martes, 17 de septiembre de 2019


Las normas y el arte


"De las obligaciones que puede imponerse
un autor, la más común y sin duda
la más perjudicial es la de ser moderno".



Es posible que la vanidad, lo autorreferencial, hayan llegado a constituir la primera preocupación de muchos artistas. De esto se podría culpar al contexto, a los medios, a los modos en los que, de a poco, se ha ido imponiendo la idea de que “ser protagonista” es algo vital y necesario; sin embargo, encontrar la causa no ofrece ninguna solución. Lo que importa es reflexionar en cuáles son las preocupaciones actuales a la hora de ofrecer arte. Actualmente, y si le pregunto a artistas de diferentes campos, no escuché nunca a nadie responder que la principal preocupación era entretener. Claro, a simple vista eso puede considerarse una cosa menor; pero creo que el entretenimiento como problemática a resolver posiblemente sea de las que ofrezcan mayores complejidades y dificultades. El artista siempre se enfrenta a un problema que debe resolver (una figura, una trama, un argumento, una coreografía, una estética particular). La búsqueda de esa solución es una tarea tan agradable como gratificante cuando esa problemática puede resolverse de manera apropiada. Entretener no es fácil, captar la atención del que lee, del que mira o del que escucha no es una tarea menor, sin embargo parece un oficio denostado por generaciones de artistas porque no ofrece muchas posibilidades de subrayar el “yo”, o de aprovechar la ocasión para pensar en uno mismo en lugar del público. Habría que pensar hasta qué punto los que asistimos a espectáculos, o los que compramos libros, no nos hemos aburrido ya hace tiempo de arte autorreferencial, autobiográfico, vanidoso, ofrecido por gente que debe creer que tiene una vida tan interesante que no puede evitar hacer mención a cada mínimo detalle de sus experiencias íntimas… Ese tipo de arte, generalmente, sacrifica aspectos que en algún momento fueron los que nos acercaron a los libros, a la música, a la pintura, al baile, etc.

Pero el problema se potencia, porque hay toda una generación de artistas que parecen tener el único desvelo en tratar de ser innovadores, originales, transgresores, patentadores de estilos, rebeldes, destructores de normas… ¿A qué institución, organismo, ser o entidad sobrenatural hay que rendirle cuentas de originalidad o innovación? ¿Dónde está escrita esa ley natural que nubla el juicio? Y me pasa (esto corre por mi cuenta) que cuando alguien vende un espectáculo con frases del tipo “hoy rompemos las normas”, “vamos a salirnos de lo habitual”, “nos despojamos de las etiquetas”, no puedo evitar en pensar “otro espectáculo típico”; porque hoy en día (después de siglos y de generaciones de artistas con la misma inquietud), probablemente no haya nada más de manual y de norma que el artista que quiere reinventar los lenguajes; y, ¿por qué no?, posiblemente no haya una falta de respeto más grande para el que paga una entrada que ofrecerle el capricho personal de alguien que se aburrió de su oficio. A veces los artistas se aburren, el arte ya no los seduce, entonces buscan reformularlo… Y podría pasar que en esa reformulación estén dando a entender que íntimamente ya saben que no serán capaces de escribir su gran obra en la página del arte, que no podrán salir de ese gran montón y que es más fácil cambiar las reglas del juego cuando no se puede ganar con las reglas ya dadas. Yo pienso todavía que se gana con la insistencia, en creer en el arte del que uno es capaz y en los resultados de mejorarlo con los años.
A veces se me ocurre que no hay nada más original, hoy en día, que ofrecer algo tradicional, clásico, pero bien ejecutado, con responsabilidad, con dominio de la técnica. Al fin y al cabo, las reglas y las normativas no son impedimentos para decir cosas geniales. Son, en todo caso, ese dulce problema que el artista debe resolver para poder dejar caer un reflejo de su propia cosmovisión, de sus propias obsesiones y fantasías. Cuando eso pasa, el deleite es doble.
Yo, particularmente, me cansé de los innovadores que quieren reinventar lenguajes que nunca llegaron a dominar bien. Hay un equilibrio entre la forma y el fondo, entre éticas y estéticas; equilibrio que puede alcanzarse aún si redujeran los lenguajes al uso de una sola palabra, de un solo color. La inteligencia es la capacidad para salir de una dificultad. Ese es el desafío artístico. Bajar los brazos implica dejar de lado las normas y las estructuras en pos de una comodidad, de un atajo, de no querer pagar el precio. Al contrario, cuando sí se tiene el pleno dominio de la técnica y de ciertos lenguajes, lo que parece simple viene predeterminado por un largo recorrido de aprendizaje y de diálogo con la disciplina que los espectadores notamos enseguida.
Cuando se llega a la simpleza por el camino largo, cuando ese “menos es más” llega de la mano de la maestría, los que asistimos como espectadores (o como lectores) sentimos una especie de halago intelectual y emocional gratificante que reafirma el amor primario por la expresión artística.

A lo mejor ahora están pensando en todos esos artistas geniales que fueron autores de técnicas o de usos poco ortodoxos, no habituales. No se confundan, posiblemente no hayan sido geniales gracias a las excentricidades, sino más bien a pesar de ellas: los que no nacieron para decir o hacer cosas geniales no van a salvarse de la mediocridad inventando fórmulas nuevas o saliéndose de las normas. Contrariamente, los que nacieron para ejecutar el genio del arte no podrían escapar de ese destino ni queriendo, aunque solo tuvieran a mano las cosas más simples, como el hábito de la madrugada y el lenguaje de todos los días.