Oopart
En
su prolija devoción por la filosofía oriental, por el yoga, por los mandalas,
Amalia dejaba en evidencia toda su occidentalidad. En un principio yo creí, con
injusticia, que ella era una muchacha más de esas que saben encontrarse en las
capitales de mi país, que pretenden ser reconocidas por sus gustos y querer ser
alguien a través de lo que fueron los demás. A pesar de eso, me sentí
fuertemente atraído hacia ella; atraído de un modo violento y melancólico. En
una fotografía gastada puedo verme junto a Amalia en un olvidado jardín de una
república casi lejana, caminando bajo la cítrica sombra de unos limoneros,
vagando con fresca felicidad entre el rumor de algún arroyo anónimo, por calles
de un marmóreo y granítico empedrado gris. Sí alguna felicidad había en aquel
sitio, era sin dudas la que agregaba la sonrisa de Amalia, tan sonora, tan
sincera, tan de siempre.
Pero no voy a desviar mi relato.
A medida que uno envejece, la memoria se decora de
pormenores insignificantes que al fin de cuentas vienen a ser algo así como las
pinceladas finales en un cuadro, que agregan lo que fue sustancial desde el
principio. De ese modo ha estado trabajando mi memoria, edificando un universo
tan complejo e íntimo del que yo casi podría ser ajeno. Haré un esfuerzo por
recordar a Amalia tal y como era, y no como he creído verla después de tantos
años de extrañarla.
Era yo, por ese entonces, un muchacho joven, fuerte, con la
fortuna de que las mujeres me amaban solamente porque yo no había aprendido a
querer todavía (muchas veces los máximos placeres les son ofrecidos a las
personas que menos méritos han hecho para merecerlos). Paseaba yo entre abrazos
y escotes con la misma fugacidad que trae implícita la urgencia de la vida;
como si sin proponérmelo quisiera recuperar algo que había tenido y perdido
alguna vez.
Pero un día nos unimos; y una sola semana bastó para
alimentar toda una vida.
Fue una tarde de navidad que encontré a Amalia, y supe que
mi búsqueda había cesado. Desde el primer día la quise y porque sus placeres
diferían tanto de los míos fue que encontré en ella un desafío que me animó.
Amalia caminaba bajo la lluvia cuando estaba triste, se
cortaba el cabello cuando estaba aburrida, había leído y estudiado a los poeta
antiguos, sabía latín y memorizaba unos cientos de poemas que citaba en
nuestras conversaciones. A mí me bastaba, para estar completo, su compañía.
Tenerla cerca en la hora del crepúsculo, mientras la última luz del día hacía
méritos por atravesar el vidrio empañado de la casa, era mi jardín, mi vergel.
Todo eso era nuevo para mí: yo la quería por su pasado, por el sabor de la
literatura en sus labios pálidos, por el dibujo de sus ojeras y la caricia de
su pelo, por la bebida que compartíamos en el debate lúdico y edificante sobre
civilizaciones antiguas. Después de citar alguna famosa sentencia, solía decir:
“lo sé porque estuve ahí”. ¿Cómo no quererla? ¿Cómo creer que hasta ese
entonces ella hubiera vivido en la solitaria compañía de poetas muertos?
La tarde en la que se centra mi relato fue la última y
también la más enigmática, la más dulce de nuestra historia juntos. Otra vez la
navidad nos encontraba unidos: caminábamos del brazo por un corredor de piedra,
a través del casco antiguo de una ciudad anónima. Amalia me había explicado, la
noche anterior, que descubrir una ciudad nueva era redescubrir, una vez más,
las cosas que nos daban felicidad, y que esas cosas no cambian con el tiempo:
los arcos herrumbrados sobre una puerta antigua, las plantas que ofrecen sombra
a un viejo sentado en la vereda, el color del cielo justo antes de una lluvia
ligera. “En todo eso me reconozco una vez más, y entiendo por qué te quiero
tanto”, me dijo. Hacia el final de la calle, un vendedor ambulante puso en mis
manos una rosa pálida, y yo la acepté porque entendí que rechazarla sería una
forma de negar la sentencia que Amalia había dictado con tanto amor (esas
supersticiones no me abandonaron jamás). Caminamos un poco más, y bajo un árbol
de copa oscura nos sentamos, extasiados de horizonte y de besos. Ya casi se
escondía el sol y un apenas visible disco plateado adornaba el crepúsculo. No
fue ni antes ni después a ese cambio brusco de luz que sentí en los labios de
Amalia el más intenso halago de fruta, el más íntimo y húmedo tesoro de su
pasión. Algo debió haberme alarmado, porque intenté desprenderme de Amalia con
horror. Una remota brisa me golpeó como queriendo despertarme de un sueño
antiguo, como si el peso de mi cuerpo hubiera sentido el cansancio y el
desgaste de miles de años. Amalia sonrió, casi ancestralmente. Nos besamos y
sobre la tierra húmeda nos amamos, una, dos veces. Ya desnudos, con los
sentidos abiertos nuevamente al mundo, sentimos el latido acompasado de la
savia en los árboles, el aleteo nocturno de los últimos pájaros espantados, el
granítico paso de los insectos, la maquinaria del universo recorriendo las
horas.
“En una isla de Grecia, hace cientos de años, vos me
quisiste así. Lo sé porque estuvimos ahí, salvo que yo lo recuerdo”, dijo
Amalia. “Tenés que ver qué lindas cosas eras capaz de escribir y leerme”. El
destino me perdone, yo pensé que ella jugaba conmigo; yo no entendí, en ese
momento, cuánta verdad había en la oración. “Muchas veces habrás soñado con nuestro
umbral. Muchas noches habrás despertado con el amargo sabor de haber perdido
una fortuna”, agregó.
Minutos después la había perdido para siempre, o al menos
por otra eternidad. En algún otro lugar (en algún otro tiempo) ella me seguirá
buscando.
Algunas navidades temo que me encuentre así, viejo y abandonado
al recuerdo, y que ya no me reconozca. O quizás eso no sea más que la
superstición de un hombre cansado.