lunes, 18 de diciembre de 2017

Las palomas de Curamalal

Hace un tiempo se me había ocurrido para un cuento la idea de que el sueño fuese como una jaula y que, como toda jaula, no fuese del todo infalible. Al final, como no encontré la manera de darle la forma que yo quería, no escribí nada; pero hace poco esa frustración me vino a la mente y tratando de adivinar de dónde había salido aquella idea pensé que a lo mejor venía de un miedo que durante mucho tiempo tuve de chico: de que las cosas y los personajes con los que soñaba pudiesen escaparse e invadir mi habitación. También me acordé de que de adolescente ese miedo se había ido convirtiendo, poco a poco, en una inquietud por conocer la mecánica de los sueños: leía bastante sobre parálisis del sueño (o catalepsia astral), sobre sueños proféticos, incluso sobre las manifestaciones físicas del pensamiento que algunos llaman “tulpas” y que se atribuyen a ciertos budistas de la india. Después, como suele ocurrirme con casi todo, esa inquietud desapareció y me interesé por otras cosas. Sin embargo ayer, y vaya uno a saber por qué, mientras esperaba el agua para el mate, de repente me acordé de dónde había salido todo aquel miedo, toda aquella inquietud de adolescente e incluso aquel deseo de escribir, muchos años más tarde, un cuento relacionado con el tema. La historia es de mi abuelo, porque fue muy amigo de uno de sus protagonistas:
Los que conocen algo acerca de la historia de la Primera Guerra recordarán al famoso “Batallón Perdido” de la 77ª división americana, que en 1918, en los bosques de Argonne, en Francia, quedó en medio de un fuego cruzado que arrasó con casi todos sus integrantes. En medio de semejante infierno, en el que se recibía el ataque de los alemanes y también el fuego amigo de los propios aliados que desconocían la ubicación del escuadrón, ya casi no había más esperanzas que morir. Entre algunos otros, a cargo de estos hombres estaba el Mayor Charles Whittlesey, que sabía que ya no había ni alimentos ni municiones, y que todos los sistemas de radio estaban inutilizados. Pasaron días en los que los superiores no encontraban el modo de dar aviso a su regimiento de que ese fuego debía cesar inmediatamente. Desmayado por el sueño y el cansancio, en medio de los silbidos de los proyectiles y del terror de las granadas, Whittlesey tuvo una visión, una especie de sueño en el que veía a una paloma en el cielo, volando en dirección a las trincheras. Despertó eufórico y se acordó de que al escuadrón todavía le quedaban dos de las palomas mensajeras que estaban entrenadas para llevar mensajes a la base.
En el sector del palomar, una cajita de madera con alambres todavía contenía a las dos únicas esperanzas. Whittlesey redactó nerviosamente el mensaje y lo alojó en el anillo de una de las patas. El animal intentó ganar altura entre la furia de los disparos alemanes que buscaban a la paloma, pero una de las balas le dio en el pecho, y cayó varios metros más adelante. Ahora solo quedaba una última esperanza; el Mayor repitió el procedimiento, soltando al ave unos metros más hacia el este. Si bien este segundo mensajero recorrió un trayecto mucho mayor, no pudo escapar a la cortina de disparos y cayó allá adelante, fuera del alcance de la vista, como un bulto inerte y liviano.
Whittlesey cayó de rodillas, confundido por la desesperación, cuando uno de sus hombres lo tomó de los hombros:
–Señor, hay un tercer mensajero. ¡Tenemos otra mensajera!
El Mayor lo apartó con fuerza y miró dentro de la caja. Efectivamente, inflando su pecho gris y con porte nervio estaba un tercer palomo que arrullaba su canto en medio del infierno, como si fuese ajeno a la situación o como si viviese en una realidad paralela. Whittlesey lo tomó entre sus manos, le sintió un latido que se confundía con el de su propio corazón, lo inspeccionó con curiosidad y, finalmente, colocó por tercera vez el mensaje en la pata. Luego besó la cabecita del palomo y, sin querer, lo bautizó en ese momento al susurrarle “querido amigo, sálvanos”. El ave trazó una línea zigzagueante entre los árboles, ensayó un vuelo vertical y luego se perdió en círculos por sobre el monte. En las trincheras, el silencio sonaba a segundero de reloj.
A la hora, el fuego cesaba y un grueso de tropas aliadas se acercaba a las trincheras para dar socorro a los menos de doscientos hombres que todavía resistían el ataque. Cher Ami, “querido amigo”, había cumplido con su misión. Ya en base, Whittlesey fue informado de las condiciones en las que había llegado el palomo: tenía una bala alojada en su pecho, había sido cegado de un ojo y la pata que llevaba el mensaje pendía tan solo de un tendón. Los veterinarios lo salvaron, pero no pudiendo hacer nada por su patita rota tuvieron que colocar en su lugar una de palo, tallada a medida para Cher Ami. Días más tarde, el ave sería enviada en barco a Estados Unidos para ser recibida con los honores correspondientes como héroe de guerra.
En diciembre de ese mismo año, Charles Whittlesey también volvió a su país promovido como teniente coronel y recibió, además, la medalla de honor por su valor en el frente. Quiso volver a su antigua profesión de abogado, pero no pasó un día sin que la prensa o alguna institución lo reclamaran para dar una entrevista o un discurso. Los meses lo fueron desgastando y a fines de 1921 tomó una decisión. Esto, detalles más, detalles menos, figura en muchos libros; lo que viene ahora, no lo van a encontrar en ningún otro lado, porque los que conocemos la verdadera historia somos un puñado.
Semanas antes de abordar el SS Toloa, de la United Fruit Company, con destino a la Habana, Whittlesey ya había trazado un plan para desaparecer por completo. Si leyeron algo sobre la vida del teniente, creerán erróneamente que desapareció la noche del 26 de noviembre de 1921 en lo que se cree fue un suicidio, luego de una cena con el capitán del barco, un señor noruego de apellido Dahl. Como nunca nadie volvió a verlo, se pensó que Whittlesey había saltado por la borda. De todos modos, nadie lo vio arrojarse y el cuerpo nunca fue encontrado, pero el teniente había tomado una serie de precauciones. Había dejado en testamento casi todos sus bienes a su madre y había entablado con el capitán del Toloa una estrecha amistad: con la repartición de bienes antes del viaje se aseguró de que la idea del suicidio tuviese más fuerza; con la amistad del capital Dahl se aseguró un escondite en su camarote personal hasta el desembarco en la segunda posta, una isla del atlántico desde la que seguiría viaje con otra identidad.
La idea del suicidio, podemos decirlo ahora, no le fue del todo ajena. Pero cuando las cosas se le habían puesto feas, algo lo hizo cambiar de opinión: una de esas noches tristes y vacías soñó, una vez más, con una paloma. A la mañana siguiente, mientras lidiaba con una terrible resaca de licor, sintió el aleteo de un ave acorralada entre los espacios de su cuarto. Sobre la cómoda, agitada por los golpes y por el miedo, estaba una paloma gris… Whittlesey se tambaleó hasta la ventana, la abrió de par en par, y esperó a que el animal se fuera por sus medios. No le hizo mucho caso al asunto, pero durante toda la tarde pensó en Cher Ami, en la batalla en Argonne, y algo cambió en su mente para siempre. Esa misma semana tuvo la idea de escaparse de su vida actual y de volver a una de sus antiguas aficiones.
A partir de entonces, el teniente coronel Charles Whittlesey sería conocido como Lorenzo Bianco. En la primavera del año siguiente a su muerte hipotética, con los primeros calores de la pampa, luego de una larga travesía y cargando apenas una valija chica, Bianco descendía en la estación de trenes de la ciudad de Azul.
Caminó por la vieja calle San Martín en dirección al municipio y se hospedó en una casa que alquilaba habitaciones por día (además del francés, el teniente también hablaba un correcto español). En la oficina de correo pidió referencias y varios empleados mencionaron a un tal Piazza, uno de los hermanos industriales que por ese entonces tenían a su cargo la curtiembre y algunas de las principales fábricas de la ciudad. Al día siguiente, Bianco se entrevistaba con Félix Piazza en una de las oficinas de la cervecería de su propiedad y así, quizás, empezó una de las amistades más nobles que supo forjar el industrial cervecero.

Bianco había pedido referencias sobre parajes cercanos. Al parecer estaba dispuesto a construir o a comprar una casa chica en algún lugar de la provincia; y así pasó que un día uno de los hermanos de Félix tenía que hacer un recorrido para el lado de Coronel Suárez y Bianco se ofreció a acompañarlo, con la esperanza de conocer un poco más. No sabemos bien cuál fue el motivo principal, pero después de ese viaje Lorenzo Bianco ya había decidido instalarse en un pueblito conocido como Curamalal, que viene a quedar a poco más de doscientos kilómetros de Azul. Al parecer, lo habían tentado las pocas manzanas y las pocas edificaciones, la cercanía de los montes y, sobre todo, el gorjeo de las palomas, pacífico sonido que salpica el campo y que tan bien armoniza con la siesta.
Para el año siguiente, Lorenzo era propietario de una casita, un tanque de agua con un molino y un galpón casi tan grande como el que en ese momento estaba destinado a la estación de ferrocarril. En ese mismo galpón terminaría de darle forma a la afición que años atrás lo había destacado en la división de mensajería del ejército y que además le había dado cierto renombre entre los colombófilos del cuartel: la cría de palomas mensajeras. En aquella época, las palomas eran populares entre los batallones, porque allí donde fallaban los equipos de radio se hacía necesario ese misterioso don que hace a las palomas encontrar el camino de regreso a casa. Y a Bianco, por otro lado, siempre le habían fascinado las palomas: en su casa paterna, cuando él era muy chico, su padre supo tener una pareja de mensajeras que cada tanto participaba en alguna competencia. Lo cierto es que ahora tendría la tranquilidad y el lugar necesarios para ocuparse de lo que le daría felicidad e incluso (pero esto es una conjetura mía) para entender un misterioso fenómeno que a lo largo de su vida, al menos un par de veces, se había repetido de manera inquietante.
Ahora volvamos a Lorenzo y a Curamalal. En aquella época, en el pueblo había más gente y más actividad que ahora, porque el tren le daba un poco de vida. La oficina de Ferrocarril del Sud, que constaba de dos grandes galpones y de una torre con un tanque de agua, era uno de los edificios principales junto a una escuelita y una capilla. Lo demás eran grandes hectáreas de nada, casitas separadas por varias cuadras que probablemente ya no sean más que taperas. El encanto de la zona, si tuviésemos que anotar alguno, era la gran paz que daban sus montes, la sombra siempre fresca allí donde había eucaliptos y los sonidos de la llanura, que dan la rara ilusión de que la pampa fuese más chica, más accesible, y no ese desierto disfrazado de verde en el que uno puede asfixiarse de infinito: el canto de pájaros siempre invisibles, el acorde de los pastos cuando son pulsados por el pulgar del viento, el sonajero de las ramas altas y el misterioso arrullo de las torcazas que equilibra la tropilla de sonidos y envuelve a toda la llanura en un clima de ebria ensoñación. Sin embargo, si uno visita esos lugares hoy en día, solo encontrará abandono y una sensación de dulce y esperada melancolía: las ruinas siempre dicen más, porque son innumerables futuros posibles a los que no se les dio la oportunidad; y nuestra pampa sobre todo, destinada a la inmensidad, pudo haber sido todo menos un lugar destinado al olvido.
Los días pasaban lentos y agradables. Lorenzo tenía todo lo que necesitaba un hombre solo: techo y tierra fértil. Había aprendido los ciclos de siembra y hasta tenía un par de animales (gallinas y algunas ovejas). Sin embargo, su tesoro era el gran galpón que había destinado a sus palomas. Con gran habilidad había fabricado en madera unas cuadriculas que, contra las paredes de ladrillo rojo, hacían de casitas de cada una de sus mensajeras. Cada animal tenía destinado un espacio de veinte por veinte, y en los meses de frío todos eran pasados a unos jaulones en el fondo del galpón, en los que había colocadas unas potentes lámparas que pendían de largos cables.
Empezó con pocas. Una parejita de buchonas. Pero al año ya tenía unas doscientas palomas, a las que él mismo les fabricaba los anillos, limpiaba las alas y soltaba cada tanto para que volviesen al palomar. No es que estuviera particularmente interesado en el deporte ni en las competencias: a Bianco, que era ahora un tipo simple y sin obligaciones, lo hacía feliz tener palomas.
Muchas veces fue a Azul a visitar a Félix Piazza. Casi siempre se quedaba a pasar el fin de semana. Piazza tenía mucho aprecio por Bianco, y en su casa siempre le estaba preparada la habitación de huéspedes. Cuando llegaba a Azul en el tren, lo hacía con una cajita en la que llevaba un par de palomas elegidas al azar. Desde el patio de la casa de Félix, las soltaba y las veía perderse en el cielo, como desorientadas; pero cuando volvía a Curamalal, ahí lo estaban esperando, paradas sobre alguna cumbrera del galpón o en la cola del molino. Bianco no era de hablar mucho, la costumbre militar de ser preciso a lo mejor le había restado palabras, y cada vez que Piazza (que era un italiano de conversación animada) le preguntaba de dónde sacaba las palomas, Bianco solamente respondía que él nunca había comprado una sola paloma. Nunca supimos si lo decía como en broma o si lo decía porque el respeto que le inspiraban las palomas lo obligaba a descartar la posibilidad de entreverarlas con una operación comercial. Según mi abuelo, que fue muy amigo de Piazza, al industrial lo intrigaba profundamente esa fascinación de Bianco por las mensajeras. Y un día de invierno, en el que el mate tibio enfatizaba la soledad de la ciudad, Piazza juntó valor y le preguntó a Bianco sobre las palomas. Entonces Bianco contó. Pero no contó solamente sobre sus palomas, habló de todo: de su adolescencia, de su pasado militar, de su decisión repentina de cambiar de vida, de Cher Ami y de todo lo que vivió entre la noche del embarco y la llegada a Azul. A Piazza le costó asimilar toda la historia, pero de alguna manera después de aquella tarde se volvieron más unidos. Algunas veces Bianco le dejaba una paloma que Piazza devolvía días más tarde con un mensajito en su pata, generalmente un saludo o alguna broma. A esa costumbre la mantuvieron durante años, al menos hasta que la salud de Bianco empeoró.
Habían pasado más de quince años, y Lorenzo se hacía cada vez menos frecuente en Azul. A Piazza le costaba hacerse un espacio para dejar sus obligaciones y visitar Curamalal, entonces lo enviaba a mi abuelo para que se asegurara de que a Bianco no le hiciera falta nada. Cada dos semanas, a veces cada viernes, mi abuelo llegaba hasta su casa con algunos alimentos, bebidas o productos de la fábrica, que Piazza enviaba como regalo. En una de las visitas, mi abuelo encontró a Bianco recostado sobre el piso de la cocina: había sufrido un ataque al corazón que, aunque leve, fue el anuncio de que el hombre necesitaba otra compañía más allá de sus palomas mensajeras.
Costó convencerlo de abandonar Curamalal, pero Piazza tenía la virtud de la palabra y no dejaba propósito sin cumplir. Al año siguiente, Bianco era parte de la casa que Félix Piazza había construido sobre la actual calle Uriburu, una mansión de principios de siglo que había sido especialmente refaccionada a gusto del industrial. En ella, Bianco tuvo su habitación y su cocina, y hasta un patiecito colmado de plantas para que pasara las tardes de manera tranquila. La casa de Curamalal no fue vendida ni rematada, simplemente se mantuvo cerrada. El mantenimiento corría por cuenta de Félix. El galpón de las mensajeras, una vez vacío, se cerró con candado y no se volvió a abrir hasta la tarde que será el centro de este relato. Las palomas, por otro lado, habían sido vendidas o regaladas. No fue fácil deshacerse de semejante cantidad, sobre todo porque parecían multiplicarse cada vez más cada semana. Según mi abuelo, era como si por la noche alguien volviera a llenar los casilleros con palomas nuevas. Y no era que las viejas palomas regresaran, porque sus dueños actuales aseguraban que jamás habían sido soltadas, era más bien como si aparecieran de la nada. 
Cuando ya se hizo imposible seguir viajando a Curamalal, porque la familia de los Piazza también tenía sus problemas y sus asuntos, decidieron dejar las pocas palomas que quedaban a su suerte, y durante unos cinco años ya nadie más volvió a abrir el galpón. Si bien el encierro no era total (Bianco había construido entradas en el techo, para que las palomas que regresaban de sus vuelos tuviesen siempre refugio), ahora dependían de su propio instinto de supervivencia. A Bianco no fue necesario mentirle, porque a esas alturas ya casi no hablaba con nadie, y apenas reconocía a la gente nueva. No era un hombre viejo, pero pasaba casi todo el día dormitando en el patio, con una frazada que apenas le cubría las piernas.
Dice mi abuelo que un día, en los años anteriores a la Segunda Guerra, unos alemanes se habían instalado en las cercanías del arroyo Curamalal, y que nunca nadie supo bien para qué. Nuestra imaginación conjeturaba ideas de todo tipo, pero la más recurrente era la propuesta por un tal Maschmeier, alemán al que Piazza había comprado la cervecería cuando estuvo a punto de quebrar y que se había quedado a vivir de todos modos en Azul. Según Maschmeier, que tenía contacto regular con uno de sus hijos en Berlín, los soldados del régimen nazi estaban interesados en la comunicación por palomas mensajeras. Con los años supimos que, efectivamente, muchas palomas fueron utilizadas en el frente, pero nunca pudimos corroborar que aquellos alemanes del arroyo estuvieran siguiendo el rastro de Bianco y su palomar. Sin embargo, y por precaución, mi abuelo y Félix, que eran los únicos que ahora conocían la historia del teniente, hicieron el pacto de no hablar sobre el tema hasta que la cosa estuviese más tranquila, y es por eso que hoy en día son poquitos los que saben de las palomas de Curamalal.
En el año 50 mi abuelo hizo una visita a la vieja estancia, para ver en qué estado estaba todo. La casa estaba igual, lo mismo el molino y el galpón. Por curiosidad, mi abuelo volvió a abrir el portón para ver el interior: estaba vacío. Es claro, la necesidad de alimentos y el acostumbramiento a la vida silvestre habrían llevado a las palomas por otros rumbos. Esa visita fue la última de esa década… Y en el 61, el año en que Bianco cumplía 77 años, algo pasó; algo que llevó a mi abuelo una vez más a visitar Curamalal. Lo que nos contó un día, a papá y mí, fue lo que sigue:

Estábamos en la casa de Piazza, porque todos los viernes después de la fábrica nos reuníamos ahí con un grupo de gente amiga. Félix, claro, ya había fallecido, pero los hijos y un par de sobrinos hacían una comida para los que habíamos estado siempre en la empresa; y ahí pasábamos la noche hablando, repitiendo anécdotas, escuchando la guitarra de algún cantor. A Bianco lo dejaban en su habitación, porque cuando había gente no le gustaba hacerse ver, y hasta creo que pocos de los que iban a la cena conocían la existencia del viejo. A pedido de Félix, hombre al que lo describía una eterna bondad, el viejo tendría un lugar en la casa hasta que el destino le dictara otros rumbos. Esa noche, después de haber comido, me acerqué hasta el cuarto de Bianco para llevarle un poco de carne y un vaso de vino, pero antes de llegar escuché unos golpes suaves. Dejé la bandejita en una banqueta y corrí para ver qué pasaba. Como el viejo no atendía a mi llamado y como los golpes en el interior no paraban, abrí. Ni bien entorné la puerta, escuché un aleteo violento; cuando abrí más la puerta, me asustaron un par de palomas que salieron atropelladas, volando por encima de mi cabeza. Adentro estaba Bianco, recostado en la cama como si nada, apenas despertando de un sueño ligero. Me miró como no entendiendo, y cuando me reconoció me preguntó si pasaba algo. Le expliqué que unas palomas se le habían metido en la pieza, pero no reaccionó como esperé… Se rascó la cabeza, se sentó en la cama, y me dijo “te tengo que pedir un favor”. Y así fue que a la semana siguiente, creo que fue un domingo por la tarde, yo estaba manejando desde Azul a Curamalal con Lorenzo Bianco de acompañante. Vaya uno a saber por qué, el viejo había querido volver, una vez más y de repente, a su casa de antes; y le dimos el gusto.
El camino estaba un poco descuidado desde mi última visita, casi diez años atrás. El pastizal era altísimo, y de la casa apenas se veía una mitad, como si flotara en un mar de cardos y pajonales. El molino se erguía como señalando la ubicación, y el galpón se dejaba estar, soberbio y oxidado. Paré el motor justo en frente del portón, y antes de bajar Bianco me apretó el brazo. “Pará”, me dijo. “Félix te habrá contado de Cher Ami, ¿no?”. Yo asentí, asombrado de escucharlo al viejo articular una frase tan larga y con semejante lucidez. En la casa apenas hablaba, y creíamos que era una facultad que había perdido o que él mismo se había negado. “A Cher Ami la devolvieron en barco a América, pero no llegó nunca. Lo que llegó fue una paloma que hicieron pasar por Cher Ami. Los taxidermistas se asombraron de que fuera hembra, porque al original lo habían anotado como palomo. Era un palomo, claro… Pero a Cher Ami nunca lo encontraron en la jaula en la que viajaba, y el capitán mandó a reemplazarlo por otra paloma, porque la prensa ya esperaba ansiosa al héroe de guerra. Y de Cher Ami… no sé, nunca se supo nada. Te cuento esto para que no te asustes. En casa de Félix tuve un tiempo muy tranquilo, pero hace unos meses empezaron otra vez esos sueños con palomas, no me las puedo sacar de la cabeza, ¿sabés? Y yo siempre me acuerdo de Cher Ami, y de las palomas que me acompañaron acá mismo (señaló al galpón)”. “Bueno, Lorenzo, tranquilo”, le dije. “Pará, pibe”, me dijo él, “no te apurés. Este lugar es muy especial, es, en todo el mundo, mi única casa, el único lugar que sentí como una casa. Mis palomas sentían lo mismo, esta es la casa a la que se vuelve después de mucho y mucho andar. Por eso te pedí de venir”. 
Cuando terminó, abrí la puerta del auto y caminé al galpón. El viejo se quedó sentado, mirando desde el asiento con una sonrisa. El candado estaba intacto, y cuando giré la llave sonó con un golpe metálico y seco. Me lo puse en el bolsillo, y cuando empecé a correr las cadenas el corazón se me aceleró: ¿alguna vez sintieron ese latido de pánico que trasmite un canario, por ejemplo, cuando uno se para cerca de la jaula? Algo así sentí, una palpitación ajena y multiplicada miles de veces. Miré al viejo, que me espiaba agachando la cabeza, con los ojos llenos de ansiedad. Saqué las cadenas; cuando cayeron al piso fue como si hubiesen agitado algo en el espíritu tranquilo de Curamalal. Abrí de par en par el portón. Salieron, pidiendo cielo, como en un torrente de plumas y arrullos que me tiró al suelo. Por encima de mi cabeza vi un mar de palomas, libres y salvajes, oscureciendo el monte. Adentro todavía quedaban otras cientos, en sus cajitas, inflando el pecho en potentes sonidos altaneros. Volví la cabeza hacia el auto y vi que de pie estaba Lorenzo Bianco, con los brazos abiertos mirando el cielo, colmado, sintiendo la brisa de los aleteos en la cara y el canto de sus palomas como una música recuperada después de mucho tiempo.
No pude sacarle explicaciones ni tampoco convencerlo de volver. Con gente amiga le acomodamos la casa, y lo instalamos con la compañía de una enfermera hasta el verano del 65, en el que murió a los ochenta y un años. Antes de que se vendiera todo, fui a mirar una vez más la casa y el galpón del teniente coronel Charles Whittlesey. No volví a ver ni una sola paloma.




lunes, 30 de octubre de 2017

Una geografía prestada


Para los que conocen mi ciudad escribo con un poco de complicidad que los últimos diez años no fueron nada fáciles; para los que no, sabrán por las noticias que ya no hubo ni habrá, en toda la región pampeana, veranos como los de antes.
Tanto hablar de la capa de ozono, tanto decir que esas cosas no pasan y que los científicos, tentados por quién sabe qué engaño comercial, exageraban en sus argumentos para asustar a la gente y, finalmente, resultó que tenían razón nomás… Aquel año en Azul nevó, después de casi dos décadas, durante todo un mes. Después de eso, ya nunca más se volvió al clima habitual de la pampa. Muchas personas mayores no soportaron el cambio, se perdieron cosechas, culpamos a los intendentes y, al final, pasó lo que era de esperarse en un pueblo que ya está cansado de las promesas: nos acostumbramos al frío y a sus consecuencias. Entre otras cosas, esta novedad también dio lugar a emprendimientos raros.
Yo hacía un tiempo había vendido el auto para comprar una camioneta, porque por aquellos años viajaba con regularidad al campo y ya me había cansado de quedarme a mitad de camino cada vez que llovía. Mis clientes, que son generosos hasta el momento en que se les pide un favor, no se mostraban ni serviciales ni flexibles cada vez que llegaba tarde o directamente no llegaba. El día que estoy recordando para este relato me había tocado visitar a los Araya, un matrimonio de ancianos que criaba animales en un campo que estaba para el lado de la capital, desviándose unos pocos kilómetros hacia la derecha de la ruta 3, por un caminito bastante desparejo. Ese camino tenía una ventaja, y era que la tosca del terreno no hacía barro; tenía, por otro lado, una desventaja: si no se iba atento, la nieve podía quitarle a uno el volante de las manos y se podía terminar en la zanja lateral. No soy asustadizo de esas cosas, sobre todo cuando al volante voy yo, pero a este camino le tenía respeto, que es una manera de decir que le tenía desconfianza.
Estaba citado al mediodía para chequear el estado de unos terneros y llevar un plan de dieta para los chanchos, que habían dejado de engordar. Además, el señor Araya me había explicado por teléfono que quería probar unos nuevos anticuerpos que él mismo elaboraba en una especie de farmacia que tenía en un galpón, por lo que me pedía el favor de llevarle unos sueros extra.
No me costó trabajo llegar al campito, porque en primavera, a esas horas de la mañana, el camino ya se descongelaba y se podía transitar con seguridad, al menos hasta que se hiciera un poco de barro. Al pasar la tranquera, otro camino más angosto y con piedritas llevaba hasta la casa.
Me acerqué golpeando las manos, al tiempo que dos perros se me acercaban para curiosear. En una mesita de madera vieja había un tacho con agua clara, una hoja de cuchillo sin cabo y una piedra para asentar. La transparencia del agua o el frío visual del acero dulce me deben haber dado sed, y para mitigarla hundí los dedos en el tachito helado. Enseguida se asomó el dueño de casa, con un mate galleta en la mano. Me sequé los dedos en el pantalón antes de darle la mano y enseguida pasamos a la cocina.
El vuelo de los moscardones amenizaba el silencio de la cebadura. Sobre la mesa había desparramadas jeringas de plástico, dos vasitos de vidrio, revistas con fotos de la Antártida, un reloj pulsera. En el primer beso al mate sentí de repente el intenso y áspero sabor verdoso que da la hoja de yerba húmeda, pero también el olor del césped que crecía allá afuera y otro más penetrante que en ese momento no pude identificar.
Araya caminó hasta la mesa, pava en mano, y ocupó la silla del frente. Barriendo con el antebrazo los objetos que le estorbaban hizo un espacio para la pava. Hablamos poco, de temas arbitrarios. Mi cliente parecía no inmutarse ni por los largos silencios ni por mis intentos de apurar la visita a los animales. El tiempo se dilató hasta que tomé la iniciativa y me puse de pie. El patrón apuró el mate, haciéndolo carraspear un par de veces, y juntos salimos al campo.
A esas horas el sol entibiaba los hombros pero, al mismo tiempo, una leve corriente de aire fresco hacía cabecear las varas de cardo y destemplaba el encordado de los alambres. Creo que bromeamos con eso, recordando el calor de otras épocas a esa altura del año. Caminamos entre corrales, abrimos y cerramos tranqueras, pisamos varias veces las verdes sombras de los eucaliptos y por último salimos a un descampado en el que los animales se desparramaban en rutinarios ejercicios de pastura lenta. Me sorprendió que varias de las vacas tuvieran el cuero lastimado y que una humedad de sangre les aplastara el pelaje en los costados. Pregunté a Araya si los animales se rascaban por algún motivo en las púas de los alambrados, pero esquivó la pregunta y siguió caminando. Cuando pasamos por uno de los corrales en donde una docena de chanchos rezongaba con vigor, vi que uno de ellos estaba tirado de lado. El animal estaba muerto, con el cuerpo lastimado como si le hubieran hundido varias veces en el lomo la punta de una lanza. Araya me miró, negó con la cabeza, y me indicó con la mano que siguiera andando.
Cuando llegamos al galpón, el aire del campo que se arremolinaba en su interior devolvía un aroma medicinal. Sobre un banco de madera, decenas de frasquitos y cajas con remedios se amontonaban sobre papeles de diario y latas sin etiqueta. De uno de los bordes de la mesa goteaba un líquido espeso, del color del ámbar, que se arrastraba hasta el piso en una lenta y eterna carrera. Le pedí que me contara sobre ese nuevo suero con el que estaba inyectando a varios de sus animales, y después de mirarme por un momento (creo que estaba decidiendo, íntimamente, si yo merecía o no su confianza) empezó:
–Bueno, usted sabe que con el clima frío muchos de los animales no rinden lo que antes. Yo creo que lo que perjudica a los criadores son los anticuerpos, que en algún momento ceden. Pero, bueno, es claro que no están hechos para semejantes heladas: el invierno pasado se me murieron más de cincuenta animales. Y me acordé de que, cuando trabajaba en el laboratorio, el doctor que me enseñó a vacunar y desparasitar siempre decía que el día que el hombre de campo encontrase la manera de mantener los anticuerpos en guardia, reforzando proteínas, no iba a haber motivos para preocuparse. Pasaron, qué sé yo, unos quince años… probé todo tipo de combinaciones de sueros y vitaminas, pensé que adaptar animales a un entorno nuevo quizás no era una guerra perdida, y nada; algo debía estar haciendo mal. Así que no me desanimé, pero, como no le encontraba la vuelta, ya estaba perdiendo interés. Y una tarde mientras leía la biografía de un prócer nuestro tuve la idea; la verdad es que me entusiasmé, pensé en invertir una plata que tenía ahorrada y todo… Además, se dio que tenía acá atrás -señaló con el pulgar y por sobre el hombro hacia el lado del arroyo- unas hectáreas libres que no sabía si vender o arrendar, y las usé para armar una especie de reserva. Están medio escondidas; ahí hago los ensayos. Pero, bueno, por ahora no me haga hablar de más.

En ese momento los dos nos volvimos hacia la entrada, porque el portón de chapa se había cerrado en un frenético movimiento que nos dejó a oscuras. Al salir, vimos lo que no podíamos haber imaginado minutos antes: la tormenta. El cielo, surcado por el vuelo nervioso de pájaros en alarma, parecía haberse arremolinado sobre nosotros en una plomiza acuarela cargada de agua. Los primeros rayos sablearon el aire y tuvimos que correr hasta la casa mientras la lluvia se descargaba, pesada, sobre el campo.
Desde adentro, apenas se podía mirar por las ventanas. Agua y aire se equilibraban en una sofocante paz que apenas se interrumpía, cada tanto, con el grito de algún trueno que rajaba el aire. No pudiendo hacer otra cosa más que esperar, empezamos una ronda de mate.
Con la humedad que cargaba la atmósfera de la cocina, aquel olor que había sentido antes volvió con mayor énfasis. Con disimulo miré alrededor, pero lo único raro eran unas cajas apiladas al final del corredor que conectaba la cocina con las habitaciones y el comedor. Una de esas cajas tenía el rótulo del laboratorio SurAzul, entonces pregunté al dueño si había encargado sueros ahí también. Me dijo que no, que de esos laboratorios, que operaban mayormente en la Patagonia, solo había recibido unos envases y folletos. Enseguida cambió el tema.
Me asomé por la ventana y vi que el agua ahora formaba grandes pantanos. La esposa de Araya, que hasta entonces solamente se había preocupado por recargar la pava y mantenerla en servicio, dijo que cuando llovía así había para rato y que lo mejor era quedarse a almorzar. Acepté, y al rato la señora ya se empeñaba en un trajín de cacerolas y viajes a la heladera. Para hablar de algo, pregunté sobre los chanchos, de los que no había podido preguntar antes. Le dije que ya les había preparado una dieta nueva, que había dejado en la camioneta, y me preocupé por aquel que habíamos visto lastimado y muerto. Como no pudo escapar a la pregunta, Araya dijo que desde hacía un tiempo los animales se peleaban, se atacaban y se lastimaban entre ellos, pero que eso no era algo anormal. Yo me acordé de que el lomo del que habíamos visto parecía haber sido picado por algo, pero no quise incomodar con mi insistencia. Araya, enseguida, cambió de tema y me llevó hasta la pila de cajas en el corredor, mostrándome una de las etiquetas y diciendo que con esa droga que había comprado estaba seguro de generar un cambio positivo en la anatomía de los animales en los que trabajaba. Después, me llevó a recorrer la casa.
El corredor central que unía la cocina con el comedor era largo y muy frío. A cada lado de las paredes había cuadros con dibujos de animales y varias puertas que daban a distintas dependencias. Dos de ellas, hacia la derecha, daban a las dos habitaciones centrales. Otra, del lado izquierdo, daba acceso a un hall muy grande, con ventanas amplias que mostraban el campo y con una mesa de hierro y sillones bajos en su centro. Cuando me asomé a este cuarto, que estaba revestido de baldosas coloradas, vi que una de las paredes tenía un portón de madera muy similar a esas puertas de las heladeras que se ven en las cantinas y, en el piso, dos cajas de ventilación como las que usan los acondicionadores de aire. “¿Y eso?”, pregunté. Araya siguió caminando, y dijo muy vagamente que no era nada: “un frigorífico casero”, explicó con una risa. Yo creí que, en ese cuarto, aquel olor era más intenso que en el resto de la casa. El comedor central era una estancia muy refinada, con una mesa de roble muy amplia, con arreglos de flores, con más cuadros y con una estufa a leña que, por el estado general, parecía no haber sido usada ni durante el invierno pasado, ni nunca.
Cuando volvimos a la cocina, una enorme olla plateada vaporizaba el ambiente con un delicioso olor a carnes y a verduras. El agua hervía, en gárgaras de caldo, trozos de pollo mientras la señora, de tanto en tanto, molestaba aquel proceso con un largo cucharón de madera. En otra ollita más chica, unos trocitos de carne blanca, tal vez de cerdo, susurraban sibilantes en un proceso de cocción lenta. No pude evitar un comentario que elogió a la señora. De un mueble colgado en la pared, el dueño sacó una botella de vino que trajo a la mesa junto con un queso y una bolsa de galletas. Afuera, la lluvia se violentaba contra el techo y contra el campo con más fuerza que antes. Pensé en el barro que se estaría formando afuera y apenas me preocupé por el regreso, porque la verdad es que el hambre que fomentaba aquel aroma a cocina de campo me distrajo de cualquier otra inquietud.
Comimos en medio de una charla que fue torpe al principio y animada después. El vino le dio sal a la conversación y en su botella empañada por el vapor de la olla encontramos el primer tema:
–No es uno de los mejores vinos, pero acompaña bien el sabor de la carne y del pan, que no es poco -dijo, mientras sostenía el vasito turbio con la yema de los dedos.
Yo le di la razón: dije que la cabernet era mi uva preferida, y que el sabor de esa cosecha en particular se había favorecido con el nuevo clima frío. Enseguida cambiamos el tema y, no me acuerdo cómo, volvimos a hablar de la cría de animales.
Yo había llevado una caja con sueros que Araya pagaba sin protestar, pero de todos modos me daba curiosidad su proyecto.
–Primero pensé en las ventajas de adaptar a los animales al frío -empezó-. Pero después me entusiasmé con otra idea. Ojo, todavía no quiero dar detalles… No se ofenda, pero hasta no estar seguro no quiero andar diciendo una cosa por otra. Basta con saber que a esos sueros, ahora, les voy a dar otro uso. El uso contrario al que le iba a dar en un principio. Así de simple: otro uso, en otros animales -la mujer, en ese momento, lo miró como recriminándole un exceso de información. A lo mejor el vino lo había entusiasmado como para soltar la lengua; a lo mejor la vanidad estaba venciendo a la voluntad de guardar un secreto-. En definitiva, a la larga los animales, lo mismo que uno, se acostumbran a todo. El desafío de un criador, me parece a mí, está en aprovechar las circunstancias para ser pionero en otro tipo de negocio. En fin… -dijo mientras se echaba para atrás en la silla y cruzaba las manos sobre la barriga.
La señora enseguida me sirvió más vino y se levantó para juntar los platos. Ahora la luz era más escasa y apenas se filtraba por las ventanas. La cortina de agua que se dejaba caer allá afuera era constante y pesada y adormecedora.
Después del almuerzo fuimos con Araya al comedor central. Pasaron horas mientras fumábamos mirando la lluvia y ahora la tarde había madurado en la víspera de una noche húmeda y difícil. Aquel olor penetrante se había vuelto a colar por los corredores.
En un momento en que la puerta se entreabrió, empujada por alguna brisa perdida, vi que la señora iba de la cocina al cuarto de baldosas coloradas con un balde en la mano y unas gruesas botas de goma. Ese desfile se habrá repetido unas tres veces; cuando me acomodé para mirar mejor por el espacio que se dibujaba entre el marco y la puerta, me sobresaltó el timbre de un teléfono.
Araya atendió y habló en voz baja, tratando de no revelar demasiado. Parecía seriamente preocupado y para que pudiera hablar con mayor intimidad me alejé un poco, fingiendo mirar uno de los cuadros cerca de la estufa. Traté, sin embargo, de escuchar la conversación con gran empeño. Cada tanto me llegaban ráfagas de frases y sílabas desconectadas que trataba de entender: “el jueves”, “no se adaptan, los paso y se mueren”, “cancelo la próxima entrega hasta ver qué pasa”, “¿los pone violentos?”, “un platal”, “poco espacio”, “yo tampoco sabía, me hicieron un pozo”, “se escaparon cuatro”… Cuando cortó la comunicación, esperé a ver si a lo mejor me comentaba el motivo de su preocupación; eso no pasó.
El destino siempre nos tiene una sorpresa: yo, que pensaba resolver todo el asunto en un par de horas, me veía de repente varado en una casa ajena y en medio de un pantanal. Y lo cierto era que a pesar de la buena predisposición de aquella gente, que me aconsejaba no salir, algo había en el ambiente que me daba escalofríos, como si por los estrechos corredores de aquella casona acechara un aire ártico que oprimía el pecho. Me sentí angustiado de repente, y con ansiedad extrañé mi sillón, mi pipa, la compañía de mi gato… Pero tratando de tomar la situación con madurez (es decir, con resignación) me dije que nada se podía hacer sino esperar: si salía, lo más probable era que terminara al costado del camino, porque la lluvia era violenta y los caminos inciertos, y porque siempre creí que a un episodio de mala suerte es muy probable que le sigan otros.
Ya casi no había luz en el ambiente, y los dueños de la casa prendieron unas lamparitas que se alimentaban de un generador a nafta. La luz resultante era pálida, insuficiente y pintaba los rostros con un apagado amarillo febril.
Por tercera vez, mateamos. El sonido de la lluvia ensordecía y apagaba el del motor del generador eléctrico, y el viento ahora castigaba las paredes desde el lado del arroyo.
Las horas pasaban lentas y el agua no daba tregua. Para la cena, la señora preparó una ensalada que mezcló (creo) con carne de pollo. Después de unos vasos de vino nos dio sueño, y Araya me mostró la que sería mi habitación.
Una vez solo, me dediqué a recorrer el espacio: era chico, pero con el techo muy alto. En los rincones se había acumulado algo de humedad y el piso de mosaicos enfriaba el ambiente (no sé por qué, pero el frío del piso me recordó aquel tachito de agua helada en el que antes había hundido los dedos y volví a sentir sed; sed que aguanté para evitar un posterior viaje al baño). Restando esos pormenores, el lugar era bastante agradable: la cama era alta y muy cómoda, un mueble de pino ofrecía un amplio espejo ovalado, una estantería sostenía una pila de libros, y de una de las paredes colgaba una lámina con un paisaje florido. La puerta vidriada mantenía la intimidad gracias a dos cortinitas que caían acartonadas a cada lado del picaporte. Elegí de entre la pila un libro al azar y me lo llevé a la cama. La luz del velador apenas suficiente y la música de la lluvia castigando la casa me vencieron en un plácido sueño profundo que me hizo soltar libro y voluntad.
Por un par de horas dormí así, a medio vestir, hasta que un impulso inconciente me hizo apagar la luz del velador. De repente (¿a los minutos? ¿A las horas?), algo me despertó.
No podría explicar bien qué tipo de sensación me puso en alerta, pero juro haber tenido la impresión de que algo o alguien empujaba la puerta de mi habitación, y que esta cedía en un rechinante gesto de terrorífica cortesía. Por un momento vacilé, creyendo que a lo mejor alguien de la casa se había acercado para ver si necesitaba algo y que al verme dormido se había vuelto a su cuarto. Caminé hasta la puerta y, sin soltar el picaporte, miré a los lados del corredor oscuro. Nada. Volví a la cama y me quedé dormido.
El segundo desvelo fue más violento. Sentí (y esto ya pasaba de ser una mera impresión) un fuerte dolor punzante en el pie. Algo filoso y firme me había picado, o mordido. Si bien es cierto que salí del sueño en un frenético instante de desconcierto, puedo jurar que vi una silueta abandonando la habitación; una silueta baja, como de un nene gordo y torpe que escapaba de manera ridícula a los tumbos. Recuerdo, además, un chapoteo como de pies descalzos y una respiración agitada que le dieron al cuadro una retórica repugnante. Encendí el foquito enclenque y me saqué la media: arroyos de sangre bajaban por el empeine y un dolor agudo me palpitaba en los dedos. Salí a tientas por el corredor, tratando de llegar al baño. Ahí me lavé y me tranquilicé un poco. Tomé bastante agua y, al volver, pasé de largo por mi cuarto y salí al comedor central, que a esas horas parecía más frío y más triste. Un rectángulo de claridad se alargaba desde las ventanas hasta la puerta, recortando la pinotea del piso en un triste claroscuro. Tuve la fantasía de irme así, sin avisar; pero la lluvia, que ahora era mansa, todavía no cesaba y se deshilachaba sin prisa sobre el verde anochecido del campo.
Pensé en hacer tiempo, desvelado, hasta que clareara, pero no sabía qué lugar de la casa sería el más seguro: si alguien que yo no había visto durante el día se escondía por ahí, podría volver y asustarme; si los dueños se despertaban, tener que explicar mi estancia en el comedor a esas horas hubiera sido embarazoso; por otro lado, si lo que me había lastimado era un animal, era preferible quedarme en el cuarto. Mientras volvía a la habitación con aquella débil claridad a mis espaldas, tratando de memorizar el camino oscuro que tenía por delante, sentí que con mi pierna rozaba algo que sobresalía de un aparador. Era una libretita espiralada. La acerqué al rectángulo de claridad y con mucho esfuerzo alcancé a ver notas, dibujos y cartoncitos pegados con cinta. Uno de aquellos dibujos mostraba la figura de lo que me pareció un gran pájaro, pero de aspecto humanoide, del que salían flechas y apuntes. En uno de los cartoncitos reconocí el nombre de un químico experimental que años atrás había usado para tratar un problema glandular en unos terneros y pensé que, a lo mejor, en esa libretita Araya apuntaba las fórmulas de las que había hablado. La devolví al aparador y me encerré finalmente en el cuarto.
Estuve en un estado de alerta casi permanente, luchando con el cansancio hasta que la duermevela me acunó en un sueño definitivo. A la mañana siguiente me despertaron los pasos de los Araya, que iban y venían por el corredor. Escuché que entraban al cuarto de baldosas coloradas, que daba a mi habitación, y que discutían susurrando. Apoyando la oreja en la pared, traté de seguir la conversación: la señora repetía, con frecuencia, “te dije, te dije”, y “hay que poner candado”. Araya trataba de hacerla callar. Esperé unos minutos, me vestí ruidosamente para darles tiempo de disimular, y salí al corredor. No creí oportuno mencionar el episodio de la noche, principalmente por pudor.
Ya en la cocina, mi cliente me puso al tanto de la situación: ya no llovía y los caminos más seguros eran los que cruzaban los montes para el lado del norte y por los que podría retomar la ruta 3 una vez pasado el cruce del arroyo. Con el permiso de usar esos caminos, que pertenecían al campo de esta gente, me sentí más tranquilo.
Antes de dar marcha a la camioneta, le alcancé a Araya la planilla en la que tenía el plan de dieta y la caja con los sueros que me había pedido. Me pagó, le agradecí la generosidad, nos dimos la mano.
Cuando volvía por el camino más firme, peleando cada tanto con el volante, pensaba en aquel proyecto de Araya y me dio curiosidad. A veces no sé por qué me da vergüenza preguntar en el momento ciertas cosas en nombre de la discreción. Me consuela saber, sin embargo, que Araya fue claro en sus límites, dando a entender hasta dónde se permitía contar y hasta dónde no. Pero como creí que la lastimadura en el pie me daba cierto derecho a reclamar algún tipo de explicación, decidí volver en el sentido opuesto: sabía que si era capaz de rodear el monte vecino por detrás, podría ver sin peligro de ser visto, al menos en una parte, la reserva que daba a los fondos de la casa de Araya. Así lo hice.
Tratando de mantenerme en la huella, manejé por camino de barro con gran habilidad. En el primer cruce, retomé el sendero del monte y me alejé del arroyo unos mil metros. Llegué a la arboleda, estacioné la camioneta y bajé con unos prismáticos que llevo en la guantera. Al amparo de unos eucaliptos me acomodé y enfoqué las lentes para el lado del campo de mi cliente. La reserva en cuestión, según había entendido, debía ser el llano que yo tenía ahora por delante.
Hice un barrido horizontal, me detuve en algunos pájaros, vi lo que parecía un estanque natural. Ese era el único lugar del descampado en el que parecía haber actividad. Enfoqué de nuevo las lentes y por fin los vi…
Al principio tardé en entender lo que estaba viendo y me acerqué peligrosamente al alambrado para mirar mejor, a riesgo de que me vieran desde la casa; pero inmediatamente después, hipnotizado por el cuadro que tenía en frente, perdí todo recaudo y me acerqué todavía más. Lo recuerdo y la piel se me eriza: creo no exagerar si escribo que el más alto medía más de metro y medio y que se erguía en la pampa con una pena infinita. El resto, de tamaños variados, se arrastraba de un lado a otro como sobrevivientes de una gran catástrofe. Cerca de una gran roca, una colonia de unos quince o veinte se agolpaba agonizante alrededor de un macho adulto, de aspecto triste y enfermo, que luchaba por mantenerse en pie, como si la verticalidad fuera la dignidad última de un líder derrotado. La gran mayoría, con los picos hundidos en el barro, se dejaba morir... Todo el resto era un cuadro ya no melancólico, sino más bien desagradable: los cuerpos de unos doscientos pingüinos corrompiéndose en la llanura, volviéndose carroña en la brava inmensidad de una geografía prestada.






FIN

martes, 4 de julio de 2017

Otros palacios


No sé en qué momento escribir se me volvió una molestia; resolver una idea, una carga. Sin embargo, sé que la paz viene después de todo eso, cuando la historia, finalmente, pasa a ser de todos y ya no me pertenece. ''Pensás tanto que te hace mal'', decía un viejo conocido. Ahora sospecho que tal vez algo de verdad hay en ese aparente disparate, y que los pensamientos pueden operar más allá del terreno de lo virtual y lo abstracto. De todos modos, he tenido que hacer el pacto, conmigo mismo, de no sentir el peso de la frustración como una derrota cuando no se me ocurre una salida satisfactoria al problema literario. Como no siempre puedo cumplirlo, y porque la vida sí siempre sabe cómo resolver una trama, recurro, culpable de miseria, a la narración de episodios reales, como el que sigue.
De esta historia me enteré por boca del mismo protagonista, hará cosa de tres años atrás, una noche en que la mucha ginebra y los pocos parroquianos en el bar Roma nos habían invitado a la intimidad. El narrador, un tal Antonio, se pidió la botella entera para no andar interrumpiendo la anécdota con el continuo desfilar del mozo. Como yo nunca salgo sin mi grabador de bolsillo (estas cosas, créanme, son la salvación de los desmemoriados y de los escritores de imaginación corta), no tardé en colocarlo disimuladamente sobre la mesa: se sabe que un buen cuento acecha en cada historia referida. Lo que escuchamos esa noche el mozo y yo, es la historia que viene:

 Lo que les voy a contar sucedió hace algún tiempo, el día en que la depresión de un amigo, Santiago, ya era un pesar para todos los que no podíamos rescatar al tipo de la gran tristeza o, quizás, el día en que alguien trajo la noticia de un tal doctor Oura que, al parecer, estaba en boca de todo el mundo gracias a un importante tratamiento que por poco lo salvaba a uno de morirse. La cosa estaba al borde de la clandestinidad, porque el doctor Oura no era un personaje público, y todo lo que se comentaba sobre él oscilaba sobre el terreno de la conjetura y el chisme de barrio. No faltó quien oportunamente preguntara "¿doctor en qué?". Lo que sí recuerdo es que la mañana que, agarrado con una chinche en la puerta, encontré el anuncio que prometía "una vida nueva, libre de pasados dolorosos", inmediatamente pensé en Santiago. El anuncio nombraba al mentado doctor y decía, en grandes letras de imprenta, que cualquier consulta solo sería atendida por teléfono. Pasaron días, tal vez una semana, hasta que se me ocurrió levantar el tubo para consultar... No soy amigo del teléfono, al momento de atender un llamado, o de tener que discar un número, siempre me arropa una vergüenza que probablemente oculta una pereza general por tener que conversar. Aburrido en casa, una mañana me comuniqué al número del anuncio. Tras un prolongado silencio, la bocina del teléfono comenzó a sonar... Al cuarto intervalo me tranquilicé, porque pensé que ya no atenderían, y me hundí más en el sillón mientras esperaba otro número par de sonidos para colgar. Alguien atendió. Me incorporé, tímido y asustado porque no tenía ninguna introducción preparada; con un profesionalismo forjado por la rutina, una voz femenina dijo "buen día, ¿el señor tiene turno? Bien, en ese caso lo agendamos para mañana viernes, 21.30, si no hay inconveniente. Bien, el doctor lo espera, adiós". Por no animarme a preguntar, o para no sonar agresivo, no pude evitar el compromiso. Ahora tenía una cita, y ni siquiera era yo el paciente. Durante toda la mañana del jueves olvidé casi por completo el tema del doctor y mi visita. Salí, cerca del mediodía, a caminar por la costanera, del lado de los álamos. Recuerdo, ahora no sin cierto candor, con qué horror me sobresalté al encontrarme ya en la calle y darme cuenta de que había olvidado mi cédula. La mente suele anclarse tan obstinadamente a ciertos momentos dolorosos que termina por marcar hitos en la vida, referencias que en la vejez terminan siendo, me digo, puntos de encuentro obligado con otros hermanos del dolor. A los momentos de paz, debo reconocerlo, todavía me costaba adaptarme. Tan en estado de alerta debo haber pasado madrugadas enteras que, ante la posibilidad de un buen sueño, mi cuerpo todo reaccionaba como desconfiando de una posible traición. Estas impresiones personales podrán parecer, a simple vista, cuestiones ajenas al relato, pero entiendo que no omitir las aparentes naderías de quien lo narra pueda acaso arrojar cierta luz a los complejos episodios que se sucedieron aquel año a propósito de mi amigo y del doctor; es más: para ser franco, pienso que, a cierta edad, uno (yo, al menos) ya no puede decir qué recuerdos le pertenecen verdaderamente.
El perfume balsámico de las ramas, que aquel día se agitaban en saludos amables por sobre la vereda, suele invitarme a la reflexión. Aquella mañana, sin embargo, mi mente no era capaz de tejer pensamientos elaborados. Por el contrario, se dejaba pasear por entre una colección de recuerdos arbitrarios. “Son como fotos a las que puedo volver cuando yo quiera”, me dije. Cuando llegué al club, vi que los muchachos estaban acomodándose alrededor de la mesa, sobre la cual el Gringo repartía platos, cucharas, vasos. Invitado a comer, no pude rehusarme. Los muchachos, por aquel entonces, sabían cómo hacer que uno perdiera el tiempo en debates que no conducían a ningún lado, pero que no evitaban, tampoco, intermitentes peleas y momentos amargos. Es que una vez que las reuniones volvieron a hacerse públicas, no había ejército que detuviera el caudal de pensamientos y de doctrinas, medio agarradas de los pelos, que se vertían en aquella mesa regada de vino y tapizada por el revés de barajas sucias. Después de la comida, me disculpé y volví caminando a casa.
La tarde ahora se desdibujaba y se perdía en colores anaranjados, en el hormigueo de personas anónimas, en la rutinaria coreografía citadina de replegarse y prepararse para la noche. Yo también creía que en aquel ejercicio de sentirme una pieza más de la gran maquinaria me asemejaba a todos los demás; y que al creerme diferente al resto de las personas por prestar particular atención a detalles insignificantes, estaba reforzando aquella semejanza. Sin embargo, al pasar frente a un viejo edificio de la calle Arcos, vi una aerografía sobre la puerta de un medidor de gas que reproducía una gran bota acordonada, censurada por una marcial cruz de color rojo. Recuerdo, también, que inmediatamente pensé en Santiago (que, para variar, había faltado a la comida con los muchachos) y recordé mi entrevista con el doctor Oura. Ahora, si pensaba en dicha entrevista, me sentía animado. “Tener un plan en mente, es dar por sentado que la vida durará un día más”, pensé.
Aquella tarde se fue rápidamente entre sorbidos desganados al mate y la música de la radio. Cerca de las ocho, me di un baño caliente, me vestí y salí hacia el consultorio. La puerta del edificio en donde atendía el doctor era de vidrios polarizados, con un portero eléctrico colmado de botones, con dos grandes palmeras a cada lado y la presencia, no menos vivaz que aquellas palmeras, de un hombre vestido de grafa y con una franela en el bolsillo que, al verme, preguntó:
–Viene a ver al doctor, ¿me equivoco?
–Eso creo –dije, medio desorientado.
–Veinticinco años parado en esa puerta, le aseguro que conozco a la gente que se acerca. ¿A qué hora lo citó Lucía?
–Sí Lucía es la persona que me atendió por teléfono, a las nueve y media.
–Tiene para un rato. Ahí, en el recibidor, va a encontrar unos asientos y una mesita con revistas.
Esperé hojeando unas revistas de las que solo disfruté fotos de paisajes campestres y de frondosos archipiélagos aislados, porque el resto estaba escrito en chino, o japonés, o algo por el estilo. Cada tanto, de la puerta desde la que yo “sería llamado por la chica”, salía o entraba alguna persona que saludaba con ademán al portero y se iba. Más de una vez jugué con la idea de que de la oficina solo salía gente ebria o torpe, a juzgar por el mal equilibrio de los pacientes o por el exceso de cera con la que el portero lustraba el piso. De todas ellas, una, que había entrado y salido en repetidas ocasiones y que acompañaba a las otras hasta el recibidor, era llamativamente atractiva (será “la chica”, pensé).
Efectivamente, la mujer atractiva era Lucía, que me llamó por mi nombre desde el umbral. Cuando por fin estuve en la oficina, noté la primera cosa que me extrañaría aquella noche: el escritorio, si así podemos llamarle, era una tabla que se sostenía por dos palos encerados, muy similar a la barra de un boliche. Sobre nuestras cabezas y colgando del cielorraso, adornaban la oficina unos banderines verticales con inscripciones en japonés (“kanjis”, según me enteraría más adelante). Algunos de esos banderines se hamacaban tan bajo que más de una vez los toqué con mi cabeza. Lucía, del otro lado de la barra, tomó asiento en una alta banqueta y, sacando un anotador de un cajón lateral, comenzó una suerte de interrogatorio.
–Bueno, no voy a hacerle perder el tiempo. Seguramente oyó muchas cosas acerca del doctor. Sepa, sin embargo, que nadie está acertado a menos que haya completado el tratamiento: resulta que el doctor no tiene lo que podemos decir una vida social tan participativa, no sé si me explico… En fin, aclaro esto para que me deje, en un principio, hablar sobre los procedimientos a los que el paciente será sometido. Puede tomar asiento. Esta primera entrevista entre usted y yo será decisiva para que el doctor pueda decir con acierto si accederá a atenderlo o no. El doctor Oura confía en mi criterio: “usted tiene olfato para esto”, me ha dicho más de una vez; aunque, por otro lado, no tiene miedo de ser crítico y de reprocharme que a veces me involucro más de la cuenta. ¿Café? –preguntó. Mientras tanto, destapaba una de las tantas botellitas de agua que desfilaban sobre la barra como si fuesen los centinelas de una media docena de libros apilados como al descuido.
Acepté el café y mientras lo endulzaba ya comenzaba mi interlocutora a escribir en su cuadernito todo tipo de impresiones acerca de mi persona. Tuve que interrumpirla para aclarar que el paciente no era yo.
–En ese caso, ¿por qué cree que su amigo accederá al tratamiento? ¿Puede usted responder con solvencia a estas preguntas en nombre de él?
–De eso se trata, justamente. Yo solo vi el anuncio, pero me gustaría antes que nada conocer acerca del “tratamiento”. ¿Es Oura un terapeuta? ¿Es un psiquiatra con trayectoria? –dije, haciendo un esfuerzo por resaltar mi escepticismo.
Lucía me miró tiernamente, ladeando la cabeza, casi con un gesto maternal. “Usted me cae simpático”, dijo. Y agregó:
–Antes que nada, le aclaro que el tratamiento es tan efectivo como irreversible. Cuente un poco más sobre su amigo.
–Se trata, puntualmente, de tristeza. Más precisamente de un recuerdo doloroso, conocido por todos los que lo frecuentamos alguna vez, y que pareciera resistirse a todo tipo de olvido o distracción. Para que se dé una idea, mi amigo llegó a decir que su recuerdo no era diferente al Zahir que describen en ese cuento famoso, algo que no puede sacar de su cabeza. Claro, si Oura puede tratarlo y mediante alguna terapia resolver el asunto…
–No es terapia. Oura es científico, no un mero psiquiatra. La psicología no es más que un semillero de ideas retrógradas comparado con el descubrimiento del doctor.
–Bueno, no se ofenda, pero si hablara más claramente yo…
–Simple –interrumpió nuevamente Lucía–. El doctor escoge el recuerdo que causa dolor, lo quita… Borra, como quien dice, una parte de la memoria de su amigo y en su lugar transplanta otra diferente, nueva y revisada. ¿Qué le parece?
De un momento a otro me sentí sumamente mareado. Los banderines que colgaban del techo se agigantaban sobre mi cabeza, vi el cielorraso cada vez más cerca y no faltó mucho para que me fuera al suelo. Lucía, que parecía haber previsto ese pormenor, se había adelantado a mi malestar y por sobre la barra me sujetaba de la solapa. “Tranquilo, unas preguntas más y estamos”, creo haberle escuchado decir.
Ahí, precisamente, es donde mi memoria flaquea. Recuerdo, o creo, haber contado los problemas de Santiago, la época difícil, el asunto con su hermana, pero todo eso como si lo hubiera dicho dormido. No tengo registro firme de cómo ni durante cuánto tiempo hablé. Sí recuerdo que, después de haber hablado, lágrimas inesperadas humedecían mis mejillas. Lucía parecía haber llorado también, pero todo aquello, a pesar de los esfuerzos que he hecho a lo largo de los años por recuperar con fidelidad los acontecimientos, lo recuerdo como si hubiera sido vivido por alguien más, o como si lo hubiese visto, embriagado, a través de un cristal empañado. Recuerdo, eso sí, la delicadeza con que Lucía me abanicaba mientras me reponía de mi llanto y cómo había hundido mi taza ya usada en un recipiente con agua espumante.
Ya de pie, observé que el cuadernito sobre la barra era una madeja de anotaciones, tachaduras, colores y flechas. “Muy bien, lo llamaremos”, dijo. Y antes de cerrar la puerta tras de mí, ya en tono confidencial, agregó: “le veo posibilidades… al doctor le gustan los desafíos”.
Como ya podrán imaginar, ahora no solo sabía menos que antes, sino que además tenía un compromiso con aquella gente. Yo me había dicho, años atrás, que nunca nada ni nadie volvería a tomar el control sobre mis decisiones, que el capitán de mi barco sería yo, y sin embargo ahí estaba, un tiempo después, dejándome arrastrar por una serie de compromisos de los que me hubiera desentendido con enorme placer. Muchas veces he pensado que ser dueño de nuestro destino implica el dominio de una naturaleza inasible, no del todo revelada. Nuestros recuerdos, sin ir más lejos, quizás formen parte de esa insobornable materia que nos remite una y otra vez a la misma colección de imágenes y de músicas que, llegado el momento, trazarán una línea entre nuestra libertad y nuestra dependencia al pasado. Todo esto lo pienso ahora, una y otra vez, al repasar los oscuros episodios a los que me dejé arrastrar por aquel anuncio publicitario. Si yo hubiera tenido que describirme, me hubiera pintado como una persona un poco más firme: ahora sé que soy débil y que por esperar una magia casual puedo soportar todo tipo de manipulaciones.
Una vez en casa, ya tarde, puse la pava al fuego. Mientras contaba las cucharadas de yerba que con paciencia volcaba dentro del mate, pensaba con algo de gracia que el recuerdo más nítido de aquella visita estaba conformado, decididamente, por el profundo color negro de los ojos de Lucía. Llevé las cosas a la cama y mientras disfrutaba del abrazo cálido de la infusión recorriendo la garganta, un pesado sueño me arrastró a los límites de la mañana siguiente.
Como no quise postergar el encuentro con Santiago, al mediodía lo cité en un bodegón del barrio, famoso por el puchero de los domingos y los abundantes platos de locro con los que celebraban alguna fiesta patria. Frente a la mesita de aquel lugar, sentados frente a una gran ventana opacada por el polvo y la sombra, traté de convencer a Santiago sobre los poderes curativos de aquel tratamiento. Lo hice, ahora lo confieso, menos por una fe ciega en la ciencia del doctor que por el deseo de desligarme de una vez por todas de todo aquel asunto. Le conté sobre el anuncio, sobre Lucía, sobre las banderitas del consultorio. Santiago escuchaba con la mirada puesta en el plato.
–O sea que el tipo extirpa, digamos, lo que yo quiero olvidar. Mirá vos, che… ¿Y vos te creíste todo eso?
–Lo que yo crea no importa, lo importante acá es que vos te dejes de joder de una buena vez y hagas algo por los años que te quedan de vida.
Con alguna seriedad que se le adivinaba en el ceño, Santiago desprendió la miga de un pedazo de pan y, mientras agrupaba con el dedo meñique las migas en la mesa, me miraba como desconfiando de mi buen juicio. Por último, dijo:
–Mirá, lo que se dice probar, he probado de todo. Vos fuiste testigo, viejo: pastillas verdes, rojas, jarabes, menjunjes que parecían la cura definitiva, terapias. En el último año le di de comer más a los curanderos y psiquiatras que a mis propios perros. Si te gusta, voy. Pero nomás por darte el gusto y para que veas que aprecio tu preocupación.
Listo, ahora todo dependía de la voluntad de Santiago.
Había pasado, días más, días menos, una semana cuando algo cambió para siempre el modo en que había previsto mi compromiso con el consultorio y con Lucía: un llamado telefónico, en el que reconocí la voz de la secretaria, dijo: “Lo espero hoy a las veinte, plaza de Los Conquistadores. Sea puntual”. Miré el reloj. Si me apuraba un poco, todavía tenía tiempo de ducharme antes de salir.
Deambulé por la plaza mientras se hacían las veinte. Minutos luego, bajo la copa de unos pinos irregulares y hacia el centro del lugar, reconocí la figura de Lucía. Estaba espléndida bajo aquella luz de mercurio con que los faroles bañaban los senderos empedrados de la plaza. Ya más de cerca, noté que el antebrazo derecho de la mujer estaba envuelto por una venda que lo cubría hasta el codo. Debo haberla mirado con sorpresa, porque se apuró a explicar su torpeza y cómo una caída accidental de regreso a su casa le había causado una fuerte lesión.
–Nada serio, es cuestión de unos días. Arde un poco, pero los huesos están sanos.
Caminamos del brazo, yo a su izquierda, hasta una glorieta que encerraba un aljibe y, en ese ámbito de confidencialidad, Lucía habló:
–A ver… Esto no es que sea de vital importancia para el tratamiento, pero voy a necesitar cierta información que el paciente, por sí solo, no es capaz de dar, no sé si me explico. Hablé con Santiago, su amigo. Ya firmó las planillas de legales y cedió derechos sobre parte de su memoria. Oura no es un improvisado, como verá. Esto es serio. Su ayuda, sin embargo, puede hacer la diferencia entre un resultado eficaz y uno brillante.
–Bien, ahora si me dice el motivo de la cita, se lo voy a agradecer.
–Sí, usted pensará que esto se lo podía haber dicho por teléfono. Tiene razón. Pero yo quería verlo, en persona, porque quiero que conozca algunos detalles sobre la intervención que Oura no me permitiría revelar dentro del consultorio. No es deslealtad hacia Oura, ojo. Pero usted me cayó bien, no sé si me explico…
–Usted también me cayó bien. De hecho, espero que no tome como un abuso de confianza si le digo que estuve pensando en volver a verla –sentí que me precipitaba en la revelación–. Hubo cosas, la vez pasada, que…
–Sí, ya se irá enterando. No se apresure. Ahora tengo que volver al consultorio, pero voy a llamarlo. No me mire extrañado –su sonrisa, ahora, era de una simpatía magnánima–, sé de usted más de lo que recuerda haber contado.
Después de eso, apoyó su mano libre en mi pecho y agregó:
–Confío en que usted nos ayudará –cerró la frase con una sonrisa fresca y, en un impulso que no preví, me besó en la boca–. Adiós.
No sé explicar bien lo que sentí al volver a casa; con irónico encono hacia mí mismo, me comparaba con una marioneta cuyos hilos eran tirados por una mano invisible, ajena a mi voluntad. Yo no quería ningún tipo de compromiso, ni con el doctor, ni con Lucía. Aquella noche reflexioné, por primera vez, que si todo aquello era cierto, a lo mejor no solo la salud de mi amigo estaba en peligro, sino que también mi propio juicio podía verse amenazado por el accionar de un psicópata que tal vez nos estaba usando como a conejos de laboratorio. Para ser sincero, después de toda esa preocupación vino una meseta de alivio en que me dejé arrastrar por la fantasía de volver a encontrarme con Lucía. Ese fue mi último pensamiento antes de quedarme dormido.
Me despertó, a la mañana siguiente, el timbre del teléfono. Porque de mis manías era de lo único que me sentía realmente dueño, lo dejé sonar cuatro veces antes de atender. Era Santiago:
–¿Qué hacés, viejo? Atendé, estuve en el consultorio del Japonés… Capaz que tenés razón, che. Parece prometedor.
–¿Lo conociste a Oura?
–Al tipo no lo vi, me atendió una piba. Habló bastante, medio que me convenció.
–¿Entonces?
–Entonces la tengo que ver el jueves que viene, por la tarde, para la segunda sesión. Son tres en total, pero la primera fue para hacer unos chequeos previos. No es caro, y tengo garantía. Atendé otra cosa: capaz que te llaman, el tratamiento necesita de un “paciente de apoyo”. Por confianza, yo te anoté a vos.
Como no supe qué responder, le dije que estaba contento por él. Por dentro, temí que si algo malo pasaba pudieran reprocharme alguna cosa.
A las pocas horas, recibí un segundo llamado. La voz de Lucía habló con entusiasmo:
–Ya tenemos todo listo, si puede pasar el jueves por lo del doctor…
–Ese día no sé si puedo –inventé–, a lo mejor…
–El jueves a las siete de la mañana, lo espero. Adiós.
Aquel día apenas desayuné unos mates con tostadas. Junto a la puerta del edificio en donde atendía Oura, el portero repasaba con esmero una barandita de acero. Al verme, pareció alegrarse y me hizo pasar.
Mientras esperaba en la salita, miraba al portero allá afuera y por un momento (vaya uno a saber si inducido por una de las fotos de aquellas revistas, que mostraban una base de la marina en una isla del Japón, o acaso por el oportuno y estridente sonido de un auto que frenaba con violencia allá en la calle) creí confundir el verde de su traje de grafa con el del uniforme militar. Experimenté una suerte de taquicardia, una palpitación que no era la primera vez que sentía. Esas impresiones, tan empapadas de ansiedad y que ya creía superadas, volvían cada tanto para poner en jaque la sentencia que afirma que el tiempo cura todas las heridas. Supe que estaba nervioso por la entrevista, y para calmarme caminé por el corredor hasta que escuché la voz de Lucía invitándome a pasar.
Mientras se las ingeniaba para preparar un café, me contó sobre la entrevista con Santiago y el entusiasmo del doctor. Dijo que, al parecer, el tratamiento sería favorable y que el paciente se había mostrado entusiasta. Dijo, también, que la última intervención sería llevada a cabo el lunes siguiente, y que necesitaba de mi presencia en el consultorio. Que allí nos encontraríamos los tres, Santiago, ella y yo, para finalizar el tratamiento. Después, mientras endulzaba el café, dijo:
–Bueno, acá viene la parte confidencial. La vez pasada le adelanté algo, en la plaza, aunque usted debe haber quedado confundido. Resulta que el paciente nunca termina de conocer todo acerca del procedimiento, no sé si me explico… Eso, en parte, es lo que determina el éxito de la operación. Oura piensa que no es necesario revelarlo todo, pero yo quiero que usted lo sepa, por si pasa algo.
–¿Algo como qué? ¿Usted está desconfiando del doctor?
–Del doctor no… Mire, es complicado de explicar. Pero yo confío en su predisposición, y en que me dará una mano con Santiago. Usted tiene que saber cómo funciona el proceso, por si el día de mañana surge algún imprevisto.
Acto seguido, se sentó junto a mí y, en una libretita, empezó a hacer dibujos y a garabatear fórmulas que no entendí. Explicó que Oura había descubierto, años atrás, que en uno de los nervios del sistema nervioso central se esconde el conductor (creo que dijo “la autopista”) de la memoria, y que había logrado, mediante un procedimiento totalmente original, aislar esos impulsos y guardarlos para su posterior implante.
–Todo esto se lo explico para que lo entienda, pero créame que fueron décadas de pruebas y de muchos errores… Finalmente, descubrí, mejor dicho Oura descubrió, que mediante la estimulación de ese nervio lograba la apertura para poder quitar o agregar los nuevos planos de conciencia. En fin, toda una novedad que algunos no creen posible. Esta controversia le valió el abandono de su ciudad natal, Nagasaki, de la que huyó hace ya un tiempo. Pero bueno, lo que importa ahora es saber si usted está en condiciones de entender de qué consta el tratamiento que recibirá su amigo, si me ayudará a que esto llegue a buen puerto, y si firmará, en este momento, estas planillas y legales.
A continuación, habló de Ebbinghaus, de hipermnesia y dismnesia, y otras mil cosas más que no pude seguir. Después me preguntó si yo estaba dispuesto a aprender una serie de procedimientos operacionales, haciéndome responsable de la salud de mi amigo. Oportunamente dije que no, y estuve a punto de salir corriendo del consultorio. Evidentemente, Lucía notó mi fastidio y dijo como si hablara para sí:
–O sea que usted no va a aprender nada… Una lástima, habrá que buscar otro modo. Bueno, por ahora firme estas planillas, así seguimos con el tratamiento de su amigo como corresponde.
Acepté sin objetar, porque íntimamente deseaba que toda esa locura terminara pronto. Lucía recogió el papelerío en una carpeta y guardó todo en un cajón.
–Bueno, lunes a la misma hora –apenas me miró–. Sea puntual, por favor.
Llegó por fin el día pactado. Lucía me esperaba con la puerta del consultorio entornada. Acepté un café y un tiempo más tarde ya estaba despertando en una amplia camilla de blanca pulcritud.
–El pulso está bien. Reflejos… bien.
–¿Segura que se va a poner bien? –dijo una voz masculina.
–Claro, mejor que nunca.
Yo no sé por qué identificaba la voz de ese interlocutor con la de mi amigo. De todos modos, en mi estado de confusión placentera, similar a lo que se siente cuando se está volviendo de alguna anestesia fuerte, pensé que esa voz tal vez era la de Oura, y que finalmente yo iba a conocerlo. Cuando volví a ser dueño de mi voluntad, vi a Lucía ir y venir con un cuadernito en la mano. En la habitación no había nadie más.
Me senté en la camilla y traté de mantener el equilibrio. No intenté ponerme de pie, porque ya adivinaba la debilidad de mis piernas. Con un saltito, Lucía se sentó en la camilla a mi lado. Bueno, por ahora le voy a pedir que se relaje y que no pregunte nada. Todo le será revelado a su momento, por escrito si es necesario. Por ahora déjeme felicitarlo, porque el tratamiento de Santiago ha sido exitoso, y todo se lo debemos a usted.
–¿Dónde está Santiago? ¿Adónde se fue el doctor? No veo luz en la ventana, ¿qué hora es?
–Tranquilo, por favor. Vaya a su casa, mañana lo contactaremos para hablar mejor. Pero no se olvide que usted hoy fue el protagonista de una hazaña sin precedentes. Estoy orgullosa de usted –me besó en la mejilla y me ayudó a ponerme en pie.
Los días posteriores traté de no ver a nadie. Al Gringo lo crucé cerca de casa y le dibujé mil excusas para no aparecer por el club, ni ese día ni los que siguieron. No quería ver a nadie, ni hablar con nadie. De repente era como si salir de casa me diera miedo, pero no un miedo como el que sentí durante décadas, a propósito de lo que habíamos vivido la familia de Santiago y la mía, especialmente con la aparición del cuerpo de su hermana en aquel descampado, sino un miedo como a lo externo, miedo a estar bajo la luz del sol, cerca de los edificios, miedo a que las estructuras se desplomaran sobre mi cabeza. Es raro, lo entiendo, pero si quisiera ser exacto tendría que decir que había cambiado un miedo por otro. Por las noches, ya no me preocupaba tanto por cerrar la puerta con todas las trabas; sí, en cambio, por tener siempre cerca botellitas de agua. Muchas veces el cuerpo me pedía dormir en el suelo, cosa que realmente me sentaba de maravilla…
Yo no hubiera sabido juzgar los efectos del tratamiento, porque ni yo mismo recuerdo con fidelidad todo lo que se dijo en aquel consultorio, pero cuando estuve a punto de convencerme de que todo era ridículo, me encontré con Santiago: Había estado llamando a casa, según parece, para aclarar algunas cosas y para despedirse antes de un viaje importante, “de negocios”, y era de “vital importancia” despedirse del tipo que le había cambiado la vida para siempre. Acordamos una hora, en un bar. Yo ya sabía que no iba a asistir; tal vez por eso, porque Santiago me conoce bien, unas horas antes se me apareció en casa:
–¡Hola, viejito! Permiso, che.
–Pasá –dije resignado.
–¿Ahora usás sandalias para andar en casa? Permiso –dijo, mientras separaba una silla para ponerse cómodo–. Antes que nada, te quiero agradecer, y felicitar… Lucía no sabía cómo iba a resultar todo esto, pero tuvo buen olfato, como le digo yo siempre. Ya sé, calmate que a eso vine –dijo, mientras mostraba la palma de su mano en alto–. Te quería contar que esto, según cálculos de Lucía, nos benefició a los dos, casi por el mismo precio.
–¿De qué hablás?
–Me curaste, hermano. Aquel día, en el consultorio, me operaste como un profesional. Tengo una vida plena. En un principio, Oura tuvo sus dudas, pero una situación extraordinaria hizo necesario un método extraordinario… Resulta que yo ya había tenido una primera sesión, y una vez que eso pasa, las que le siguen no pueden hacerse esperar más de lo pactado. Como el doctor se había lastimado un brazo, no iba a poder operar en condiciones. Entonces, Lucía hizo un transplante momentáneo de la memoria profesional de Oura, cosa mucho más sencilla que la intervención que me esperaba a mí, y la depositó en tu memoria. Ojo, ella antes quiso enseñarte, pero te notó tan espantado que no encontró alternativa. Así, del mismo modo en que Oura llevaba un par de años viviendo en Lucía, por unas horas estuvo en tu cabeza, el tiempo justo que duró todo el asunto de mi operación… Ojo, no le quitemos mérito a Lucía, que te secundó en todo momento. Ella tuvo que manipularte un poco, viste cómo son las mujeres, para que vos accedieras, no sé si me explico. Por otro lado, vos sos el único que siempre mereció mi confianza… Yo, por ahora, vengo de diez. Mirá lo que te digo: estoy haciendo cosas que pensé que no iba a poder hacer más: salgo a comer afuera, la semana pasada nomás estuve con el Gringo y los muchachos, salgo a caminar, paseo a los perros, qué sé yo… Y con Lucía estamos bárbaro.
–¿Estás con Lucía?
–Lo que vino después, para ella, en parte fue como sacarse un peso de encima. Ojo: fue algo que decidimos los dos, hace unos días nomás. De paso te pido que me felicites, viejo –dijo abriendo los brazos–: estás frente al mismísimo doctor Oura. El mes que viene nos instalamos en un nuevo consultorio, más grande, con mejor luz. De a poco le voy tomando la mano.
Se puso de pie y agregó:
–Por ahí nos vemos la otra semana. Lucía me espera. Cuidate, viejo.

Aquí termina el relato de Antonio. Los que lo escuchábamos habíamos quedado con esa expresión de incredulidad que hace que tipos de mundo parezcan estúpidos. Para rescatarnos de tal estado, Antonio agregó unos detalles más, como para darnos el tiempo de asimilar la anécdota. Contó, entre otras cosas, que el Oura original había sido un investigador que vivió hasta el año 1957 en Nagasaki, ciudad que abandonó, como tantas otras, para instalarse en Corea, y que de ahí había ido saltando de país en país. Al conocer a Lucía, la más aplicada de sus discípulas, no tardó en darse cuenta que sería ella la indicada para extender su trabajo por encima de la frontera que representaba, para un hombre de casi ochenta años, la edad y los achaques.
–¿Y vos cómo estás? –preguntó el mozo.
–No, yo estoy fenómeno. Lo que sí, hay veces (no siempre eh, a veces nomás) que me despierto a la noche como aturdido. Es difícil de explicar, pero sueño con una enorme bola de fuego que me deja ciego, que me quema la piel, y enseguida me levanto a tomar agua. No sé… Como si una gran explosión me sacara del sueño para dejarme angustiado. Por lo demás, no me quejo: la ansiedad y los miedos, vaya uno a saber por qué, se fueron para siempre.