté, y al rato la señora ya se empeñaba en un trajín de cacerolas y viajes a la heladera. Para hablar de algo, pregunté sobre los chanchos, de los que no había podido preguntar antes. Le dije que ya les había preparado una dieta nueva, que había dejado en la camioneta, y me preocupé por aquel que habíamos visto lastimado y muerto. Como no pudo escapar a la pregunta, Araya dijo que desde hacía un tiempo los animales se peleaban, se atacaban y se lastimaban entre ellos, pero que eso no era algo anormal. Yo me acordé de que el lomo del que habíamos visto parecía haber sido picado por algo, pero no quise incomodar con mi insistencia. Araya, enseguida, cambió de tema y me llevó hasta la pila de cajas en el corredor, mostrándome una de las etiquetas y diciendo que con esa droga que había comprado estaba seguro de generar un cambio positivo en la anatomía de los animales en los que trabajaba. Después, me llevó a recorrer la casa.
El corredor central que unía la cocina con el comedor era largo y muy frío. A cada lado de las paredes había cuadros con dibujos de animales y varias puertas que daban a distintas dependencias. Dos de ellas, hacia la derecha, daban a las dos habitaciones centrales. Otra, del lado izquierdo, daba acceso a un hall muy grande, con ventanas amplias que mostraban el campo y con una mesa de hierro y sillones bajos en su centro. Cuando me asomé a este cuarto, que estaba revestido de baldosas coloradas, vi que una de las paredes tenía un portón de madera muy similar a esas puertas de las heladeras que se ven en las cantinas y, en el piso, dos cajas de ventilación como las que usan los acondicionadores de aire. “¿Y eso?”, pregunté. Araya siguió caminando, y dijo muy vagamente que no era nada: “un frigorífico casero”, explicó con una risa. Yo creí que, en ese cuarto, aquel olor era más intenso que en el resto de la casa. El comedor central era una estancia muy refinada, con una mesa de roble muy amplia, con arreglos de flores, con más cuadros y con una estufa a leña que, por el estado general, parecía no haber sido usada ni durante el invierno pasado, ni nunca.
Cuando volvimos a la cocina, una enorme olla plateada vaporizaba el ambiente con un delicioso olor a carnes y a verduras. El agua hervía, en gárgaras de caldo, trozos de pollo mientras la señora, de tanto en tanto, molestaba aquel proceso con un largo cucharón de madera. En otra ollita más chica, unos trocitos de carne blanca, tal vez de cerdo, susurraban sibilantes en un proceso de cocción lenta. No pude evitar un comentario que elogió a la señora. De un mueble colgado en la pared, el dueño sacó una botella de vino que trajo a la mesa junto con un queso y una bolsa de galletas. Afuera, la lluvia se violentaba contra el techo y contra el campo con más fuerza que antes. Pensé en el barro que se estaría formando afuera y apenas me preocupé por el regreso, porque la verdad es que el hambre que fomentaba aquel aroma a cocina de campo me distrajo de cualquier otra inquietud.
Comimos en medio de una charla que fue torpe al principio y animada después. El vino le dio sal a la conversación y en su botella empañada por el vapor de la olla encontramos el primer tema:
–No es uno de los mejores vinos, pero acompaña bien el sabor de la carne y del pan, que no es poco -dijo, mientras sostenía el vasito turbio con la yema de los dedos.
Yo le di la razón: dije que la cabernet era mi uva preferida, y que el sabor de esa cosecha en particular se había favorecido con el nuevo clima frío. Enseguida cambiamos el tema y, no me acuerdo cómo, volvimos a hablar de la cría de animales.
Yo había llevado una caja con sueros que Araya pagaba sin protestar, pero de todos modos me daba curiosidad su proyecto.
–Primero pensé en las ventajas de adaptar a los animales al frío -empezó-. Pero después me entusiasmé con otra idea. Ojo, todavía no quiero dar detalles… No se ofenda, pero hasta no estar seguro no quiero andar diciendo una cosa por otra. Basta con saber que a esos sueros, ahora, les voy a dar otro uso. El uso contrario al que le iba a dar en un principio. Así de simple: otro uso, en otros animales -la mujer, en ese momento, lo miró como recriminándole un exceso de información. A lo mejor el vino lo había entusiasmado como para soltar la lengua; a lo mejor la vanidad estaba venciendo a la voluntad de guardar un secreto-. En definitiva, a la larga los animales, lo mismo que uno, se acostumbran a todo. El desafío de un criador, me parece a mí, está en aprovechar las circunstancias para ser pionero en otro tipo de negocio. En fin… -dijo mientras se echaba para atrás en la silla y cruzaba las manos sobre la barriga.
La señora enseguida me sirvió más vino y se levantó para juntar los platos. Ahora la luz era más escasa y apenas se filtraba por las ventanas. La cortina de agua que se dejaba caer allá afuera era constante y pesada y adormecedora.
Después del almuerzo fuimos con Araya al comedor central. Pasaron horas mientras fumábamos mirando la lluvia y ahora la tarde había madurado en la víspera de una noche húmeda y difícil. Aquel olor penetrante se había vuelto a colar por los corredores.
En un momento en que la puerta se entreabrió, empujada por alguna brisa perdida, vi que la señora iba de la cocina al cuarto de baldosas coloradas con un balde en la mano y unas gruesas botas de goma. Ese desfile se habrá repetido unas tres veces; cuando me acomodé para mirar mejor por el espacio que se dibujaba entre el marco y la puerta, me sobresaltó el timbre de un teléfono.
Araya atendió y habló en voz baja, tratando de no revelar demasiado. Parecía seriamente preocupado y para que pudiera hablar con mayor intimidad me alejé un poco, fingiendo mirar uno de los cuadros cerca de la estufa. Traté, sin embargo, de escuchar la conversación con gran empeño. Cada tanto me llegaban ráfagas de frases y sílabas desconectadas que trataba de entender: “el jueves”, “no se adaptan, los paso y se mueren”, “cancelo la próxima entrega hasta ver qué pasa”, “¿los pone violentos?”, “un platal”, “poco espacio”, “yo tampoco sabía, me hicieron un pozo”, “se escaparon cuatro”… Cuando cortó la comunicación, esperé a ver si a lo mejor me comentaba el motivo de su preocupación; eso no pasó.
El destino siempre nos tiene una sorpresa: yo, que pensaba resolver todo el asunto en un par de horas, me veía de repente varado en una casa ajena y en medio de un pantanal. Y lo cierto era que a pesar de la buena predisposición de aquella gente, que me aconsejaba no salir, algo había en el ambiente que me daba escalofríos, como si por los estrechos corredores de aquella casona acechara un aire ártico que oprimía el pecho. Me sentí angustiado de repente, y con ansiedad extrañé mi sillón, mi pipa, la compañía de mi gato… Pero tratando de tomar la situación con madurez (es decir, con resignación) me dije que nada se podía hacer sino esperar: si salía, lo más probable era que terminara al costado del camino, porque la lluvia era violenta y los caminos inciertos, y porque siempre creí que a un episodio de mala suerte es muy probable que le sigan otros.
Ya casi no había luz en el ambiente, y los dueños de la casa prendieron unas lamparitas que se alimentaban de un generador a nafta. La luz resultante era pálida, insuficiente y pintaba los rostros con un apagado amarillo febril.
Por tercera vez, mateamos. El sonido de la lluvia ensordecía y apagaba el del motor del generador eléctrico, y el viento ahora castigaba las paredes desde el lado del arroyo.
Las horas pasaban lentas y el agua no daba tregua. Para la cena, la señora preparó una ensalada que mezcló (creo) con carne de pollo. Después de unos vasos de vino nos dio sueño, y Araya me mostró la que sería mi habitación.
Una vez solo, me dediqué a recorrer el espacio: era chico, pero con el techo muy alto. En los rincones se había acumulado algo de humedad y el piso de mosaicos enfriaba el ambiente (no sé por qué, pero el frío del piso me recordó aquel tachito de agua helada en el que antes había hundido los dedos y volví a sentir sed; sed que aguanté para evitar un posterior viaje al baño). Restando esos pormenores, el lugar era bastante agradable: la cama era alta y muy cómoda, un mueble de pino ofrecía un amplio espejo ovalado, una estantería sostenía una pila de libros, y de una de las paredes colgaba una lámina con un paisaje florido. La puerta vidriada mantenía la intimidad gracias a dos cortinitas que caían acartonadas a cada lado del picaporte. Elegí de entre la pila un libro al azar y me lo llevé a la cama. La luz del velador apenas suficiente y la música de la lluvia castigando la casa me vencieron en un plácido sueño profundo que me hizo soltar libro y voluntad.
Por un par de horas dormí así, a medio vestir, hasta que un impulso inconciente me hizo apagar la luz del velador. De repente (¿a los minutos? ¿A las horas?), algo me despertó.
No podría explicar bien qué tipo de sensación me puso en alerta, pero juro haber tenido la impresión de que algo o alguien empujaba la puerta de mi habitación, y que esta cedía en un rechinante gesto de terrorífica cortesía. Por un momento vacilé, creyendo que a lo mejor alguien de la casa se había acercado para ver si necesitaba algo y que al verme dormido se había vuelto a su cuarto. Caminé hasta la puerta y, sin soltar el picaporte, miré a los lados del corredor oscuro. Nada. Volví a la cama y me quedé dormido.
El segundo desvelo fue más violento. Sentí (y esto ya pasaba de ser una mera impresión) un fuerte dolor punzante en el pie. Algo filoso y firme me había picado, o mordido. Si bien es cierto que salí del sueño en un frenético instante de desconcierto, puedo jurar que vi una silueta abandonando la habitación; una silueta baja, como de un nene gordo y torpe que escapaba de manera ridícula a los tumbos. Recuerdo, además, un chapoteo como de pies descalzos y una respiración agitada que le dieron al cuadro una retórica repugnante. Encendí el foquito enclenque y me saqué la media: arroyos de sangre bajaban por el empeine y un dolor agudo me palpitaba en los dedos. Salí a tientas por el corredor, tratando de llegar al baño. Ahí me lavé y me tranquilicé un poco. Tomé bastante agua y, al volver, pasé de largo por mi cuarto y salí al comedor central, que a esas horas parecía más frío y más triste. Un rectángulo de claridad se alargaba desde las ventanas hasta la puerta, recortando la pinotea del piso en un triste claroscuro. Tuve la fantasía de irme así, sin avisar; pero la lluvia, que ahora era mansa, todavía no cesaba y se deshilachaba sin prisa sobre el verde anochecido del campo.
Pensé en hacer tiempo, desvelado, hasta que clareara, pero no sabía qué lugar de la casa sería el más seguro: si alguien que yo no había visto durante el día se escondía por ahí, podría volver y asustarme; si los dueños se despertaban, tener que explicar mi estancia en el comedor a esas horas hubiera sido embarazoso; por otro lado, si lo que me había lastimado era un animal, era preferible quedarme en el cuarto. Mientras volvía a la habitación con aquella débil claridad a mis espaldas, tratando de memorizar el camino oscuro que tenía por delante, sentí que con mi pierna rozaba algo que sobresalía de un aparador. Era una libretita espiralada. La acerqué al rectángulo de claridad y con mucho esfuerzo alcancé a ver notas, dibujos y cartoncitos pegados con cinta. Uno de aquellos dibujos mostraba la figura de lo que me pareció un gran pájaro, pero de aspecto humanoide, del que salían flechas y apuntes. En uno de los cartoncitos reconocí el nombre de un químico experimental que años atrás había usado para tratar un problema glandular en unos terneros y pensé que, a lo mejor, en esa libretita Araya apuntaba las fórmulas de las que había hablado. La devolví al aparador y me encerré finalmente en el cuarto.
Estuve en un estado de alerta casi permanente, luchando con el cansancio hasta que la duermevela me acunó en un sueño definitivo. A la mañana siguiente me despertaron los pasos de los Araya, que iban y venían por el corredor. Escuché que entraban al cuarto de baldosas coloradas, que daba a mi habitación, y que discutían susurrando. Apoyando la oreja en la pared, traté de seguir la conversación: la señora repetía, con frecuencia, “te dije, te dije”, y “hay que poner candado”. Araya trataba de hacerla callar. Esperé unos minutos, me vestí ruidosamente para darles tiempo de disimular, y salí al corredor. No creí oportuno mencionar el episodio de la noche, principalmente por pudor.
Ya en la cocina, mi cliente me puso al tanto de la situación: ya no llovía y los caminos más seguros eran los que cruzaban los montes para el lado del norte y por los que podría retomar la ruta 3 una vez pasado el cruce del arroyo. Con el permiso de usar esos caminos, que pertenecían al campo de esta gente, me sentí más tranquilo.
Antes de dar marcha a la camioneta, le alcancé a Araya la planilla en la que tenía el plan de dieta y la caja con los sueros que me había pedido. Me pagó, le agradecí la generosidad, nos dimos la mano.
Cuando volvía por el camino más firme, peleando cada tanto con el volante, pensaba en aquel proyecto de Araya y me dio curiosidad. A veces no sé por qué me da vergüenza preguntar en el momento ciertas cosas en nombre de la discreción. Me consuela saber, sin embargo, que Araya fue claro en sus límites, dando a entender hasta dónde se permitía contar y hasta dónde no. Pero como creí que la lastimadura en el pie me daba cierto derecho a reclamar algún tipo de explicación, decidí volver en el sentido opuesto: sabía que si era capaz de rodear el monte vecino por detrás, podría ver sin peligro de ser visto, al menos en una parte, la reserva que daba a los fondos de la casa de Araya. Así lo hice.
Tratando de mantenerme en la huella, manejé por camino de barro con gran habilidad. En el primer cruce, retomé el sendero del monte y me alejé del arroyo unos mil metros. Llegué a la arboleda, estacioné la camioneta y bajé con unos prismáticos que llevo en la guantera. Al amparo de unos eucaliptos me acomodé y enfoqué las lentes para el lado del campo de mi cliente. La reserva en cuestión, según había entendido, debía ser el llano que yo tenía ahora por delante.
Hice un barrido horizontal, me detuve en algunos pájaros, vi lo que parecía un estanque natural. Ese era el único lugar del descampado en el que parecía haber actividad. Enfoqué de nuevo las lentes y por fin los vi…
Al principio tardé en entender lo que estaba viendo y me acerqué peligrosamente al alambrado para mirar mejor, a riesgo de que me vieran desde la casa; pero inmediatamente después, hipnotizado por el cuadro que tenía en frente, perdí todo recaudo y me acerqué todavía más. Lo recuerdo y la piel se me eriza: creo no exagerar si escribo que el más alto medía más de metro y medio y que se erguía en la pampa con una pena infinita. El resto, de tamaños variados, se arrastraba de un lado a otro como sobrevivientes de una gran catástrofe. Cerca de una gran roca, una colonia de unos quince o veinte se agolpaba agonizante alrededor de un macho adulto, de aspecto triste y enfermo, que luchaba por mantenerse en pie, como si la verticalidad fuera la dignidad última de un líder derrotado. La gran mayoría, con los picos hundidos en el barro, se dejaba morir... Todo el resto era un cuadro ya no melancólico, sino más bien desagradable: los cuerpos de unos doscientos pingüinos corrompiéndose en la llanura, volviéndose carroña en la brava inmensidad de una geografía prestada.






FIN