Las normas y el arte
"De las obligaciones que puede imponerse
un autor, la más común y sin duda
la más perjudicial es la de ser moderno".
Es posible que
la vanidad, lo autorreferencial, hayan llegado a constituir la primera preocupación de muchos artistas. De esto se podría culpar al contexto, a los
medios, a los modos en los que, de a poco, se ha ido imponiendo la idea de que “ser
protagonista” es algo vital y necesario; sin embargo, encontrar la causa no
ofrece ninguna solución. Lo que importa es reflexionar en cuáles son las
preocupaciones actuales a la hora de ofrecer arte. Actualmente, y si le
pregunto a artistas de diferentes campos, no escuché nunca a nadie responder
que la principal preocupación era entretener. Claro, a simple vista eso puede
considerarse una cosa menor; pero creo que el entretenimiento como problemática
a resolver posiblemente sea de las que ofrezcan mayores complejidades y
dificultades. El artista siempre se enfrenta a un problema que debe resolver
(una figura, una trama, un argumento, una coreografía, una estética
particular). La búsqueda de esa solución es una tarea tan agradable como
gratificante cuando esa problemática puede resolverse de manera apropiada. Entretener
no es fácil, captar la atención del que lee, del que mira o del que escucha no
es una tarea menor, sin embargo parece un oficio denostado por generaciones de
artistas porque no ofrece muchas posibilidades de subrayar el “yo”, o de
aprovechar la ocasión para pensar en uno mismo en lugar del público. Habría que
pensar hasta qué punto los que asistimos a espectáculos, o los que compramos
libros, no nos hemos aburrido ya hace tiempo de arte autorreferencial,
autobiográfico, vanidoso, ofrecido por gente que debe creer que tiene una vida
tan interesante que no puede evitar hacer mención a cada mínimo detalle de sus
experiencias íntimas… Ese tipo de arte, generalmente, sacrifica aspectos que en
algún momento fueron los que nos acercaron a los libros, a la música, a la
pintura, al baile, etc.
Pero el problema
se potencia, porque hay toda una generación de artistas que parecen tener el
único desvelo en tratar de ser innovadores, originales, transgresores, patentadores
de estilos, rebeldes, destructores de normas… ¿A qué institución, organismo, ser
o entidad sobrenatural hay que rendirle cuentas de originalidad o innovación?
¿Dónde está escrita esa ley natural que nubla el juicio? Y me pasa (esto corre
por mi cuenta) que cuando alguien vende un espectáculo con frases del tipo “hoy
rompemos las normas”, “vamos a salirnos de lo habitual”, “nos despojamos de las
etiquetas”, no puedo evitar en pensar “otro espectáculo típico”;
porque hoy en día (después de siglos y de generaciones de artistas con la misma
inquietud), probablemente no haya nada más de manual y de norma que el artista
que quiere reinventar los lenguajes; y, ¿por qué no?, posiblemente no haya una
falta de respeto más grande para el que paga una entrada que ofrecerle el
capricho personal de alguien que se aburrió de su oficio. A veces los artistas
se aburren, el arte ya no los seduce, entonces buscan reformularlo… Y podría
pasar que en esa reformulación estén dando a entender que íntimamente ya saben
que no serán capaces de escribir su gran obra en la página del arte, que no
podrán salir de ese gran montón y que es más fácil cambiar las reglas del juego
cuando no se puede ganar con las reglas ya dadas. Yo pienso todavía que se gana
con la insistencia, en creer en el arte del que uno es capaz y en los resultados de mejorarlo con los
años.
A veces se me
ocurre que no hay nada más original, hoy en día, que ofrecer algo tradicional,
clásico, pero bien ejecutado, con responsabilidad, con dominio de la técnica.
Al fin y al cabo, las reglas y las normativas no son impedimentos para decir
cosas geniales. Son, en todo caso, ese dulce problema que el artista debe
resolver para poder dejar caer un reflejo de su propia cosmovisión, de sus
propias obsesiones y fantasías. Cuando eso pasa, el deleite es doble.
Yo,
particularmente, me cansé de los innovadores que quieren reinventar lenguajes
que nunca llegaron a dominar bien. Hay un equilibrio entre la forma y el fondo,
entre éticas y estéticas; equilibrio que puede alcanzarse aún si redujeran los
lenguajes al uso de una sola palabra, de un solo color. La inteligencia es la
capacidad para salir de una dificultad. Ese es el desafío artístico. Bajar los
brazos implica dejar de lado las normas y las estructuras en pos de una
comodidad, de un atajo, de no querer pagar el precio. Al contrario, cuando sí
se tiene el pleno dominio de la técnica y de ciertos lenguajes, lo que parece
simple viene predeterminado por un largo recorrido de aprendizaje y de diálogo
con la disciplina que los espectadores notamos enseguida.
Cuando se llega
a la simpleza por el camino largo, cuando ese “menos es más” llega de la mano
de la maestría, los que asistimos como espectadores (o como lectores) sentimos
una especie de halago intelectual y emocional gratificante que reafirma el amor
primario por la expresión artística.
A lo mejor ahora
están pensando en todos esos artistas geniales que fueron autores de técnicas o
de usos poco ortodoxos, no habituales. No se confundan, posiblemente no hayan
sido geniales gracias a las excentricidades, sino más bien a pesar de ellas:
los que no nacieron para decir o hacer cosas geniales no van a salvarse de la
mediocridad inventando fórmulas nuevas o saliéndose de las normas.
Contrariamente, los que nacieron para ejecutar el genio del arte no podrían
escapar de ese destino ni queriendo, aunque solo tuvieran a mano las cosas más
simples, como el hábito de la madrugada y el lenguaje de todos los días.