lunes, 8 de septiembre de 2014

Entre las páginas de uno de los libros de Cipriano, encontré una hoja de cuaderno, escrita a lápiz, con unos párrafos escritos por el tío. Transcribo lo que allí decía, entre garabatos, tachaduras y algunos gráficos improvisados:

Quiroga 1835

La soledad del camino es un cuadro repetido en la llanura. Los caranchos lo saben. A lo lejos, un rumor de caballos al trote rompe el silencio.
Un ornamentado carruaje corre por el camino, levantando polvo. En su interior, la mano hábil del caudillo traza unos párrafos en una vieja libreta. Nunca sabremos qué cosas anotaría, del mismo modo que nunca sabremos si la muerte que se sentaba a su lado le diera algún indicio, por mínimo que fuera.
Otros caballos con otros jinetes se aproximan. Se ponen a la par y amenazando al carretero con sables logran detener la marcha del vehículo. Las manos nerviosas de uno de los asesinos abren la puerta. La imagen del caudillo se agiganta. Los otros sienten algún temor, porque habían oído sobre la facultad sobrenatural de aquel hombre. Pero los enviados tienen que cumplir con una orden.
El ocupante es escoltado hasta la huella del camino. Conoce su destino y lo espera con ansiedad. Antes de quitarse el sombrero, dice estas palabras:
–Está bien para un tigre morir en la soledad de la llanura. Adelante.
El frío sable histórico entra en el cuerpo del caudillo, que no derrama sangre y cae sobre el suelo, como abrazándolo.
Tal vez en sus anotaciones ya figuraba el acontecimiento. Tal vez esperó la muerte como se espera un triunfo o la gloria de los inmortales. El resto son conjeturas. Solo los caranchos lo saben.