martes, 29 de noviembre de 2016

Federico Santarcángelo

Redactor Especializado en Textos Literarios

Reseña Profesional y Artística



Como Autor y Coordinador/docente de talleres:



–Autor del ensayo literario El héroe de la pampa, Imaginante Editorial. Ensayo. 120 páginas. Junio 2013. Disponible en Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Brasil, México, España y Japón.

–Autor del libro de ensayos  Literatura y Cine, junto al escritor y docente Osvaldo Beker. Zeit editora. 2015.

–Columnista literario en el programa de radio “Tenés que Saberlo”, con la conducción de Hugo Macchiavelli, por radio Conexión Abierta. Lunes 16 h.

–Administrador    del    blog    de    ficción    literaria    “Cipriano    Burgos”.    (cipriano- burgos.blogspot.com.ar).

–Autor de cuentos fantásticos recopilados en la antología de autores nacionales “Libro blanco”. Santa Cruz Editora. Septiembre 2012.

–Redactor, corrector, y ghost  writer  de  diversos  textos  en  editoriales de Capital Federal.

–Profesor  en  talleres  de  escritura  creativa,  narrativa  contemporánea  y  cuento fantástico.

–Profesor de inglés.

–Corrector y redactor de tesis, tesinas, monografías y textos académicos particulares y para distintas universidades de Capital Federal.

–Traductor y redactor de monografías y obras de teatro.

–Docente y coordinador de los talleres de literatura y narrativa “Borges y el relato fantástico” y “Cuentos y literatura fantástica”.


Prensa:
  

-  https://www.facebook.com/federico.santarcangelo/videos/585385488310978/

  
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-  http://www.clarin.com/ciudad/Bar_El_Federal-mozo-cuento-brandana-portenos-

firpo_0_1250874925.html

  
-  http://www.diarioeltiempo.com.ar/archivo/2013/qla-poesia-y-la-realidad-no-

pertenecen-a-mundos-distintosq.html


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viernes, 25 de noviembre de 2016

Fumar

La habitación era estrecha, de maderas tersas y algo coloradas, balsámica, luminosa cuando se le abría de par en par la ventana. Algo tenía de reconfortante; pero también de ataúd. De noche, sobre todo si el clima era frío, inducían el sueño furtivos crujidos amables que dividían la madrugada en capítulos de beatitud.

A veces la extraño, sobre todo por la carga sentimental que me representaba ese ámbito construido con mis propias manos. Hasta el modo de dormir era distinto en aquella habitación, pero principalmente el modo de soñar, y es precisamente de esto de lo que quiero hablarles. En aquel entonces, durante días me asaltó el mismo sueño recurrente: un hombre que fumaba. El hombre, acodado en la ventana, perdida la mirada en el horizonte nocturno, baja la cabeza, atento el oído a mis intervenciones, fumaba; elegantemente fumaba unos largos cigarrillos de fuerte tabaco aromático. Nunca me respondía; en cambio, fumaba… Lo perturbador llegaba con la mañana, porque no lograba despertar sin el insistente olor a humo impregnado en las maderas y en las cortinas. Clara se quejaba, pero un día fue terminante: “o le decís que acá no se fuma, o me voy a dormir a lo de mamá”.
La mudanza de Clara fue breve y en primavera, de noche. Hordas de trémulos grillos nos aclimataron la despedida, también breve. “En cuanto logre razonar con el amigo, te llamo”, le dije, y segundos más tarde el taxi se alejaba por un triste punto de fuga que se abría entre los naranjos de la vereda y el final de la calle. La tos que me asaltó me impidió precisar si las lágrimas eran realmente por Clara.
Esa noche traté de dormirme con la convicción de ser firme y terminante. No tardó en aparecer el amigo de las noches, con su traje satinado y sus ademanes de señor. Lo vi encender el cigarrillo, besarlo apenas con sus labios, sentir el cálido abrazo de la combustión en su pecho y exhalar plácidamente la tibia dulzura de la hoja quemada. Creo que por primera vez en tanto tiempo levantó la mirada y, por debajo del ala de su sombrero, por detrás de la nube grisácea, reconocí los ojos de mi abuelo. Nos miramos por un tiempo; el abuelo exhaló de nuevo, y me extendió un cigarro. En vano repetí que yo no fumaba, porque la mano seguía ahí, servicial (elijo esa versión, pero ahora, sin embargo, dudo si no fui yo el que en realidad le arrebató el paquete y le sacó uno del montoncito). La primera bocanada me pareció un infierno: el calor entre mis dedos, las lágrimas en los ojos y la tos me parecieron, en principio, desagradables. Pero, como era de esperarse, al poco tiempo ya fumábamos sincronizados como engranajes; él con firmeza, yo como si recuperara un hábito olvidado. Aun estando en un sueño recuerdo haber pensado en la imagen de grandes chimeneas nocturnas entibiando el mundo. Me desperté sintiendo el típico olor a humo, el recurrente sabor a tabaco en la boca, pero vestido de felicidad: por fin, después de tantos años, había recuperado la cara y el gesto grave de mi abuelo.
“Creo que voy a poder resolverlo”, le dije a Clarita por teléfono y esa noche me acosté más temprano, tan ansioso por fumar junto a mi abuelo me encontraba. Tal como lo esperaba, apareció. Buscó en el paquete otro cigarrillo, pero su ceja enarcada me dijo que solo quedaba uno, que me apuré a encender yo. Mientras lo fumaba, noté que mi abuelo, acodado en el marco de la ventana, por fin hablaba:
–Fumar no hace nada bien; pero fumar dormido, y en una pieza como esta, menos.
–Yo ya no fumo, abuelo. Y creía que vos tampoco.
–Fumo ahora, para vaciarte los paquetes. Pero dejá de embromar de una vez, que Clara es más importante.
De repente lo perdí entre nubarrones grisáceos. Mi cuerpo se incendiaba por dentro, como si corriese a través de un túnel oscuro y crujiente que me asfixiaba; todo el ámbito era como un féretro sobre brasas… Recuerdo la carrera hasta la planta baja, el intento inútil por salvar unas cosas que Clara atesoraba en una cajita, el fuego masticando mi habitación y visto desde la calle.
Fue uno de los bomberos el que me dijo, más tarde, que había encontrado la colilla del cigarro entre los restos de la cama. En nuestra nueva habitación (en la que entibiamos la cama hace ya más de un año) hemos estado bastante cómodos; como episodio aislado diré que solamente anoche, y después de tanto tiempo, nos despertó de súbito una incomodidad. Juro que abrimos las ventanas y todo, pero de algún lado, tal vez de algún segmento vecino, insistía en filtrarse un débil hilo de invertebrado humo gris. Pero lo que nos llamó la atención fue el olor, sobre todo el olor; como de cenizas de tabaco.


De las cualidades perdidas

Los pueblos de Buenos Aires (negarlo no implica aborrecer la paz y las buenas costumbres) podrán parecerse, pero no hay uno que no sea particular, pionero, destacable: el primer doctor, el primer tren, la primera pulpería pueden ser detalles circunstanciales, pero no hay visitante al que no se le enumeren esas efemérides como si fuesen medallas que las generaciones de vecinos tienen que pulir cada tanto, tal vez para no sentir que la creación se olvidó de esos parajes en el medio de la nada.
Cuando alguien me pregunta por mi ciudad, me limito a detallar una ubicación aproximada, pero no digo nada sobre sus raíces aborígenes, su arquitectura o sus artistas destacados; mucho menos comento el caso del esqueleto gigante.
Pero desde hace unos meses todo es distinto, porque un debate municipal estuvo considerando la alternativa de generar turismo haciendo pública la noticia de lo que durante treinta años se pensó como “el último recurso”, todo eso ante el riesgo de quedar como un pueblo de fabuladores.
Según lo esperado, alguien debe haber hablado de más; el rumor trascendió y la semana pasada se llegaron a la ciudad dos investigadores del Instituto Smithsoniano, de Virginia. Los últimos tres días, según tengo entendido, los pasaron tomando fotos, midiendo terrenos, haciendo pruebas en el agua y pidiendo imágenes de satélite a una central en Panamá. Antes de ayer, finalmente, se las rebuscaron para citarme y hacer que cuente, delante de una cámara que me transmitía en directo a Washington, lo que había encontrado cuando tenía diez años: “por aquel entonces”, comencé, “todo el verano lo pasábamos pescando en el puente de la vía, en un brazo del arroyo que se llama Paso Mandagarán. A veces nos bañábamos en un remanso, si el calor era mucho… En fin, no me acuerdo si lo vi de lejos, o si me tropecé con un cascote y sin querer le di una patada, pero ahí estaba uno de los huesos. Enseguida lo desenterramos, y vimos que había otros. A la tarde volvimos con mi viejo y sacamos todos los que pudimos, a los más chicos los metimos en una bolsa. En la semana los hicimos ver por Mugueta, el paleontólogo de la ciudad, y ahí el asunto se puso serio. Los huesos eran pocos, pero suficientes como para dar por sentado que eran de una persona. El fémur solo medía un metro con ochenta; una de las costillas apenas había entrado cruzada en la caja de la camioneta y el hueso que Mugueta llamó ‘parietal’ era grande como una sombrilla. El asunto quedó entre nosotros y unos pocos funcionarios de la municipalidad -que participaron de los traslados y de los análisis- y si del tema no se habló más no fue por cuidar la tranquilidad del pueblo o su reputación, sino más bien por una deferencia natural de los vecinos a restarle importancia a este tipo de cosas y al escándalo en general”.
Ahora, es claro, quieren ver los huesos, pero les dije que iba a ser imposible; que como en casa no había lugar, los habíamos dejado apilados en el fondo de un terreno vecino: “a lo mejor el tiempo los volvió a enterrar, porque no los encontramos por ningún lado. Muchas veces nos prometimos agarrar la pala y buscar, pero con mi viejo preferimos la meditación tranquila y el mate abajo de la parra”, me escucharon decir. Ahora, mate en mano y bajo la sombra de esa misma parra, vemos cómo los Virginianos transpiran bajo el sol, rompiendo cascotes y trazando parcelas.
–Mugueta tenía razón –dice mi viejo–, era mejor no mostrar nada y que después, por envidia o por recelo, no publiquen que eran falsos.

Y bueno, de pulir una medalla, que sea la de la mesura. Por otro lado, me enteré que, desde otros países, ya llegan los primeros aficionados y curiosos particulares.