miércoles, 4 de enero de 2017

Oopart

En su prolija devoción por la filosofía oriental, por el yoga, por los mandalas, Amalia dejaba en evidencia toda su occidentalidad. En un principio yo creí, con injusticia, que ella era una muchacha más de esas que saben encontrarse en las capitales de mi país, que pretenden ser reconocidas por sus gustos y querer ser alguien a través de lo que fueron los demás. A pesar de eso, me sentí fuertemente atraído hacia ella; atraído de un modo violento y melancólico. En una fotografía gastada puedo verme junto a Amalia en un olvidado jardín de una república casi lejana, caminando bajo la cítrica sombra de unos limoneros, vagando con fresca felicidad entre el rumor de algún arroyo anónimo, por calles de un marmóreo y granítico empedrado gris. Sí alguna felicidad había en aquel sitio, era sin dudas la que agregaba la sonrisa de Amalia, tan sonora, tan sincera, tan de siempre.
Pero no voy a desviar mi relato. 
A medida que uno envejece, la memoria se decora de pormenores insignificantes que al fin de cuentas vienen a ser algo así como las pinceladas finales en un cuadro, que agregan lo que fue sustancial desde el principio. De ese modo ha estado trabajando mi memoria, edificando un universo tan complejo e íntimo del que yo casi podría ser ajeno. Haré un esfuerzo por recordar a Amalia tal y como era, y no como he creído verla después de tantos años de extrañarla.
Era yo, por ese entonces, un muchacho joven, fuerte, con la fortuna de que las mujeres me amaban solamente porque yo no había aprendido a querer todavía (muchas veces los máximos placeres les son ofrecidos a las personas que menos méritos han hecho para merecerlos). Paseaba yo entre abrazos y escotes con la misma fugacidad que trae implícita la urgencia de la vida; como si sin proponérmelo quisiera recuperar algo que había tenido y perdido alguna vez.
Pero un día nos unimos; y una sola semana bastó para alimentar toda una vida.
Fue una tarde de navidad que encontré a Amalia, y supe que mi búsqueda había cesado. Desde el primer día la quise y porque sus placeres diferían tanto de los míos fue que encontré en ella un desafío que me animó. Amalia caminaba bajo la lluvia cuando estaba triste, se cortaba el cabello cuando estaba aburrida, había leído y estudiado a los poeta antiguos, sabía latín y memorizaba unos cientos de poemas que citaba en nuestras conversaciones. A mí me bastaba, para estar completo, su compañía. Tenerla cerca en la hora del crepúsculo, mientras la última luz del día hacía méritos por atravesar el vidrio empañado de la casa, era mi jardín, mi vergel. Todo eso era nuevo para mí: yo la quería por su pasado, por el sabor de la literatura en sus labios pálidos, por el dibujo de sus ojeras y la caricia de su pelo, por la bebida que compartíamos en el debate lúdico y edificante sobre civilizaciones antiguas. Después de citar alguna famosa sentencia, solía decir: “lo sé porque estuve ahí”. ¿Cómo no quererla? ¿Cómo creer que hasta ese entonces ella hubiera vivido en la solitaria compañía de poetas muertos?
La tarde en la que se centra mi relato fue la última y también la más enigmática, la más dulce de nuestra historia juntos. Otra vez la navidad nos encontraba unidos: caminábamos del brazo por un corredor de piedra, a través del casco antiguo de una ciudad anónima. Amalia me había explicado, la noche anterior, que descubrir una ciudad nueva era redescubrir, una vez más, las cosas que nos daban felicidad, y que esas cosas no cambian con el tiempo: los arcos herrumbrados sobre una puerta antigua, las plantas que ofrecen sombra a un viejo sentado en la vereda, el color del cielo justo antes de una lluvia ligera. “En todo eso me reconozco una vez más, y entiendo por qué te quiero tanto”, me dijo. Hacia el final de la calle, un vendedor ambulante puso en mis manos una rosa pálida, y yo la acepté porque entendí que rechazarla sería una forma de negar la sentencia que Amalia había dictado con tanto amor (esas supersticiones no me abandonaron jamás). Caminamos un poco más, y bajo un árbol de copa oscura nos sentamos, extasiados de horizonte y de besos. Ya casi se escondía el sol y un apenas visible disco plateado adornaba el crepúsculo. No fue ni antes ni después a ese cambio brusco de luz que sentí en los labios de Amalia el más intenso halago de fruta, el más íntimo y húmedo tesoro de su pasión. Algo debió haberme alarmado, porque intenté desprenderme de Amalia con horror. Una remota brisa me golpeó como queriendo despertarme de un sueño antiguo, como si el peso de mi cuerpo hubiera sentido el cansancio y el desgaste de miles de años. Amalia sonrió, casi ancestralmente. Nos besamos y sobre la tierra húmeda nos amamos, una, dos veces. Ya desnudos, con los sentidos abiertos nuevamente al mundo, sentimos el latido acompasado de la savia en los árboles, el aleteo nocturno de los últimos pájaros espantados, el granítico paso de los insectos, la maquinaria del universo recorriendo las horas.
“En una isla de Grecia, hace cientos de años, vos me quisiste así. Lo sé porque estuvimos ahí, salvo que yo lo recuerdo”, dijo Amalia. “Tenés que ver qué lindas cosas eras capaz de escribir y leerme”. El destino me perdone, yo pensé que ella jugaba conmigo; yo no entendí, en ese momento, cuánta verdad había en la oración. “Muchas veces habrás soñado con nuestro umbral. Muchas noches habrás despertado con el amargo sabor de haber perdido una fortuna”, agregó.
Minutos después la había perdido para siempre, o al menos por otra eternidad. En algún otro lugar (en algún otro tiempo) ella me seguirá buscando.
Algunas navidades temo que me encuentre así, viejo y abandonado al recuerdo, y que ya no me reconozca. O quizás eso no sea más que la superstición de un hombre cansado.


martes, 3 de enero de 2017

Fumar

La habitación era estrecha, de maderas tersas y algo coloradas, balsámica, luminosa cuando se le abría de par en par la ventana. Algo tenía de reconfortante; pero también de ataúd. De noche, sobre todo si el clima era frío, inducían el sueño furtivos crujidos amables que dividían la madrugada en capítulos de beatitud.
A veces la extraño, sobre todo por la carga sentimental que me representaba ese ámbito construido con mis propias manos. Hasta el modo de dormir era distinto en aquella habitación, pero principalmente el modo de soñar, y es precisamente de esto de lo que quiero hablarles. En aquel entonces (lo recuerdo por el calor y por el perfume en el aire que anunciaba las vísperas de la navidad), durante días me asaltó el mismo sueño recurrente: un hombre que fumaba. El hombre, acodado en la ventana, perdida la mirada en el horizonte nocturno, baja la cabeza, atento el oído a mis intervenciones, fumaba; elegantemente fumaba unos largos cigarrillos de fuerte tabaco aromático. Nunca me respondía; en cambio, fumaba… Lo perturbador llegaba con la mañana, porque no lograba despertar sin el insistente olor a humo impregnado en las maderas y en las cortinas. Clara se quejaba, pero un día fue terminante: “o le decís que acá no se fuma, o me voy a dormir a lo de mamá”.
La mudanza de Clara fue breve y en primavera, de noche. Hordas de trémulos grillos nos aclimataron la despedida, también breve. “En cuanto logre razonar con el amigo, te llamo”, le dije, y segundos más tarde el taxi se alejaba por un triste punto de fuga que se abría entre los naranjos de la vereda y el final de la calle. La tos que me asaltó me impidió precisar si las lágrimas eran realmente por clara.
Esa noche traté de dormirme con la convicción de ser firme y terminante. No tardó en aparecer el amigo de las noches, con su traje satinado y sus ademanes de señor. Lo vi encender el cigarrillo, besarlo apenas con sus labios, sentir el cálido abrazo de la combustión en su pecho y exhalar plácidamente la tibia dulzura de la hoja quemada. Creo que por primera vez en tanto tiempo levantó la mirada y, por debajo del ala de su sombrero, por detrás de la nube grisácea, reconocí los ojos de mi abuelo. Nos miramos por un tiempo; el abuelo exhaló de nuevo, y me extendió un cigarro. En vano repetí que yo no fumaba, porque la mano seguía ahí, servicial (elijo esa versión, pero ahora, sin embargo, dudo si no fui yo el que en realidad le arrebató el paquete y le sacó uno del montoncito). La primera bocanada me pareció un infierno: el calor entre mis dedos, las lágrimas en los ojos y la tos me parecieron, en principio, desagradables. Pero, como era de esperarse, al poco tiempo ya fumábamos sincronizados como engranajes; él con firmeza, yo como si recuperara un hábito olvidado. Aun estando en un sueño recuerdo haber pensado en la imagen de grandes chimeneas nocturnas entibiando el mundo. Me desperté sintiendo el típico olor a humo, el recurrente sabor a tabaco en la boca, pero vestido de felicidad: por fin, después de tantos años, había recuperado la cara y el gesto grave de mi abuelo, que nos había abandonado en la navidad de un año ya perdido para siempre, entre el dolor disimulado con estoicismo y la vergüenza de sentirse postrado y débil; a fuerza de voluntades yo había sabido alejar esos últimos días de agonía de mi memoria (pero el esfuerzo era mayor cada vez que un árbol iluminado, un adorno colorido o el aroma de la vainilla del pan dulce amenazaban con anclarme al recuerdo final de quien había sido mi héroe).
“Creo que voy a poder resolverlo”, le dije a Clarita por teléfono y esa noche me acosté más temprano, tan ansioso por fumar junto a mi abuelo me encontraba. Tal como lo esperaba, apareció. Buscó en el paquete otro cigarrillo, pero su ceja enarcada me dijo que solo quedaba uno, que me apuré a encender yo. Mientras lo fumaba, noté que mi abuelo, acodado en el marco de la ventana, por fin hablaba:
–Fumar no hace nada bien; pero fumar dormido, y en una pieza como esta, menos.
–Yo ya no fumo, abuelo. Y creía que vos tampoco.
–Fumo ahora, para vaciarte los paquetes. Pero dejá de embromar de una vez, que Clara es más importante.
De repente lo perdí entre nubarrones grisáceos. Mi cuerpo se incendiaba por dentro, como si corriese a través de un túnel oscuro y crujiente que me asfixiaba; todo el ámbito era como un féretro sobre brasas… Recuerdo la carrera hasta la planta baja, el intento inútil por salvar unas cosas que Clara atesoraba en una cajita, el fuego masticando mi habitación y visto desde la calle. Creo que la última visión que tengo de la casa es la del árbol de navidad orquestando con indiferencia su trama de luces entre el humo espeso.
Fue uno de los bomberos el que me dijo, más tarde, que había encontrado la colilla del cigarro entre los restos de la cama. En nuestra nueva habitación (en la que entibiamos la cama hace ya casi un año) hemos estado bastante cómodos; como episodio aislado diré que solamente anoche, y después de tanto tiempo, nos despertó de súbito una incomodidad. Apagué, por las dudas, las luces del árbol; pero ese no era el problema. Juro que abrimos las ventanas y todo, pero de algún lado, tal vez de algún segmento vecino, insistía en filtrarse un débil hilo de invertebrado humo gris. Pero lo que nos llamó la atención fue el olor, sobre todo el olor; como de cenizas de tabaco.