martes, 3 de julio de 2012


Cuarta parte:

El pueblo, fuera de los almacenes, la comisaría y la capilla, no presentaba otros edificios importantes. Uno iba al pueblo a comprar, a tomar algún trago o a hacer apuestas, de este modo, la mayor parte de la gente que uno se cruzaba en las callecitas eran gente de paso.
Doblé para el lado del bar del Pardo, para ver si sacaba algo en limpio de la última noche del vasco. Cuando llegué al mostrador, entre el olor de la madera vieja y del fuerte tabaco, me saludé con el Pardo, que repasaba unos vasitos de vidrio con un trapo medio mugriento.
Pedí una caña quemada y arrimé una banqueta al mostrador. El Pardo, de unos sesenta años, era un hombre grandote pero de movimientos suaves, jovial y muy atento. Desde que tengo memoria, el Pardo atendía a los pocos parroquianos de siempre, día y noche con el mismo entusiasmo. Si le hubieran dado vacaciones, el Pardo las hubiera pasado atrás del mostrador, atendiendo a la vieja clientela. Por eso, cuando me arrimé con la banqueta, él también se acodó del otro lado con toda la predisposición del mundo para escuchar y ser escuchado. Desde el momento en que me vio entrar, supo el motivo de mi visita: yo no era bebedor y el juego me aburría.
Le pregunté qué era lo que había pasado la noche en que el vasco Arriaga había ido por última vez al bar. Ceremoniosamente, mientras se servía agua fría en un vaso turbio, me relató lo siguiente:
“El vasco… pobre vasco. Cuando llegó acá, ya venía medio picado. Jugó con todos. Perdió con todos. El peor desatino fue haber vuelto a perder con González, al que ya le debía ciento cincuenta pesos desde hacía un mes. González andaba necesitando esa plata, y es fama que con ese criollo no se debe uno andar haciendo el deudor. ¿Se acuerda usted, Cipriano, cuando le cortó un dedo al Ricardo Rienzi? Ricardo le debía nada más que treinta pesos, pero tardaba en pagar y quiso estirar el plazo. Si fuera por mí, no lo dejaría entrar acá, pero… ¿quién lo aguanta borracho en la puerta y a los gritos?”
“La cosa es que esa noche tuvieron un cruce de palabras, bastante fuerte para mi gusto. A la deuda de ciento cincuenta, el vasco había sumado otros setenta pesos más. González estaba como loco. Cuando el vasco salió para su casa y el otro salió atrás, pensamos que lo liquidaba ahí nomás, pero según escuché, González se fue al almacén de Carlitos Vena para seguir el juego. Eso es todo lo que supe hasta el día de ayer, en que me cayó la noticia como baldazo de agua helada”
En tren de averiguaciones, tuve que ir a lo de Carlitos Vena. Poco a poco, me iba figurando los episodios de aquella noche como si fueran partes de un rompecabezas. Faltaban muchas piezas, es claro, pero poco a poco la niebla desaparecía y los actores, en mi imaginación, iban tomando forma.


(continúa)

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