sábado, 1 de noviembre de 2014

Tormentas

(Relato ganador del concurso organizado por el bar El Federal, octubre de 2014, con motivo de sus 150 años de existencia. Ilustración: Omar Panosetti)

  
Nunca me habían preocupado demasiado las tormentas, tal vez por eso iba tan tranquilo por la calle Piedras, como adivinando hacia dónde ir; como si no supiera que inevitablemente alcanzaría la esquina de Carlos Calvo y, orientado por el rojo buzón centinela, enfilaría hasta Perú.
El Federal me cautivó desde que me había instalado en la capital. Me ubiqué en mi puesto: frente al reloj, junto a la ventana, medio como mirando para las dos esquinas. Pedí, como siempre, una ginebra con limón. “De la botella esa, que está ahí en el rincón”, dije. “Esa, señor, creo que está vacía desde la fundación… Usted tranquilo, le voy a traer la mejor ginebra”, agregó el mozo.
Mientras esperaba la mejor ginebra y trataba de olvidar el gran desencuentro de la mañana, jugué a imaginar el bar en épocas de negros payadores y de mujeres bravas… “Tan distinto no sería”, me dije. Consulté mi pulsera y corroboré la hora con el gran reloj que proyecta una sombra atemporal sobre el mostrador de madera. Uno de los dos andaba mal. Cuando vino el mozo, todavía con tono de broma, le dije que necesitaban ajustar el horario del bar si no querían mezclar la merienda con la cena. El tipo no entendió, pero me sirvió la ginebra con amabilidad. Antes de irse, dijo que ahí adentro, hasta donde él sabía, la hora, el mes o el año los elegía el cliente:
–Acá es la hora que a usted se le antoje.
–Con que fuera esta mañana, me sobra… –quise sonreír, pero no me
salió.
–¿Anda con arrepentimientos el amigo?
–De otro modo hubiera pedido un café con leche, ¿no?
–Tranquilo, amigo. No se olvide en qué bar está: este no es cualquier lugar, esta no es cualquier esquina, y acá no se llega por casualidad.
–¿Entonces?
–Entonces, disfrute esa ginebra, no se me ande mareando por ahí, y ya verá cómo todo se arregla.
El tipo se alejó, esquivando mesas con agilidad atlética. Desde el fondo llegaba un rumor de cuerdas, una melodía de guitarra. Alguien hablaba sobre esa melodía, como si improvisara versos. Yo no quería escuchar, y seguía mirando por la ventana. Ahora, el gran reloj, custodiado por candelabros y ornamentos, marcaba una alta hora de la madrugada… Agité mi reloj pulsera y lo llevé al oído. Una de dos: o se había muerto por completo, o yo estaba sordo. Seguí con mi ginebra, que ahora había tomado un sabor más legítimo, más intenso. Retenía cada sorbo en la boca y me decía que sí, que esa era sin dudas la mejor ginebra del mundo. Hice por fin sonar el vaso vacío en la mesa. Pagué y salí. Casi amanecía; el cielo era violeta. Confundido, me dije que ese sería el trago más largo de mi vida.
Entré a casa con cuidado de no hacer ruido. Me saqué los zapatos, fui a la cocina –que ya dejaba filtrar las primeras luces tímidas–, y puse la pava al fuego. Isabel todavía dormía. La observé como si viera a un jardín de flores. Hermosa, delicada, no se merecía oír las cosas que le diría dentro de un par de horas. Entendí, por fin, por qué la amaba tanto. Nunca es tarde –ahora lo sé– para evitar una tormenta.




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miércoles, 1 de octubre de 2014

La máscara de la mediocridad


Helena se había dispuesto, como todos los domingos, a cocinarle a su esposo, el señor Canosa. Desde temprano se la veía trajinar por la cocina, con las manos empolvadas de harina, con su delantal de tareas, con la ciega confianza automática en la labor doméstica que es, a la vez, el producto de más de treinta años de rutina.
El señor Canosa aparentaba leer el diario, fingiendo algún interés. Helena, aún de espaldas a su esposo, podía sentir la carga de odio que aquel hombre le prodigaba casi como una sombra. Con indiferencia, la señora amasaba unos pasteles de verduras, mientas por otro lado dejaba levar la masa para el plato principal. De vez en cuando miraba al cielo por la ventana y su mirada se iluminaba con el regocijo de pájaros nuevos.
Helena cumpliría, aquella mañana de domingo, la tan elaborada venganza que había venido trabajando en los últimos treinta años… Aquella mañana, el señor Canosa sería ajusticiado y se encontraría con la muerte.
Todo comenzó en los años jóvenes del señor Canosa. Era este un policía aplicado, educado en los más altos valores del código civil y moral. Durante la primavera de los años veinte, había dedicado su labor a perjudicar la vida del italiano Víctor Pagliani, padre de Helena y primer inmigrante de una poderosa familia siciliana. Tal empresa había culminado con el encierro y la posterior ejecución del italiano en un confuso episodio que la prensa se encargó de divulgar como “el más grande error de la ley”, ya que, al parecer, el señor Pagliani era inocente. Helena, con veinticinco años cumplidos, había jurado una venganza que tuviera la virtud de ser tan cruel como lo había sido la muerte y deshonra de su padre.
Durante semanas planeó los episodios. Decidió  que la muerte no causaría al asesino el daño que ella había sufrido en lo más hondo de sus sentimientos. Debía derrotarlo moralmente. Quería verlo miserable.
Lo primera maniobra fue seducir a Canosa, un hombre soberbio, algo menor que ella. No fue fácil, pero Helena era una joven hermosa y en menos de dos años había conseguido que Canosa le propusiera casamiento. Acto seguido, se instruyó minuciosamente en las artes milenarias de la muerte silenciosa, según las leyes de los asesinos chinos a las órdenes del terrible Shere Kahn; aprendió las técnicas de la asfixia de los Thugs, que a las órdenes de la diosa Kali evitaban el derramamiento de sangre en cada crimen; se educó en el arte del envenenamiento, de la dramaturgia y de la química.
En segundo lugar, fue modificando su aspecto y su inteligencia con el solo propósito de atormentar a su esposo: se dejó engordar de un modo vergonzoso, afectó ignorancia y fingió entretenerse con diversiones mundanas. Hizo de su cuerpo y de su mente un perfecto instrumento de tortura y de venganza.
Helena sabía que Canosa no la abandonaría. Siempre había preferido sacrificar sus sentimientos en nombre de la opinión pública y de un departamento de policías al que ya no pertenecía. Sabía, también, que su marido sufría y la odiaba en silencio. Esto la regocijaba interiormente, pero no había sido fácil compartir la cama y la intimidad con el ejecutor de su padre, planchar sus camisas, cocinar su cena, oír sus historias. Muchas noches sintió que los móviles de su plan iban perdiendo fuerza, y aunque es cierto que los años habían mitigado su dolor, nuestra dama ya había decidido firmemente continuar con su obra. Su vida ya no tendría otro destino. 
Helena había dejado pasar poco más de tres décadas para ejecutar el último acto de su plan. Sabía que, según las teorías matemáticas sobre la proporción áurea, la perfección de una figura rectangulizada se alcanza aproximadamente al sesenta y dos por ciento de su extensión proporcionada. Llevado a términos de una vida, Helena había planeado la muerte de su esposo para antes de que este hubiese cumplido los sesenta y cinco años, momento cúlmine en que sus sueños ya estuviesen rotos y nuevas esperanzas comenzaran a nacer dentro de su cuerpo desmoralizado.
Era el mes de agosto. El frío y la tristeza del invierno eran el marco perfecto para aumentar la agonía de la muerte. Al modo de Flambeu, el criminal, Helena se había preocupado por agregar a aquella muerte su correspondiente fondo estético: las hojas muertas y las flores marchitas coronarían su obra con la poesía de la literatura.
La mañana había llegado. Helena fingía, como siempre, una actitud mediocre y desinteresada. Escuchó a su marido levantarse, caminar hasta el dormitorio y regresar a leer el diario. Sabía que el tormento de aquel hombre vencido había llegado a la cima.
Canosa caminó hasta la mesada, se sirvió algunos pasteles de verduras y luego de unos minutos comenzó a vomitar. Helena volteó para observarlo. Vio también cómo el viejo Colt 38 caía al suelo y cómo, en su última mirada, Canosa había descubierto en Helena a una mujer brillante y humillada; a una mujer que, por escasos segundos, se le había adelantado en la ejecución de un homicidio.
Helena abrió la ventana y suspiró. Terminó de amasar y luego de quemar en el horno del patio el diario y los pasteles inyectados de talio, llamó a la policía, actuando el llanto y los gemidos de una mujer asustada.
Aquella fue la última actuación de Helena. Antes de que llegaran los médicos, se acercó al cuerpo de su esposo y recitó: la commedia é finita.





lunes, 8 de septiembre de 2014

Entre las páginas de uno de los libros de Cipriano, encontré una hoja de cuaderno, escrita a lápiz, con unos párrafos escritos por el tío. Transcribo lo que allí decía, entre garabatos, tachaduras y algunos gráficos improvisados:

Quiroga 1835

La soledad del camino es un cuadro repetido en la llanura. Los caranchos lo saben. A lo lejos, un rumor de caballos al trote rompe el silencio.
Un ornamentado carruaje corre por el camino, levantando polvo. En su interior, la mano hábil del caudillo traza unos párrafos en una vieja libreta. Nunca sabremos qué cosas anotaría, del mismo modo que nunca sabremos si la muerte que se sentaba a su lado le diera algún indicio, por mínimo que fuera.
Otros caballos con otros jinetes se aproximan. Se ponen a la par y amenazando al carretero con sables logran detener la marcha del vehículo. Las manos nerviosas de uno de los asesinos abren la puerta. La imagen del caudillo se agiganta. Los otros sienten algún temor, porque habían oído sobre la facultad sobrenatural de aquel hombre. Pero los enviados tienen que cumplir con una orden.
El ocupante es escoltado hasta la huella del camino. Conoce su destino y lo espera con ansiedad. Antes de quitarse el sombrero, dice estas palabras:
–Está bien para un tigre morir en la soledad de la llanura. Adelante.
El frío sable histórico entra en el cuerpo del caudillo, que no derrama sangre y cae sobre el suelo, como abrazándolo.
Tal vez en sus anotaciones ya figuraba el acontecimiento. Tal vez esperó la muerte como se espera un triunfo o la gloria de los inmortales. El resto son conjeturas. Solo los caranchos lo saben.

domingo, 25 de mayo de 2014

De las obligaciones que puede imponerse un autor, la más común y sin duda la más perjudicial es la de ser moderno.

La paradoja de Apollinaire, J. L. Borges, Textos recobrados (19531-1955).