miércoles, 27 de marzo de 2024

A propósito de lo que se resiste a morir



Encontré esta mañana un gato muerto debajo del auto. Ya sabemos, al menos, qué era ese olor. Siento por los gatos una especie de admiración, casi envidia. Se mueven por este reino con firmeza y sé que conocen el secreto. Son fuertes, espiritualmente fuertes, y dominan su ámbito con la maestría de los furtivos. Por eso sentí que hoy el destino me ponía una prueba.

Casi con asco saqué ese cuerpo, como de muñeco poseído por el vacío, con un rastrillo. Tratando de ver sin mirar, esquivando las impresiones que sabía que iban a quedar en la memoria. Si uno mira, pierde. Por eso no duermo de noche, por la inmensa galería de impresiones que guardo, y que mi mala memoria adorna para el placer de mis infiernos. ¿Te acordás cuándo tenías mucho frío, y yo tenía que vestirte y abrazarte para dormir? Ya el solo hecho de acostarme es un calvario en el que tarde o temprano va a desfilar la procesión de imágenes, vos y yo, juntos. Éramos un buen equipo. No fue fácil meterlo en la bolsa, porque era chica y porque me impresionaba hacer contacto visual con esos ojos vacíos. Sentía la muerte gravitando un espacio de la casa que es mío, queriendo decirme algo. ¿Qué cosa dentro mío estaría muriendo y yo no dejaba ir? ¿Qué desfile de recuerdos estaban vacíos de espíritu y me empecinaba en revivir?

Yo no sé cuántos días habrá estado ahí abajo, descomponiéndose, muriendo su muerte solitaria de gato de la calle. Y ajenos a esa muerte, mis recuerdos y yo moríamos una muerte paralela, silenciosa y furtiva como la de ese gato.

Yo con vos quiero todo, y más. Yo te amo toda, siempre. Es tanta la fascinación con la que te miro que te admiro, y trato de adivinar en qué otra vida nos quisimos, porque el sentimiento era casi una sed. Lo tapé con diarios, para evitarme el recuerdo, evitando un pasado a futuro. Qué difícil es olvidar cuando un solo rincón de la ciudad te trae de nuevo a mi mano. Mentalmente edifico una ciudad nueva en la que no estás ni estuviste. Y te vuelvo a poner ahí, actriz de mis propios escenarios del dolor. 

Puse una bolsa dentro de otra, y sentí tristeza. La vida ya había abandonado a ese gato. La vida misma se pasearía ahora por mi calle, mirándome con ironía, con burla. Buscaría algo nuevo en lo que posarse, y me habrá mirado como con asco. ¿Qué otras cosas tendrán que morir para que nazca nuevamente, en mí, una noche de sueño, de paz, de poder cerrar los ojos sin traerte? Hoy un gato murió en mi puerta, porque el universo da señales hostiles a los tercos. Hoy un gato se quedó en mi memoria, sin vida, para decirme que el pasado es materia inerte, y que tuve que juntar en una bolsa mientras pensaba y evadía y caminaba esa realidad paralela que hace meses inventé para nosotros sin que supieras, y lo encomendé a Dios, a la naturaleza, para que vuelva a la fuente. Si todo amor vuelve a la fuente, pido de paso que también el mío allí regrese. Y, sin embargo, ¿por qué insiste en querer animar un cuerpo ya vacío? ¿Por qué insiste en no ver que yo también ya estoy, de algún modo, muerto?




jueves, 25 de enero de 2024

El que escribe

 

Es inminente. De un momento a otro te vas a despertar, y me gustaría que tardes un poco más. Siempre despierto antes, tengo el sueño cambiado porque necesito despertar antes, para verte y pensarte y sentirte en paz, toda así, mía y de nadie. Y quizás jugar con la idea profana de lo que ya no va a pasar, en breve, en minutos nada más.

Yo quería, como quiere cualquier espíritu sensible, un amor. Si agrego “pero no cualquier amor”, estaría cediendo a una tentación que no tardaría nada en volverse cliché. Yo quería un amor, y eso debería bastar para que sepas por qué cuento esto. Soy tranquilo, pero inquieto; calmo, pero nervioso; sólido en el control, pero dado a la improvisación más repentina. Cuando me separé de Lucía, hace unos diez años, entré en un período de querer reconocer todas las cosas que creía que me habían faltado. La verdad es que con Lu tenía una relación buena, divertida, disfrutábamos las salidas, el arte (sobre todo el arte) y siempre había un plan. Las rutinas de la casa eran compartidas, a mí me gustaba presumirla y a ella le gustaba presentarme en cualquier reunión para hacerme hablar de cualquier tema, porque eso la llenaba de orgullo. Porque nos admirábamos de alguna manera creo que nos habíamos buscado. Todo esto, que parece arbitrario, lo traigo a la memoria porque pienso que en cada historia que se vive está prefigurada una cifra, un misterio, de lo por venir. Un día, pleno verano, me esperó en la estación del 172, en Liniers, con el miedo de que yo fuera a decirle que ya no quería verla más (ya verán cómo ese miedo y ese lugar específico, años más adelante, revelarían su significado). Pero el amor tiende a querer apagarse, se parece a una llama que uno tiene que ir cuidando de soplos invisibles. De ella aprendí mucho, pero un día tuve que tomar esa decisión -horrible al principio y liberadora después- de seguir mi camino solo. Las procesiones son de uno, en definitiva, y atravesarlas es una prueba de fortaleza que practiqué más de una vez.



Todavía estás dormida, muy dormida. Pero no me puedo confiar en lo que veo, porque sé cómo sos cuando te despertás. Dormís como en una trinchera, y te olvidás que acá al lado estoy yo, que no dejaría que te pase nada malo. ¿Que por qué me acuerdo de aquellos días de mi vida? Porque después de esa decisión apareciste vos. Apareciste para hacer de las noches una esperanza, y a pesar de la distancia y la virtualidad, esas charlas todavía se podían sentir como noches de verano, sonido de grillos y luz de luna, romance de barrio tranquilo en un tiempo que pasó. El amor del libro que se presta y se lee con entusiasmo porque era de la persona amada, el amor de recordar un estribillo, y de retener detalles que solo significan algo a partir del contacto con alguien especial. No te dejes despertar todavía, por favor. Dejame ordenar todo esto, mientras te veo así.

Después de aquello, ¿había algo? Debería haberlo; tenía que haber algo más. Y, como en esa búsqueda de lo romántico nunca tuve demoras, empezaron a aparecer en mi vida compañeras fugaces, que venían a decirme que quizás convenía quedarse solo un tiempo más. No hay apuro, tranquilo, uno se muere solo de todas formas, sí, pero igualmente el amor está ahí, acechando. Y yo tenía razón, porque en mi vida apareció ella, vos.

No sé si conviene nombrarte o no. De más está decir que escribo por vos y para vos.

Su solo nombre ya cifra símbolos y alegorías que son caras a mi historia, pero también puede ser simple casualidad o una mala lectura proporcionada por mi tendencia a querer anclarme a las cosas que siento como importantes en mi vida. La conocí casi en verano, un encuentro rápido que se prolongó  hasta la tarde (viendo en retrospectiva me resulta gracioso pensar que los últimos días con ella llegué a sentir como un reproche el hecho de querer hacer que el tiempo durara un poco más, estar ahí, sentado a su lado, se sentía como estar robándole tiempo valioso que ella debía invertir en algo más. En esa misma estación, diez años atrás, yo había sentido que quizás Lu tenía miedo a que una historia terminara; hoy sé que esa sensación de miedo premonitorio en realidad era mía, y que algo se iba a terminar en algún momento para mí, ahí mismo. Todo lo que va a pasar, ya pasó en todos los momentos de nuestra vida) y ese día me bastó para sentir que finalmente había encontrado a la mujer que podía mover los cimientos de mi sentir, tan mentalmente firme, tan impermeable, tan desesperanzado. Las charlas hasta tarde, hasta quedarnos dormidos, fueron solamente el preludio a la mañana en la que entró a mi departamento y nos unimos para siempre; un para siempre que duró esa sola mañana, pero, todavía hoy, la cara que sigo viendo cuando te miro/pienso es la de ese día. Todo el tiempo que tuve que esperar después me pareció en algún momento un precio bajo para lo que estaba en juego. Ahora me pregunto si realmente era bajo o si terminé pagando más de lo que tenía pensado.

De ese febrero tengo imágenes ridículas que ahora son mosaicos de mi historia: una paloma en un banco; mi tendencia a llegar siempre antes, por puro puntual; una pared al sol, interminable; tu discurso y verborragia entusiasmada; el pliegue de una de tus ropas en un movimiento que vos no notaste y que a mí se me quedó grabado; un lazo queriendo aferrarse a una madera; otro beso en otro banco, con el mismo deseo; caminar y perderse, lo de siempre.

No te muevas, si todavía ni amaneció. Quedate un poco más, es un regalo poder hacer yo solo el trabajo de los dos. Dejá que imagine el cómo de esta relación, porque yo sé bien que no podés dejar que yo haga mi parte con libertad, es tu escudo, tu barrera. Y creeme que la libertad no es lo que todos piensan que es, es más simple y más importante, es el permiso para poder elegir cómo quiero cuidarte. Ojalá pudiera poner toda esta fantasía de Cenicientas en tu realidad y hacerla más dulce para los dos, pero tarde o temprano vas a despertar y todo va a volver a su forma natural, al diseño de lo cotidiano y que tanto mal nos hace.

Yo no le pido señales al universo, pero igual me las da. Porque los que escribimos estamos todo el tiempo leyendo, leemos señas, gestos, cuando estamos en un momento decisivo nos gusta mirar alrededor, porque seguramente algún indicio la vida nos había dado y ¿¡cómo no lo vimos!? De cada mal momento, tengo una imagen absurda e inútil, una porción de la realidad, la cara de alguien, el sonido de algo, una figura formada en las baldosas, cosas que no sirven para nada y que fueron testigo de algo que no vi venir. Todo eso mientras la persona más importante se está yendo de nuevo. Porque te fuiste despacio, como no queriendo hacer ruido, de la misma manera que lo habías hecho antes. Y yo creí, pero está bien; en la sensibilidad nos gusta jugar a creer, porque la inocencia también se vive y se disfruta. Al fin y al cabo, los que no quieren ver, no van a ver, aunque miren.

¿Sabés qué? La primera semana de este año, recibí una señal, más que una señal una ironía, una burla del cosmos. Era la remera que usabas para estar en casa, conmigo. La vi atrás de una vidriera mientras caminaba y hacía tiempo para encontrarme con alguien. Caminaba, entré en una galería, y ahí estabas vos, pero sin estar. La imagen era clara, pero cifraba algo más. Algo que hizo que cambiara mis planes. Qué loco, ¿no? (el destino nunca nos suelta la mano del todo, por eso me mantuve tranquilo). Salí de ahí, caminé otro poco, escribí y cambié mi norte, apunté la brújula para otro lado. La remera con la que salías en fotos nuestras, íntimas, en esos momentos de complicidad y de felicidad plena. Sí, la felicidad era eso. Yo lo sabía, no sé si vos eras capaz de verlo así también. Era como si el personal de ese negocio, que vaya uno a saber por qué solamente exhibía esa sola remera, fuera parte de la coreografía del Universo diciéndome que estar en ese centro era para mí una lucha entre dos principios fundamentales, la realidad y la locura. Lo sublime quizás es eso, algo que se nos sublima en la piel, en el alma (eso ya lo sabía de antes) y que nos deja huella a pesar de los años. Pero también, según esta señal, es un precio que se paga a costa de perder nuestra realidad, nuestra esencia, y que puede terminar en el uso de una máscara para atenuar los malos momentos, dejando de ser la persona que se supone que debemos ser y dejando de paso en el camino nuestra felicidad personal.

Ahora está amaneciendo, me escriben personas que saben que duermo, y que quieren dejarme los buenos días. Me gusta ese halago, pero por dentro pienso que se va a necesitar más que eso… Saben, conocen mi momento, y pareciera que eso les da una motivación más. Y yo, que apenas recién entro en el sueño, voy a dejar todo para más adelante. Porque estos minutos son míos y tuyos, sin vos, claro. Pero son los que uso para imaginar que estoy en otra cama, y que pienso mis cosas mientras vos dormís, y que te digo que es inminente, que de un momento a otro te vas a despertar, y que me gustaría que tardes un poco más. Y en ese lugar que no es ni tu sueño ni el mío, no pasa nada de lo que pasó en la vigilia: vos eras la calma, eras una. Y yo me dejaba ser ese uno que siempre quise ser. Y así, yo siendo sin presentir y vos siendo sin variaciones, podíamos tener la historia que quisimos. Estoy en esa intersección de sueños: más allá de mi cama actual, imaginando que te veo descansar; más acá de aquella otra cama, en la que dormías conmigo.

Y pasaron apenas días desde que pude decirlo en voz alta. Estaba prendiendo un fuego que quién sabe por qué se iluminó con una llama rosada, y lo dije como si lo pidiera al éter, al cosmos, a la vida misma: “sé feliz, quiero que seas feliz”. Si no es conmigo, no me importa. Pero si el destino tiene algo lindo para vos, no puede ser menos: quiero que ese alguien sea capaz de mirarte dormir como lo hacía yo (como lo hacía en la realidad y como lo hago ahora, en este trance de recuerdos e imaginación en el que imagino que te imagino), que te vea y se desarme, y no pueda dejar de sostenerte la mirada para ahogarse en la profundidad de esos ojos, y que pierda noción del tiempo, y que vea en tu cara la cara más linda, la que enciende a los demonios absurdos de los celos y de la pasión y de la ternura y del compañerismo, y también de la culpa, del enojo y de todos los porqués habidos y por haber. Que no sea indiferente al sonido de tu nombre, ni a tu mensaje ni a tu realidad, toda poblada de fantasmas con los que hay que bailar y pelearse. Que quiera todo, que no se aleje cuando le toque luchar con el caos inminente. Que no pierda el control aun cuando sospeche el verdadero motivo. Que sea como yo, pero mejor que yo.

Amanece un día más, y si perdí el miedo a todo es porque ya viví lo que se supone que nos tenía que dar un motivo para entender por qué vale la pena Ser y Estar. Ya sé qué recuerdos voy a tener antes de irme. Pero ahora quiero dormir un poco más, necesito dormir otro poco. Aliviar y lavar en el sueño todo este cansancio de madrugadas en lugares que no son, con gente que tampoco es. Y después sí, buscar lo "sublime". Salir a ser el que soy; el que escribe.

 

 


 

 

 Fin

 


martes, 24 de enero de 2023

 

Chimangos

Federico Santarcángelo

(relato premiado por la SADE filial Lomas de Zamora)

 

Cómo me hubiera gustado inventar una historia como esta… Y empiezo así, con esa frase desconsolada, no como pidiendo disculpas por no tener otra cosa que ofrecer que el relato de algo que pasó de veras, sino como alertando a los que piensan que ya lo han escuchado todo.

La historia tiene dos partes. A la primera me la contó una persona amiga, hace unos días nomás, en Montevideo (lo que son las cosas: uno, que anda por ahí buscando estímulos que alimenten la imaginación, puede llegar a sentir como un golpe directo al orgullo el hecho de que a alguien más, alguien que puede vivir tranquilamente sin la menor intención de escribir un cuento, tenga para contar una anécdota tan rica, tan simple y tan a la vista). A la segunda parte… bueno, paciencia.

Por casi veinte años, y hasta que me jubilé de la empresa eléctrica, estuve viajando todas las semanas a Montevideo. Hoy, con menos obligaciones, y al menos una vez al mes, sigo viajando, pero para saludar viejos amigos y para incentivar un poco mi nueva afición por la escritura (todos saben que el paisaje, tarde o temprano, siempre da ideas). En el último viaje me encontré con Manuel, amigo de un amigo, con el que hacía años no charlaba. Ese día Manuel había empezado a hablar de las cosas de siempre: el Montevideo de antes, los barcos nuevos, los trenes viejos (para mí que lo hacía para darle otro gustito al mate y como justificando el encuentro con temas en común). Pero, al rato, la charla por fin hizo nido en algo interesante y nos arrimó a la historia de un tal Ramón: hombre solo, que había vivido sus últimos años solo, que, encima, había muerto solo y al que, como coronación hiperbólica de la soledad, el destino no había querido homenajear ni con la compañía de los cenitales durante su responso: mientras lo velaban, un apagón general había dejado sin luz a toda la ciudad. De eso (me refiero al apagón) me acuerdo, porque a mí me habían encargado el arreglo de la central afectada. La historia de Manuel empezó así:

–De la casita de Ramón, bueno…, no voy a decir que era un rancho, pero era algo menos que humilde –explicó–. Sencilla, con pocas cosas; cálida, digamos. Pero eso no siempre fue así. En su momento Ramón había tenido una esposa joven y linda, compañeraza, con la que tuvo un hijo: Víctor. Los tres vivían en las afueras de Montevideo, en una parte del campo que viene a quedar como escondida. La casa, clavada entre dos elevaciones de terreno que le hacían de escudo contra los vientos, podía verse de lejos. Yo lo visitaba cada tanto. Pero después de lo que pasó se lo fue comiendo la tristeza y no hubo forma de rescatarlo. Qué sé yo… cosas que tiene el cáncer. Un día, Claudia, así se llamaba la señora, se sintió cansada; otro, con dolores; y una tarde nos vimos, los que habíamos sido amigos, parados alrededor de la madera humilde que la guardaba, en la casa de sepelios. A Víctor, el hijo, lo vi esa tarde y nunca más. Creo que se fue a Buenos Aires, o a Santa Fe. Pero Ramón, que no era ni joven ni religioso, sintió la pérdida como un final. Mirá lo que es la vida: habían pasado cinco años, o siete, no sé… muchos años, porque cuando uno es viejo y tiene cicatrices el tiempo se amontona, y arrasa y duele. Pero, como te decía, un día me lo crucé en Cerro Norte: iba en bicicleta, con dos bolsas como de maíz o de trigo. Me invitó a matear y a la semana me le aparecí. No te voy a aburrir contándote el estado general de Ramón, pero para que te des una idea era más o menos como el de la casa: dejado y gris. ¿Y sabés lo que tenía adentro? Chimangos. Sí, los pájaros. Dos. Una pareja de chimangos que lo vigilaban desde una cumbrera. De a ratos, Ramón estiraba la mano, soltaba un puñadito de maíz, y los bichos bajaban y picoteaban del piso. Atendé: yo no sé si esto es por sugestión o por fantasías mías, pero juraría que, durante las dos o tres veces que los temas de la conversación derivaban en asuntos de la familia, los chimangos se ponían nerviosos, estiraban las alas, chillaban, qué sé yo. Según Ramón, los pájaros se habían entrado una tarde y ya no hubo forma de echarlos. Bromeaba con que la casa ahora era de ellos, decía en chiste que el que tenía que pedir permiso era él y cosas así. Contó, también, que por la mañana les gustaba volar en círculos, como planeando sobre los vientos del río, y que a la tarde ya se metían a la casa. Cuando me contaba esto, Ramón los miraba como esperando que la pareja aprobara sus palabras. ¿Me creés si te digo que le respondían con saltitos y cabeceos? Yo mucho interés no le prestaba cuando me hablaba de los pájaros esos; en secreto y con pena me preguntaba si en realidad no lo hacía para esquivar temas más importantes, como la desaparición de su hijo… Del pibe no se supo más nada; el rumor, en esa época, era que una cirrosis lo había consumido a los treinta y que Ramón supo del desenlace por telegrama, semanas más tarde. No sé. Mirá, no quiero desviarme del tema, pero escuché un día que Víctor había culpado a Ramón de la enfermedad de la mamá. Ramón chupaba, eso lo sabemos todos… Andá a saber qué calvarios habrán vivido en esa casa como para que víctor, un día, le haya encajado una trompada como aquella al viejo. Pero ese es otro tema… –ahora la mirada de Manuel se posaba en las columnas de humo que salían del mate, lentas hacia el techo, como si pidieran quedarse un poco más para seguir escuchando–. Pero bueno, vuelvo a lo que te estaba contando: en un momento Ramón me pidió que mirara con atención las patas de los animales. Tenían un anillo cada uno. Se los había hecho él mismo, de alpaca; de lejos me pareció que hasta estaban adornados con unos firuletes. Y bueno, entre amargos y puchos se nos pasó la tarde y cuando ya se hacía de noche me fui. Cuando salió Ramón a despedirme, atrás salieron los dos chimangos: ¡parecían guardaespaldas! Yo me imagino que los tendría ahí para no estar tan solo; cuando uno se entretiene, espanta por un rato a la muerte… Esa fue la última vez que vi a mi amigo, porque por temas de trabajo yo estuve viajando bastante y cuando me quise acordar el almanaque se había hecho finito y el año ya era un recuerdo más de haber cinchado y de embromarse. De la muerte de Ramón me enteré en lo del turco, el forrajero. Ramón había faltado dos semanas seguidas al boliche y entonces el turco lo mandó a buscar. Calculan que estuvo enfermo unos días y que si no pidió ayuda habrá sido de porfiado que era. No sé… Atendé: dicen, los que entraron después, que los dos pájaros eran como pilares, uno a cada lado de Ramón; y que hubo que sacarlos con un palo para poder juntar el cuerpo, tan bravos se ponían cuando se le acercaban al muerto. Qué cosa los animales, ¿no? Pueden ser fieles hasta en la muerte. Pero lo raro no termina ahí. Mirá lo que es la vida: hay destinos que parecen estar marcados por la desgracia. En el velorio de Ramón se cortó la luz. Hasta que trajeron velas pasaron horas y lo más triste de todo es que la noticia del corte hizo que la muerte del tipo no apareciera ni en el diario. Es como si se hubiera muerto a escondidas; o, más que muerto, como si se hubiese escapado de la vida. Eso te lo creo, ves: si lo pienso bien, él hubiera querido irse así, sin barullo. Del famoso apagón que dejó a todo Montevideo a oscuras, bueno, al final se supo la causa. Aunque yo de electricidad no entiendo nada (vos seguramente sabrás bien cómo fue), supe por los diarios que la distancia mínima entre dos cables de alta tensión había sido acortada por algún “agente de la naturaleza”. A veces me da rabia pensar que esos “agentes”, una rama, el viento, o andá a saber qué, hayan conspirado para decorar la muerte de Ramón con la oscuridad, como si el tipo, que de amigos ya apenas tenía dos chimangos, no se mereciera más que eso; pero otras veces pienso diferente: pienso que lo dejaron irse a oscuras para que encontrara más fácil las dos estrellas que había perdido.

Ahí Manuel interrumpió el relato, porque debe haber visto mi cara de asombro. Y acá viene la segunda parte de la historia... Excitado por la ansiedad de haber encontrado una coincidencia fantástica, dije:

–No… ¡No lo puedo creer! La semana del apagón me habían mandado para acá para verificar lo de la falla. Cuando llegamos, mis colegas encontraron, justo abajo de la torre de alta tensión quemada, los dos bultos calcinados. Yo los envolví en un trapo y cuando los estaba por meter en una bolsa me llamó la atención el brillito metálico…

Me saqué los dos anillos de alpaca que desde ese día llevo en cada uno de mis meñiques y los hice rodar en la mesa para que Manuel los viera. Ahora el asombrado era él, que con estupor leía, grabados uno en cada anillo, los dos nombres del abandono.

martes, 17 de septiembre de 2019


Las normas y el arte


"De las obligaciones que puede imponerse
un autor, la más común y sin duda
la más perjudicial es la de ser moderno".



Es posible que la vanidad, lo autorreferencial, hayan llegado a constituir la primera preocupación de muchos artistas. De esto se podría culpar al contexto, a los medios, a los modos en los que, de a poco, se ha ido imponiendo la idea de que “ser protagonista” es algo vital y necesario; sin embargo, encontrar la causa no ofrece ninguna solución. Lo que importa es reflexionar en cuáles son las preocupaciones actuales a la hora de ofrecer arte. Actualmente, y si le pregunto a artistas de diferentes campos, no escuché nunca a nadie responder que la principal preocupación era entretener. Claro, a simple vista eso puede considerarse una cosa menor; pero creo que el entretenimiento como problemática a resolver posiblemente sea de las que ofrezcan mayores complejidades y dificultades. El artista siempre se enfrenta a un problema que debe resolver (una figura, una trama, un argumento, una coreografía, una estética particular). La búsqueda de esa solución es una tarea tan agradable como gratificante cuando esa problemática puede resolverse de manera apropiada. Entretener no es fácil, captar la atención del que lee, del que mira o del que escucha no es una tarea menor, sin embargo parece un oficio denostado por generaciones de artistas porque no ofrece muchas posibilidades de subrayar el “yo”, o de aprovechar la ocasión para pensar en uno mismo en lugar del público. Habría que pensar hasta qué punto los que asistimos a espectáculos, o los que compramos libros, no nos hemos aburrido ya hace tiempo de arte autorreferencial, autobiográfico, vanidoso, ofrecido por gente que debe creer que tiene una vida tan interesante que no puede evitar hacer mención a cada mínimo detalle de sus experiencias íntimas… Ese tipo de arte, generalmente, sacrifica aspectos que en algún momento fueron los que nos acercaron a los libros, a la música, a la pintura, al baile, etc.

Pero el problema se potencia, porque hay toda una generación de artistas que parecen tener el único desvelo en tratar de ser innovadores, originales, transgresores, patentadores de estilos, rebeldes, destructores de normas… ¿A qué institución, organismo, ser o entidad sobrenatural hay que rendirle cuentas de originalidad o innovación? ¿Dónde está escrita esa ley natural que nubla el juicio? Y me pasa (esto corre por mi cuenta) que cuando alguien vende un espectáculo con frases del tipo “hoy rompemos las normas”, “vamos a salirnos de lo habitual”, “nos despojamos de las etiquetas”, no puedo evitar en pensar “otro espectáculo típico”; porque hoy en día (después de siglos y de generaciones de artistas con la misma inquietud), probablemente no haya nada más de manual y de norma que el artista que quiere reinventar los lenguajes; y, ¿por qué no?, posiblemente no haya una falta de respeto más grande para el que paga una entrada que ofrecerle el capricho personal de alguien que se aburrió de su oficio. A veces los artistas se aburren, el arte ya no los seduce, entonces buscan reformularlo… Y podría pasar que en esa reformulación estén dando a entender que íntimamente ya saben que no serán capaces de escribir su gran obra en la página del arte, que no podrán salir de ese gran montón y que es más fácil cambiar las reglas del juego cuando no se puede ganar con las reglas ya dadas. Yo pienso todavía que se gana con la insistencia, en creer en el arte del que uno es capaz y en los resultados de mejorarlo con los años.
A veces se me ocurre que no hay nada más original, hoy en día, que ofrecer algo tradicional, clásico, pero bien ejecutado, con responsabilidad, con dominio de la técnica. Al fin y al cabo, las reglas y las normativas no son impedimentos para decir cosas geniales. Son, en todo caso, ese dulce problema que el artista debe resolver para poder dejar caer un reflejo de su propia cosmovisión, de sus propias obsesiones y fantasías. Cuando eso pasa, el deleite es doble.
Yo, particularmente, me cansé de los innovadores que quieren reinventar lenguajes que nunca llegaron a dominar bien. Hay un equilibrio entre la forma y el fondo, entre éticas y estéticas; equilibrio que puede alcanzarse aún si redujeran los lenguajes al uso de una sola palabra, de un solo color. La inteligencia es la capacidad para salir de una dificultad. Ese es el desafío artístico. Bajar los brazos implica dejar de lado las normas y las estructuras en pos de una comodidad, de un atajo, de no querer pagar el precio. Al contrario, cuando sí se tiene el pleno dominio de la técnica y de ciertos lenguajes, lo que parece simple viene predeterminado por un largo recorrido de aprendizaje y de diálogo con la disciplina que los espectadores notamos enseguida.
Cuando se llega a la simpleza por el camino largo, cuando ese “menos es más” llega de la mano de la maestría, los que asistimos como espectadores (o como lectores) sentimos una especie de halago intelectual y emocional gratificante que reafirma el amor primario por la expresión artística.

A lo mejor ahora están pensando en todos esos artistas geniales que fueron autores de técnicas o de usos poco ortodoxos, no habituales. No se confundan, posiblemente no hayan sido geniales gracias a las excentricidades, sino más bien a pesar de ellas: los que no nacieron para decir o hacer cosas geniales no van a salvarse de la mediocridad inventando fórmulas nuevas o saliéndose de las normas. Contrariamente, los que nacieron para ejecutar el genio del arte no podrían escapar de ese destino ni queriendo, aunque solo tuvieran a mano las cosas más simples, como el hábito de la madrugada y el lenguaje de todos los días.



lunes, 18 de diciembre de 2017

Las palomas de Curamalal

Hace un tiempo se me había ocurrido para un cuento la idea de que el sueño fuese como una jaula y que, como toda jaula, no fuese del todo infalible. Al final, como no encontré la manera de darle la forma que yo quería, no escribí nada; pero hace poco esa frustración me vino a la mente y tratando de adivinar de dónde había salido aquella idea pensé que a lo mejor venía de un miedo que durante mucho tiempo tuve de chico: de que las cosas y los personajes con los que soñaba pudiesen escaparse e invadir mi habitación. También me acordé de que de adolescente ese miedo se había ido convirtiendo, poco a poco, en una inquietud por conocer la mecánica de los sueños: leía bastante sobre parálisis del sueño (o catalepsia astral), sobre sueños proféticos, incluso sobre las manifestaciones físicas del pensamiento que algunos llaman “tulpas” y que se atribuyen a ciertos budistas de la india. Después, como suele ocurrirme con casi todo, esa inquietud desapareció y me interesé por otras cosas. Sin embargo ayer, y vaya uno a saber por qué, mientras esperaba el agua para el mate, de repente me acordé de dónde había salido todo aquel miedo, toda aquella inquietud de adolescente e incluso aquel deseo de escribir, muchos años más tarde, un cuento relacionado con el tema. La historia es de mi abuelo, porque fue muy amigo de uno de sus protagonistas:
Los que conocen algo acerca de la historia de la Primera Guerra recordarán al famoso “Batallón Perdido” de la 77ª división americana, que en 1918, en los bosques de Argonne, en Francia, quedó en medio de un fuego cruzado que arrasó con casi todos sus integrantes. En medio de semejante infierno, en el que se recibía el ataque de los alemanes y también el fuego amigo de los propios aliados que desconocían la ubicación del escuadrón, ya casi no había más esperanzas que morir. Entre algunos otros, a cargo de estos hombres estaba el Mayor Charles Whittlesey, que sabía que ya no había ni alimentos ni municiones, y que todos los sistemas de radio estaban inutilizados. Pasaron días en los que los superiores no encontraban el modo de dar aviso a su regimiento de que ese fuego debía cesar inmediatamente. Desmayado por el sueño y el cansancio, en medio de los silbidos de los proyectiles y del terror de las granadas, Whittlesey tuvo una visión, una especie de sueño en el que veía a una paloma en el cielo, volando en dirección a las trincheras. Despertó eufórico y se acordó de que al escuadrón todavía le quedaban dos de las palomas mensajeras que estaban entrenadas para llevar mensajes a la base.
En el sector del palomar, una cajita de madera con alambres todavía contenía a las dos únicas esperanzas. Whittlesey redactó nerviosamente el mensaje y lo alojó en el anillo de una de las patas. El animal intentó ganar altura entre la furia de los disparos alemanes que buscaban a la paloma, pero una de las balas le dio en el pecho, y cayó varios metros más adelante. Ahora solo quedaba una última esperanza; el Mayor repitió el procedimiento, soltando al ave unos metros más hacia el este. Si bien este segundo mensajero recorrió un trayecto mucho mayor, no pudo escapar a la cortina de disparos y cayó allá adelante, fuera del alcance de la vista, como un bulto inerte y liviano.
Whittlesey cayó de rodillas, confundido por la desesperación, cuando uno de sus hombres lo tomó de los hombros:
–Señor, hay un tercer mensajero. ¡Tenemos otra mensajera!
El Mayor lo apartó con fuerza y miró dentro de la caja. Efectivamente, inflando su pecho gris y con porte nervio estaba un tercer palomo que arrullaba su canto en medio del infierno, como si fuese ajeno a la situación o como si viviese en una realidad paralela. Whittlesey lo tomó entre sus manos, le sintió un latido que se confundía con el de su propio corazón, lo inspeccionó con curiosidad y, finalmente, colocó por tercera vez el mensaje en la pata. Luego besó la cabecita del palomo y, sin querer, lo bautizó en ese momento al susurrarle “querido amigo, sálvanos”. El ave trazó una línea zigzagueante entre los árboles, ensayó un vuelo vertical y luego se perdió en círculos por sobre el monte. En las trincheras, el silencio sonaba a segundero de reloj.
A la hora, el fuego cesaba y un grueso de tropas aliadas se acercaba a las trincheras para dar socorro a los menos de doscientos hombres que todavía resistían el ataque. Cher Ami, “querido amigo”, había cumplido con su misión. Ya en base, Whittlesey fue informado de las condiciones en las que había llegado el palomo: tenía una bala alojada en su pecho, había sido cegado de un ojo y la pata que llevaba el mensaje pendía tan solo de un tendón. Los veterinarios lo salvaron, pero no pudiendo hacer nada por su patita rota tuvieron que colocar en su lugar una de palo, tallada a medida para Cher Ami. Días más tarde, el ave sería enviada en barco a Estados Unidos para ser recibida con los honores correspondientes como héroe de guerra.
En diciembre de ese mismo año, Charles Whittlesey también volvió a su país promovido como teniente coronel y recibió, además, la medalla de honor por su valor en el frente. Quiso volver a su antigua profesión de abogado, pero no pasó un día sin que la prensa o alguna institución lo reclamaran para dar una entrevista o un discurso. Los meses lo fueron desgastando y a fines de 1921 tomó una decisión. Esto, detalles más, detalles menos, figura en muchos libros; lo que viene ahora, no lo van a encontrar en ningún otro lado, porque los que conocemos la verdadera historia somos un puñado.
Semanas antes de abordar el SS Toloa, de la United Fruit Company, con destino a la Habana, Whittlesey ya había trazado un plan para desaparecer por completo. Si leyeron algo sobre la vida del teniente, creerán erróneamente que desapareció la noche del 26 de noviembre de 1921 en lo que se cree fue un suicidio, luego de una cena con el capitán del barco, un señor noruego de apellido Dahl. Como nunca nadie volvió a verlo, se pensó que Whittlesey había saltado por la borda. De todos modos, nadie lo vio arrojarse y el cuerpo nunca fue encontrado, pero el teniente había tomado una serie de precauciones. Había dejado en testamento casi todos sus bienes a su madre y había entablado con el capitán del Toloa una estrecha amistad: con la repartición de bienes antes del viaje se aseguró de que la idea del suicidio tuviese más fuerza; con la amistad del capital Dahl se aseguró un escondite en su camarote personal hasta el desembarco en la segunda posta, una isla del atlántico desde la que seguiría viaje con otra identidad.
La idea del suicidio, podemos decirlo ahora, no le fue del todo ajena. Pero cuando las cosas se le habían puesto feas, algo lo hizo cambiar de opinión: una de esas noches tristes y vacías soñó, una vez más, con una paloma. A la mañana siguiente, mientras lidiaba con una terrible resaca de licor, sintió el aleteo de un ave acorralada entre los espacios de su cuarto. Sobre la cómoda, agitada por los golpes y por el miedo, estaba una paloma gris… Whittlesey se tambaleó hasta la ventana, la abrió de par en par, y esperó a que el animal se fuera por sus medios. No le hizo mucho caso al asunto, pero durante toda la tarde pensó en Cher Ami, en la batalla en Argonne, y algo cambió en su mente para siempre. Esa misma semana tuvo la idea de escaparse de su vida actual y de volver a una de sus antiguas aficiones.
A partir de entonces, el teniente coronel Charles Whittlesey sería conocido como Lorenzo Bianco. En la primavera del año siguiente a su muerte hipotética, con los primeros calores de la pampa, luego de una larga travesía y cargando apenas una valija chica, Bianco descendía en la estación de trenes de la ciudad de Azul.
Caminó por la vieja calle San Martín en dirección al municipio y se hospedó en una casa que alquilaba habitaciones por día (además del francés, el teniente también hablaba un correcto español). En la oficina de correo pidió referencias y varios empleados mencionaron a un tal Piazza, uno de los hermanos industriales que por ese entonces tenían a su cargo la curtiembre y algunas de las principales fábricas de la ciudad. Al día siguiente, Bianco se entrevistaba con Félix Piazza en una de las oficinas de la cervecería de su propiedad y así, quizás, empezó una de las amistades más nobles que supo forjar el industrial cervecero.

Bianco había pedido referencias sobre parajes cercanos. Al parecer estaba dispuesto a construir o a comprar una casa chica en algún lugar de la provincia; y así pasó que un día uno de los hermanos de Félix tenía que hacer un recorrido para el lado de Coronel Suárez y Bianco se ofreció a acompañarlo, con la esperanza de conocer un poco más. No sabemos bien cuál fue el motivo principal, pero después de ese viaje Lorenzo Bianco ya había decidido instalarse en un pueblito conocido como Curamalal, que viene a quedar a poco más de doscientos kilómetros de Azul. Al parecer, lo habían tentado las pocas manzanas y las pocas edificaciones, la cercanía de los montes y, sobre todo, el gorjeo de las palomas, pacífico sonido que salpica el campo y que tan bien armoniza con la siesta.
Para el año siguiente, Lorenzo era propietario de una casita, un tanque de agua con un molino y un galpón casi tan grande como el que en ese momento estaba destinado a la estación de ferrocarril. En ese mismo galpón terminaría de darle forma a la afición que años atrás lo había destacado en la división de mensajería del ejército y que además le había dado cierto renombre entre los colombófilos del cuartel: la cría de palomas mensajeras. En aquella época, las palomas eran populares entre los batallones, porque allí donde fallaban los equipos de radio se hacía necesario ese misterioso don que hace a las palomas encontrar el camino de regreso a casa. Y a Bianco, por otro lado, siempre le habían fascinado las palomas: en su casa paterna, cuando él era muy chico, su padre supo tener una pareja de mensajeras que cada tanto participaba en alguna competencia. Lo cierto es que ahora tendría la tranquilidad y el lugar necesarios para ocuparse de lo que le daría felicidad e incluso (pero esto es una conjetura mía) para entender un misterioso fenómeno que a lo largo de su vida, al menos un par de veces, se había repetido de manera inquietante.
Ahora volvamos a Lorenzo y a Curamalal. En aquella época, en el pueblo había más gente y más actividad que ahora, porque el tren le daba un poco de vida. La oficina de Ferrocarril del Sud, que constaba de dos grandes galpones y de una torre con un tanque de agua, era uno de los edificios principales junto a una escuelita y una capilla. Lo demás eran grandes hectáreas de nada, casitas separadas por varias cuadras que probablemente ya no sean más que taperas. El encanto de la zona, si tuviésemos que anotar alguno, era la gran paz que daban sus montes, la sombra siempre fresca allí donde había eucaliptos y los sonidos de la llanura, que dan la rara ilusión de que la pampa fuese más chica, más accesible, y no ese desierto disfrazado de verde en el que uno puede asfixiarse de infinito: el canto de pájaros siempre invisibles, el acorde de los pastos cuando son pulsados por el pulgar del viento, el sonajero de las ramas altas y el misterioso arrullo de las torcazas que equilibra la tropilla de sonidos y envuelve a toda la llanura en un clima de ebria ensoñación. Sin embargo, si uno visita esos lugares hoy en día, solo encontrará abandono y una sensación de dulce y esperada melancolía: las ruinas siempre dicen más, porque son innumerables futuros posibles a los que no se les dio la oportunidad; y nuestra pampa sobre todo, destinada a la inmensidad, pudo haber sido todo menos un lugar destinado al olvido.
Los días pasaban lentos y agradables. Lorenzo tenía todo lo que necesitaba un hombre solo: techo y tierra fértil. Había aprendido los ciclos de siembra y hasta tenía un par de animales (gallinas y algunas ovejas). Sin embargo, su tesoro era el gran galpón que había destinado a sus palomas. Con gran habilidad había fabricado en madera unas cuadriculas que, contra las paredes de ladrillo rojo, hacían de casitas de cada una de sus mensajeras. Cada animal tenía destinado un espacio de veinte por veinte, y en los meses de frío todos eran pasados a unos jaulones en el fondo del galpón, en los que había colocadas unas potentes lámparas que pendían de largos cables.
Empezó con pocas. Una parejita de buchonas. Pero al año ya tenía unas doscientas palomas, a las que él mismo les fabricaba los anillos, limpiaba las alas y soltaba cada tanto para que volviesen al palomar. No es que estuviera particularmente interesado en el deporte ni en las competencias: a Bianco, que era ahora un tipo simple y sin obligaciones, lo hacía feliz tener palomas.
Muchas veces fue a Azul a visitar a Félix Piazza. Casi siempre se quedaba a pasar el fin de semana. Piazza tenía mucho aprecio por Bianco, y en su casa siempre le estaba preparada la habitación de huéspedes. Cuando llegaba a Azul en el tren, lo hacía con una cajita en la que llevaba un par de palomas elegidas al azar. Desde el patio de la casa de Félix, las soltaba y las veía perderse en el cielo, como desorientadas; pero cuando volvía a Curamalal, ahí lo estaban esperando, paradas sobre alguna cumbrera del galpón o en la cola del molino. Bianco no era de hablar mucho, la costumbre militar de ser preciso a lo mejor le había restado palabras, y cada vez que Piazza (que era un italiano de conversación animada) le preguntaba de dónde sacaba las palomas, Bianco solamente respondía que él nunca había comprado una sola paloma. Nunca supimos si lo decía como en broma o si lo decía porque el respeto que le inspiraban las palomas lo obligaba a descartar la posibilidad de entreverarlas con una operación comercial. Según mi abuelo, que fue muy amigo de Piazza, al industrial lo intrigaba profundamente esa fascinación de Bianco por las mensajeras. Y un día de invierno, en el que el mate tibio enfatizaba la soledad de la ciudad, Piazza juntó valor y le preguntó a Bianco sobre las palomas. Entonces Bianco contó. Pero no contó solamente sobre sus palomas, habló de todo: de su adolescencia, de su pasado militar, de su decisión repentina de cambiar de vida, de Cher Ami y de todo lo que vivió entre la noche del embarco y la llegada a Azul. A Piazza le costó asimilar toda la historia, pero de alguna manera después de aquella tarde se volvieron más unidos. Algunas veces Bianco le dejaba una paloma que Piazza devolvía días más tarde con un mensajito en su pata, generalmente un saludo o alguna broma. A esa costumbre la mantuvieron durante años, al menos hasta que la salud de Bianco empeoró.
Habían pasado más de quince años, y Lorenzo se hacía cada vez menos frecuente en Azul. A Piazza le costaba hacerse un espacio para dejar sus obligaciones y visitar Curamalal, entonces lo enviaba a mi abuelo para que se asegurara de que a Bianco no le hiciera falta nada. Cada dos semanas, a veces cada viernes, mi abuelo llegaba hasta su casa con algunos alimentos, bebidas o productos de la fábrica, que Piazza enviaba como regalo. En una de las visitas, mi abuelo encontró a Bianco recostado sobre el piso de la cocina: había sufrido un ataque al corazón que, aunque leve, fue el anuncio de que el hombre necesitaba otra compañía más allá de sus palomas mensajeras.
Costó convencerlo de abandonar Curamalal, pero Piazza tenía la virtud de la palabra y no dejaba propósito sin cumplir. Al año siguiente, Bianco era parte de la casa que Félix Piazza había construido sobre la actual calle Uriburu, una mansión de principios de siglo que había sido especialmente refaccionada a gusto del industrial. En ella, Bianco tuvo su habitación y su cocina, y hasta un patiecito colmado de plantas para que pasara las tardes de manera tranquila. La casa de Curamalal no fue vendida ni rematada, simplemente se mantuvo cerrada. El mantenimiento corría por cuenta de Félix. El galpón de las mensajeras, una vez vacío, se cerró con candado y no se volvió a abrir hasta la tarde que será el centro de este relato. Las palomas, por otro lado, habían sido vendidas o regaladas. No fue fácil deshacerse de semejante cantidad, sobre todo porque parecían multiplicarse cada vez más cada semana. Según mi abuelo, era como si por la noche alguien volviera a llenar los casilleros con palomas nuevas. Y no era que las viejas palomas regresaran, porque sus dueños actuales aseguraban que jamás habían sido soltadas, era más bien como si aparecieran de la nada. 
Cuando ya se hizo imposible seguir viajando a Curamalal, porque la familia de los Piazza también tenía sus problemas y sus asuntos, decidieron dejar las pocas palomas que quedaban a su suerte, y durante unos cinco años ya nadie más volvió a abrir el galpón. Si bien el encierro no era total (Bianco había construido entradas en el techo, para que las palomas que regresaban de sus vuelos tuviesen siempre refugio), ahora dependían de su propio instinto de supervivencia. A Bianco no fue necesario mentirle, porque a esas alturas ya casi no hablaba con nadie, y apenas reconocía a la gente nueva. No era un hombre viejo, pero pasaba casi todo el día dormitando en el patio, con una frazada que apenas le cubría las piernas.
Dice mi abuelo que un día, en los años anteriores a la Segunda Guerra, unos alemanes se habían instalado en las cercanías del arroyo Curamalal, y que nunca nadie supo bien para qué. Nuestra imaginación conjeturaba ideas de todo tipo, pero la más recurrente era la propuesta por un tal Maschmeier, alemán al que Piazza había comprado la cervecería cuando estuvo a punto de quebrar y que se había quedado a vivir de todos modos en Azul. Según Maschmeier, que tenía contacto regular con uno de sus hijos en Berlín, los soldados del régimen nazi estaban interesados en la comunicación por palomas mensajeras. Con los años supimos que, efectivamente, muchas palomas fueron utilizadas en el frente, pero nunca pudimos corroborar que aquellos alemanes del arroyo estuvieran siguiendo el rastro de Bianco y su palomar. Sin embargo, y por precaución, mi abuelo y Félix, que eran los únicos que ahora conocían la historia del teniente, hicieron el pacto de no hablar sobre el tema hasta que la cosa estuviese más tranquila, y es por eso que hoy en día son poquitos los que saben de las palomas de Curamalal.
En el año 50 mi abuelo hizo una visita a la vieja estancia, para ver en qué estado estaba todo. La casa estaba igual, lo mismo el molino y el galpón. Por curiosidad, mi abuelo volvió a abrir el portón para ver el interior: estaba vacío. Es claro, la necesidad de alimentos y el acostumbramiento a la vida silvestre habrían llevado a las palomas por otros rumbos. Esa visita fue la última de esa década… Y en el 61, el año en que Bianco cumplía 77 años, algo pasó; algo que llevó a mi abuelo una vez más a visitar Curamalal. Lo que nos contó un día, a papá y mí, fue lo que sigue:

Estábamos en la casa de Piazza, porque todos los viernes después de la fábrica nos reuníamos ahí con un grupo de gente amiga. Félix, claro, ya había fallecido, pero los hijos y un par de sobrinos hacían una comida para los que habíamos estado siempre en la empresa; y ahí pasábamos la noche hablando, repitiendo anécdotas, escuchando la guitarra de algún cantor. A Bianco lo dejaban en su habitación, porque cuando había gente no le gustaba hacerse ver, y hasta creo que pocos de los que iban a la cena conocían la existencia del viejo. A pedido de Félix, hombre al que lo describía una eterna bondad, el viejo tendría un lugar en la casa hasta que el destino le dictara otros rumbos. Esa noche, después de haber comido, me acerqué hasta el cuarto de Bianco para llevarle un poco de carne y un vaso de vino, pero antes de llegar escuché unos golpes suaves. Dejé la bandejita en una banqueta y corrí para ver qué pasaba. Como el viejo no atendía a mi llamado y como los golpes en el interior no paraban, abrí. Ni bien entorné la puerta, escuché un aleteo violento; cuando abrí más la puerta, me asustaron un par de palomas que salieron atropelladas, volando por encima de mi cabeza. Adentro estaba Bianco, recostado en la cama como si nada, apenas despertando de un sueño ligero. Me miró como no entendiendo, y cuando me reconoció me preguntó si pasaba algo. Le expliqué que unas palomas se le habían metido en la pieza, pero no reaccionó como esperé… Se rascó la cabeza, se sentó en la cama, y me dijo “te tengo que pedir un favor”. Y así fue que a la semana siguiente, creo que fue un domingo por la tarde, yo estaba manejando desde Azul a Curamalal con Lorenzo Bianco de acompañante. Vaya uno a saber por qué, el viejo había querido volver, una vez más y de repente, a su casa de antes; y le dimos el gusto.
El camino estaba un poco descuidado desde mi última visita, casi diez años atrás. El pastizal era altísimo, y de la casa apenas se veía una mitad, como si flotara en un mar de cardos y pajonales. El molino se erguía como señalando la ubicación, y el galpón se dejaba estar, soberbio y oxidado. Paré el motor justo en frente del portón, y antes de bajar Bianco me apretó el brazo. “Pará”, me dijo. “Félix te habrá contado de Cher Ami, ¿no?”. Yo asentí, asombrado de escucharlo al viejo articular una frase tan larga y con semejante lucidez. En la casa apenas hablaba, y creíamos que era una facultad que había perdido o que él mismo se había negado. “A Cher Ami la devolvieron en barco a América, pero no llegó nunca. Lo que llegó fue una paloma que hicieron pasar por Cher Ami. Los taxidermistas se asombraron de que fuera hembra, porque al original lo habían anotado como palomo. Era un palomo, claro… Pero a Cher Ami nunca lo encontraron en la jaula en la que viajaba, y el capitán mandó a reemplazarlo por otra paloma, porque la prensa ya esperaba ansiosa al héroe de guerra. Y de Cher Ami… no sé, nunca se supo nada. Te cuento esto para que no te asustes. En casa de Félix tuve un tiempo muy tranquilo, pero hace unos meses empezaron otra vez esos sueños con palomas, no me las puedo sacar de la cabeza, ¿sabés? Y yo siempre me acuerdo de Cher Ami, y de las palomas que me acompañaron acá mismo (señaló al galpón)”. “Bueno, Lorenzo, tranquilo”, le dije. “Pará, pibe”, me dijo él, “no te apurés. Este lugar es muy especial, es, en todo el mundo, mi única casa, el único lugar que sentí como una casa. Mis palomas sentían lo mismo, esta es la casa a la que se vuelve después de mucho y mucho andar. Por eso te pedí de venir”. 
Cuando terminó, abrí la puerta del auto y caminé al galpón. El viejo se quedó sentado, mirando desde el asiento con una sonrisa. El candado estaba intacto, y cuando giré la llave sonó con un golpe metálico y seco. Me lo puse en el bolsillo, y cuando empecé a correr las cadenas el corazón se me aceleró: ¿alguna vez sintieron ese latido de pánico que trasmite un canario, por ejemplo, cuando uno se para cerca de la jaula? Algo así sentí, una palpitación ajena y multiplicada miles de veces. Miré al viejo, que me espiaba agachando la cabeza, con los ojos llenos de ansiedad. Saqué las cadenas; cuando cayeron al piso fue como si hubiesen agitado algo en el espíritu tranquilo de Curamalal. Abrí de par en par el portón. Salieron, pidiendo cielo, como en un torrente de plumas y arrullos que me tiró al suelo. Por encima de mi cabeza vi un mar de palomas, libres y salvajes, oscureciendo el monte. Adentro todavía quedaban otras cientos, en sus cajitas, inflando el pecho en potentes sonidos altaneros. Volví la cabeza hacia el auto y vi que de pie estaba Lorenzo Bianco, con los brazos abiertos mirando el cielo, colmado, sintiendo la brisa de los aleteos en la cara y el canto de sus palomas como una música recuperada después de mucho tiempo.
No pude sacarle explicaciones ni tampoco convencerlo de volver. Con gente amiga le acomodamos la casa, y lo instalamos con la compañía de una enfermera hasta el verano del 65, en el que murió a los ochenta y un años. Antes de que se vendiera todo, fui a mirar una vez más la casa y el galpón del teniente coronel Charles Whittlesey. No volví a ver ni una sola paloma.




lunes, 30 de octubre de 2017

Una geografía prestada


Para los que conocen mi ciudad escribo con un poco de complicidad que los últimos diez años no fueron nada fáciles; para los que no, sabrán por las noticias que ya no hubo ni habrá, en toda la región pampeana, veranos como los de antes.
Tanto hablar de la capa de ozono, tanto decir que esas cosas no pasan y que los científicos, tentados por quién sabe qué engaño comercial, exageraban en sus argumentos para asustar a la gente y, finalmente, resultó que tenían razón nomás… Aquel año en Azul nevó, después de casi dos décadas, durante todo un mes. Después de eso, ya nunca más se volvió al clima habitual de la pampa. Muchas personas mayores no soportaron el cambio, se perdieron cosechas, culpamos a los intendentes y, al final, pasó lo que era de esperarse en un pueblo que ya está cansado de las promesas: nos acostumbramos al frío y a sus consecuencias. Entre otras cosas, esta novedad también dio lugar a emprendimientos raros.
Yo hacía un tiempo había vendido el auto para comprar una camioneta, porque por aquellos años viajaba con regularidad al campo y ya me había cansado de quedarme a mitad de camino cada vez que llovía. Mis clientes, que son generosos hasta el momento en que se les pide un favor, no se mostraban ni serviciales ni flexibles cada vez que llegaba tarde o directamente no llegaba. El día que estoy recordando para este relato me había tocado visitar a los Araya, un matrimonio de ancianos que criaba animales en un campo que estaba para el lado de la capital, desviándose unos pocos kilómetros hacia la derecha de la ruta 3, por un caminito bastante desparejo. Ese camino tenía una ventaja, y era que la tosca del terreno no hacía barro; tenía, por otro lado, una desventaja: si no se iba atento, la nieve podía quitarle a uno el volante de las manos y se podía terminar en la zanja lateral. No soy asustadizo de esas cosas, sobre todo cuando al volante voy yo, pero a este camino le tenía respeto, que es una manera de decir que le tenía desconfianza.
Estaba citado al mediodía para chequear el estado de unos terneros y llevar un plan de dieta para los chanchos, que habían dejado de engordar. Además, el señor Araya me había explicado por teléfono que quería probar unos nuevos anticuerpos que él mismo elaboraba en una especie de farmacia que tenía en un galpón, por lo que me pedía el favor de llevarle unos sueros extra.
No me costó trabajo llegar al campito, porque en primavera, a esas horas de la mañana, el camino ya se descongelaba y se podía transitar con seguridad, al menos hasta que se hiciera un poco de barro. Al pasar la tranquera, otro camino más angosto y con piedritas llevaba hasta la casa.
Me acerqué golpeando las manos, al tiempo que dos perros se me acercaban para curiosear. En una mesita de madera vieja había un tacho con agua clara, una hoja de cuchillo sin cabo y una piedra para asentar. La transparencia del agua o el frío visual del acero dulce me deben haber dado sed, y para mitigarla hundí los dedos en el tachito helado. Enseguida se asomó el dueño de casa, con un mate galleta en la mano. Me sequé los dedos en el pantalón antes de darle la mano y enseguida pasamos a la cocina.
El vuelo de los moscardones amenizaba el silencio de la cebadura. Sobre la mesa había desparramadas jeringas de plástico, dos vasitos de vidrio, revistas con fotos de la Antártida, un reloj pulsera. En el primer beso al mate sentí de repente el intenso y áspero sabor verdoso que da la hoja de yerba húmeda, pero también el olor del césped que crecía allá afuera y otro más penetrante que en ese momento no pude identificar.
Araya caminó hasta la mesa, pava en mano, y ocupó la silla del frente. Barriendo con el antebrazo los objetos que le estorbaban hizo un espacio para la pava. Hablamos poco, de temas arbitrarios. Mi cliente parecía no inmutarse ni por los largos silencios ni por mis intentos de apurar la visita a los animales. El tiempo se dilató hasta que tomé la iniciativa y me puse de pie. El patrón apuró el mate, haciéndolo carraspear un par de veces, y juntos salimos al campo.
A esas horas el sol entibiaba los hombros pero, al mismo tiempo, una leve corriente de aire fresco hacía cabecear las varas de cardo y destemplaba el encordado de los alambres. Creo que bromeamos con eso, recordando el calor de otras épocas a esa altura del año. Caminamos entre corrales, abrimos y cerramos tranqueras, pisamos varias veces las verdes sombras de los eucaliptos y por último salimos a un descampado en el que los animales se desparramaban en rutinarios ejercicios de pastura lenta. Me sorprendió que varias de las vacas tuvieran el cuero lastimado y que una humedad de sangre les aplastara el pelaje en los costados. Pregunté a Araya si los animales se rascaban por algún motivo en las púas de los alambrados, pero esquivó la pregunta y siguió caminando. Cuando pasamos por uno de los corrales en donde una docena de chanchos rezongaba con vigor, vi que uno de ellos estaba tirado de lado. El animal estaba muerto, con el cuerpo lastimado como si le hubieran hundido varias veces en el lomo la punta de una lanza. Araya me miró, negó con la cabeza, y me indicó con la mano que siguiera andando.
Cuando llegamos al galpón, el aire del campo que se arremolinaba en su interior devolvía un aroma medicinal. Sobre un banco de madera, decenas de frasquitos y cajas con remedios se amontonaban sobre papeles de diario y latas sin etiqueta. De uno de los bordes de la mesa goteaba un líquido espeso, del color del ámbar, que se arrastraba hasta el piso en una lenta y eterna carrera. Le pedí que me contara sobre ese nuevo suero con el que estaba inyectando a varios de sus animales, y después de mirarme por un momento (creo que estaba decidiendo, íntimamente, si yo merecía o no su confianza) empezó:
–Bueno, usted sabe que con el clima frío muchos de los animales no rinden lo que antes. Yo creo que lo que perjudica a los criadores son los anticuerpos, que en algún momento ceden. Pero, bueno, es claro que no están hechos para semejantes heladas: el invierno pasado se me murieron más de cincuenta animales. Y me acordé de que, cuando trabajaba en el laboratorio, el doctor que me enseñó a vacunar y desparasitar siempre decía que el día que el hombre de campo encontrase la manera de mantener los anticuerpos en guardia, reforzando proteínas, no iba a haber motivos para preocuparse. Pasaron, qué sé yo, unos quince años… probé todo tipo de combinaciones de sueros y vitaminas, pensé que adaptar animales a un entorno nuevo quizás no era una guerra perdida, y nada; algo debía estar haciendo mal. Así que no me desanimé, pero, como no le encontraba la vuelta, ya estaba perdiendo interés. Y una tarde mientras leía la biografía de un prócer nuestro tuve la idea; la verdad es que me entusiasmé, pensé en invertir una plata que tenía ahorrada y todo… Además, se dio que tenía acá atrás -señaló con el pulgar y por sobre el hombro hacia el lado del arroyo- unas hectáreas libres que no sabía si vender o arrendar, y las usé para armar una especie de reserva. Están medio escondidas; ahí hago los ensayos. Pero, bueno, por ahora no me haga hablar de más.

En ese momento los dos nos volvimos hacia la entrada, porque el portón de chapa se había cerrado en un frenético movimiento que nos dejó a oscuras. Al salir, vimos lo que no podíamos haber imaginado minutos antes: la tormenta. El cielo, surcado por el vuelo nervioso de pájaros en alarma, parecía haberse arremolinado sobre nosotros en una plomiza acuarela cargada de agua. Los primeros rayos sablearon el aire y tuvimos que correr hasta la casa mientras la lluvia se descargaba, pesada, sobre el campo.
Desde adentro, apenas se podía mirar por las ventanas. Agua y aire se equilibraban en una sofocante paz que apenas se interrumpía, cada tanto, con el grito de algún trueno que rajaba el aire. No pudiendo hacer otra cosa más que esperar, empezamos una ronda de mate.
Con la humedad que cargaba la atmósfera de la cocina, aquel olor que había sentido antes volvió con mayor énfasis. Con disimulo miré alrededor, pero lo único raro eran unas cajas apiladas al final del corredor que conectaba la cocina con las habitaciones y el comedor. Una de esas cajas tenía el rótulo del laboratorio SurAzul, entonces pregunté al dueño si había encargado sueros ahí también. Me dijo que no, que de esos laboratorios, que operaban mayormente en la Patagonia, solo había recibido unos envases y folletos. Enseguida cambió el tema.
Me asomé por la ventana y vi que el agua ahora formaba grandes pantanos. La esposa de Araya, que hasta entonces solamente se había preocupado por recargar la pava y mantenerla en servicio, dijo que cuando llovía así había para rato y que lo mejor era quedarse a almorzar. Acepté, y al rato la señora ya se empeñaba en un trajín de cacerolas y viajes a la heladera. Para hablar de algo, pregunté sobre los chanchos, de los que no había podido preguntar antes. Le dije que ya les había preparado una dieta nueva, que había dejado en la camioneta, y me preocupé por aquel que habíamos visto lastimado y muerto. Como no pudo escapar a la pregunta, Araya dijo que desde hacía un tiempo los animales se peleaban, se atacaban y se lastimaban entre ellos, pero que eso no era algo anormal. Yo me acordé de que el lomo del que habíamos visto parecía haber sido picado por algo, pero no quise incomodar con mi insistencia. Araya, enseguida, cambió de tema y me llevó hasta la pila de cajas en el corredor, mostrándome una de las etiquetas y diciendo que con esa droga que había comprado estaba seguro de generar un cambio positivo en la anatomía de los animales en los que trabajaba. Después, me llevó a recorrer la casa.
El corredor central que unía la cocina con el comedor era largo y muy frío. A cada lado de las paredes había cuadros con dibujos de animales y varias puertas que daban a distintas dependencias. Dos de ellas, hacia la derecha, daban a las dos habitaciones centrales. Otra, del lado izquierdo, daba acceso a un hall muy grande, con ventanas amplias que mostraban el campo y con una mesa de hierro y sillones bajos en su centro. Cuando me asomé a este cuarto, que estaba revestido de baldosas coloradas, vi que una de las paredes tenía un portón de madera muy similar a esas puertas de las heladeras que se ven en las cantinas y, en el piso, dos cajas de ventilación como las que usan los acondicionadores de aire. “¿Y eso?”, pregunté. Araya siguió caminando, y dijo muy vagamente que no era nada: “un frigorífico casero”, explicó con una risa. Yo creí que, en ese cuarto, aquel olor era más intenso que en el resto de la casa. El comedor central era una estancia muy refinada, con una mesa de roble muy amplia, con arreglos de flores, con más cuadros y con una estufa a leña que, por el estado general, parecía no haber sido usada ni durante el invierno pasado, ni nunca.
Cuando volvimos a la cocina, una enorme olla plateada vaporizaba el ambiente con un delicioso olor a carnes y a verduras. El agua hervía, en gárgaras de caldo, trozos de pollo mientras la señora, de tanto en tanto, molestaba aquel proceso con un largo cucharón de madera. En otra ollita más chica, unos trocitos de carne blanca, tal vez de cerdo, susurraban sibilantes en un proceso de cocción lenta. No pude evitar un comentario que elogió a la señora. De un mueble colgado en la pared, el dueño sacó una botella de vino que trajo a la mesa junto con un queso y una bolsa de galletas. Afuera, la lluvia se violentaba contra el techo y contra el campo con más fuerza que antes. Pensé en el barro que se estaría formando afuera y apenas me preocupé por el regreso, porque la verdad es que el hambre que fomentaba aquel aroma a cocina de campo me distrajo de cualquier otra inquietud.
Comimos en medio de una charla que fue torpe al principio y animada después. El vino le dio sal a la conversación y en su botella empañada por el vapor de la olla encontramos el primer tema:
–No es uno de los mejores vinos, pero acompaña bien el sabor de la carne y del pan, que no es poco -dijo, mientras sostenía el vasito turbio con la yema de los dedos.
Yo le di la razón: dije que la cabernet era mi uva preferida, y que el sabor de esa cosecha en particular se había favorecido con el nuevo clima frío. Enseguida cambiamos el tema y, no me acuerdo cómo, volvimos a hablar de la cría de animales.
Yo había llevado una caja con sueros que Araya pagaba sin protestar, pero de todos modos me daba curiosidad su proyecto.
–Primero pensé en las ventajas de adaptar a los animales al frío -empezó-. Pero después me entusiasmé con otra idea. Ojo, todavía no quiero dar detalles… No se ofenda, pero hasta no estar seguro no quiero andar diciendo una cosa por otra. Basta con saber que a esos sueros, ahora, les voy a dar otro uso. El uso contrario al que le iba a dar en un principio. Así de simple: otro uso, en otros animales -la mujer, en ese momento, lo miró como recriminándole un exceso de información. A lo mejor el vino lo había entusiasmado como para soltar la lengua; a lo mejor la vanidad estaba venciendo a la voluntad de guardar un secreto-. En definitiva, a la larga los animales, lo mismo que uno, se acostumbran a todo. El desafío de un criador, me parece a mí, está en aprovechar las circunstancias para ser pionero en otro tipo de negocio. En fin… -dijo mientras se echaba para atrás en la silla y cruzaba las manos sobre la barriga.
La señora enseguida me sirvió más vino y se levantó para juntar los platos. Ahora la luz era más escasa y apenas se filtraba por las ventanas. La cortina de agua que se dejaba caer allá afuera era constante y pesada y adormecedora.
Después del almuerzo fuimos con Araya al comedor central. Pasaron horas mientras fumábamos mirando la lluvia y ahora la tarde había madurado en la víspera de una noche húmeda y difícil. Aquel olor penetrante se había vuelto a colar por los corredores.
En un momento en que la puerta se entreabrió, empujada por alguna brisa perdida, vi que la señora iba de la cocina al cuarto de baldosas coloradas con un balde en la mano y unas gruesas botas de goma. Ese desfile se habrá repetido unas tres veces; cuando me acomodé para mirar mejor por el espacio que se dibujaba entre el marco y la puerta, me sobresaltó el timbre de un teléfono.
Araya atendió y habló en voz baja, tratando de no revelar demasiado. Parecía seriamente preocupado y para que pudiera hablar con mayor intimidad me alejé un poco, fingiendo mirar uno de los cuadros cerca de la estufa. Traté, sin embargo, de escuchar la conversación con gran empeño. Cada tanto me llegaban ráfagas de frases y sílabas desconectadas que trataba de entender: “el jueves”, “no se adaptan, los paso y se mueren”, “cancelo la próxima entrega hasta ver qué pasa”, “¿los pone violentos?”, “un platal”, “poco espacio”, “yo tampoco sabía, me hicieron un pozo”, “se escaparon cuatro”… Cuando cortó la comunicación, esperé a ver si a lo mejor me comentaba el motivo de su preocupación; eso no pasó.
El destino siempre nos tiene una sorpresa: yo, que pensaba resolver todo el asunto en un par de horas, me veía de repente varado en una casa ajena y en medio de un pantanal. Y lo cierto era que a pesar de la buena predisposición de aquella gente, que me aconsejaba no salir, algo había en el ambiente que me daba escalofríos, como si por los estrechos corredores de aquella casona acechara un aire ártico que oprimía el pecho. Me sentí angustiado de repente, y con ansiedad extrañé mi sillón, mi pipa, la compañía de mi gato… Pero tratando de tomar la situación con madurez (es decir, con resignación) me dije que nada se podía hacer sino esperar: si salía, lo más probable era que terminara al costado del camino, porque la lluvia era violenta y los caminos inciertos, y porque siempre creí que a un episodio de mala suerte es muy probable que le sigan otros.
Ya casi no había luz en el ambiente, y los dueños de la casa prendieron unas lamparitas que se alimentaban de un generador a nafta. La luz resultante era pálida, insuficiente y pintaba los rostros con un apagado amarillo febril.
Por tercera vez, mateamos. El sonido de la lluvia ensordecía y apagaba el del motor del generador eléctrico, y el viento ahora castigaba las paredes desde el lado del arroyo.
Las horas pasaban lentas y el agua no daba tregua. Para la cena, la señora preparó una ensalada que mezcló (creo) con carne de pollo. Después de unos vasos de vino nos dio sueño, y Araya me mostró la que sería mi habitación.
Una vez solo, me dediqué a recorrer el espacio: era chico, pero con el techo muy alto. En los rincones se había acumulado algo de humedad y el piso de mosaicos enfriaba el ambiente (no sé por qué, pero el frío del piso me recordó aquel tachito de agua helada en el que antes había hundido los dedos y volví a sentir sed; sed que aguanté para evitar un posterior viaje al baño). Restando esos pormenores, el lugar era bastante agradable: la cama era alta y muy cómoda, un mueble de pino ofrecía un amplio espejo ovalado, una estantería sostenía una pila de libros, y de una de las paredes colgaba una lámina con un paisaje florido. La puerta vidriada mantenía la intimidad gracias a dos cortinitas que caían acartonadas a cada lado del picaporte. Elegí de entre la pila un libro al azar y me lo llevé a la cama. La luz del velador apenas suficiente y la música de la lluvia castigando la casa me vencieron en un plácido sueño profundo que me hizo soltar libro y voluntad.
Por un par de horas dormí así, a medio vestir, hasta que un impulso inconciente me hizo apagar la luz del velador. De repente (¿a los minutos? ¿A las horas?), algo me despertó.
No podría explicar bien qué tipo de sensación me puso en alerta, pero juro haber tenido la impresión de que algo o alguien empujaba la puerta de mi habitación, y que esta cedía en un rechinante gesto de terrorífica cortesía. Por un momento vacilé, creyendo que a lo mejor alguien de la casa se había acercado para ver si necesitaba algo y que al verme dormido se había vuelto a su cuarto. Caminé hasta la puerta y, sin soltar el picaporte, miré a los lados del corredor oscuro. Nada. Volví a la cama y me quedé dormido.
El segundo desvelo fue más violento. Sentí (y esto ya pasaba de ser una mera impresión) un fuerte dolor punzante en el pie. Algo filoso y firme me había picado, o mordido. Si bien es cierto que salí del sueño en un frenético instante de desconcierto, puedo jurar que vi una silueta abandonando la habitación; una silueta baja, como de un nene gordo y torpe que escapaba de manera ridícula a los tumbos. Recuerdo, además, un chapoteo como de pies descalzos y una respiración agitada que le dieron al cuadro una retórica repugnante. Encendí el foquito enclenque y me saqué la media: arroyos de sangre bajaban por el empeine y un dolor agudo me palpitaba en los dedos. Salí a tientas por el corredor, tratando de llegar al baño. Ahí me lavé y me tranquilicé un poco. Tomé bastante agua y, al volver, pasé de largo por mi cuarto y salí al comedor central, que a esas horas parecía más frío y más triste. Un rectángulo de claridad se alargaba desde las ventanas hasta la puerta, recortando la pinotea del piso en un triste claroscuro. Tuve la fantasía de irme así, sin avisar; pero la lluvia, que ahora era mansa, todavía no cesaba y se deshilachaba sin prisa sobre el verde anochecido del campo.
Pensé en hacer tiempo, desvelado, hasta que clareara, pero no sabía qué lugar de la casa sería el más seguro: si alguien que yo no había visto durante el día se escondía por ahí, podría volver y asustarme; si los dueños se despertaban, tener que explicar mi estancia en el comedor a esas horas hubiera sido embarazoso; por otro lado, si lo que me había lastimado era un animal, era preferible quedarme en el cuarto. Mientras volvía a la habitación con aquella débil claridad a mis espaldas, tratando de memorizar el camino oscuro que tenía por delante, sentí que con mi pierna rozaba algo que sobresalía de un aparador. Era una libretita espiralada. La acerqué al rectángulo de claridad y con mucho esfuerzo alcancé a ver notas, dibujos y cartoncitos pegados con cinta. Uno de aquellos dibujos mostraba la figura de lo que me pareció un gran pájaro, pero de aspecto humanoide, del que salían flechas y apuntes. En uno de los cartoncitos reconocí el nombre de un químico experimental que años atrás había usado para tratar un problema glandular en unos terneros y pensé que, a lo mejor, en esa libretita Araya apuntaba las fórmulas de las que había hablado. La devolví al aparador y me encerré finalmente en el cuarto.
Estuve en un estado de alerta casi permanente, luchando con el cansancio hasta que la duermevela me acunó en un sueño definitivo. A la mañana siguiente me despertaron los pasos de los Araya, que iban y venían por el corredor. Escuché que entraban al cuarto de baldosas coloradas, que daba a mi habitación, y que discutían susurrando. Apoyando la oreja en la pared, traté de seguir la conversación: la señora repetía, con frecuencia, “te dije, te dije”, y “hay que poner candado”. Araya trataba de hacerla callar. Esperé unos minutos, me vestí ruidosamente para darles tiempo de disimular, y salí al corredor. No creí oportuno mencionar el episodio de la noche, principalmente por pudor.
Ya en la cocina, mi cliente me puso al tanto de la situación: ya no llovía y los caminos más seguros eran los que cruzaban los montes para el lado del norte y por los que podría retomar la ruta 3 una vez pasado el cruce del arroyo. Con el permiso de usar esos caminos, que pertenecían al campo de esta gente, me sentí más tranquilo.
Antes de dar marcha a la camioneta, le alcancé a Araya la planilla en la que tenía el plan de dieta y la caja con los sueros que me había pedido. Me pagó, le agradecí la generosidad, nos dimos la mano.
Cuando volvía por el camino más firme, peleando cada tanto con el volante, pensaba en aquel proyecto de Araya y me dio curiosidad. A veces no sé por qué me da vergüenza preguntar en el momento ciertas cosas en nombre de la discreción. Me consuela saber, sin embargo, que Araya fue claro en sus límites, dando a entender hasta dónde se permitía contar y hasta dónde no. Pero como creí que la lastimadura en el pie me daba cierto derecho a reclamar algún tipo de explicación, decidí volver en el sentido opuesto: sabía que si era capaz de rodear el monte vecino por detrás, podría ver sin peligro de ser visto, al menos en una parte, la reserva que daba a los fondos de la casa de Araya. Así lo hice.
Tratando de mantenerme en la huella, manejé por camino de barro con gran habilidad. En el primer cruce, retomé el sendero del monte y me alejé del arroyo unos mil metros. Llegué a la arboleda, estacioné la camioneta y bajé con unos prismáticos que llevo en la guantera. Al amparo de unos eucaliptos me acomodé y enfoqué las lentes para el lado del campo de mi cliente. La reserva en cuestión, según había entendido, debía ser el llano que yo tenía ahora por delante.
Hice un barrido horizontal, me detuve en algunos pájaros, vi lo que parecía un estanque natural. Ese era el único lugar del descampado en el que parecía haber actividad. Enfoqué de nuevo las lentes y por fin los vi…
Al principio tardé en entender lo que estaba viendo y me acerqué peligrosamente al alambrado para mirar mejor, a riesgo de que me vieran desde la casa; pero inmediatamente después, hipnotizado por el cuadro que tenía en frente, perdí todo recaudo y me acerqué todavía más. Lo recuerdo y la piel se me eriza: creo no exagerar si escribo que el más alto medía más de metro y medio y que se erguía en la pampa con una pena infinita. El resto, de tamaños variados, se arrastraba de un lado a otro como sobrevivientes de una gran catástrofe. Cerca de una gran roca, una colonia de unos quince o veinte se agolpaba agonizante alrededor de un macho adulto, de aspecto triste y enfermo, que luchaba por mantenerse en pie, como si la verticalidad fuera la dignidad última de un líder derrotado. La gran mayoría, con los picos hundidos en el barro, se dejaba morir... Todo el resto era un cuadro ya no melancólico, sino más bien desagradable: los cuerpos de unos doscientos pingüinos corrompiéndose en la llanura, volviéndose carroña en la brava inmensidad de una geografía prestada.






FIN