martes, 25 de septiembre de 2012


Este fue uno de los primeros cuentos que Cipriano me contó, cuando yo era muy chico: En aquellos tiempos yo visitaba a mi tío acompañado de mis padres. Años mas tarde, cuando Cipriano se volvió mi compañero, le pedí que me repitiera aquella historia.

Gabino, una historia de la pampa

Gabino, nuestro personaje, nació en 1816, en un rancho humilde al este del río de los Troperos. La escasez de recursos lo obligó a trabajar desde muy joven. Su padre era arriero de las tropillas de una gran estancia y esta labor lo mantenía alejado de su familia por largas semanas, en las que Gabino y su madre se las rebuscaban para sobrevivir en la pobreza.
Cumplidos los dieciocho años se empleó en una estancia ubicada al sur de su pueblo, donde aprendió el oficio de los arrieros y descubrió su destreza para la guitarra. Con el tiempo, esta cualidad lo volvió popular entre los empleados y capataces de la estancia.
Alto, morocho y de mirada franca, portaba en su rostro una cicatriz, marca de una rodada que había sufrido una noche de tormenta, allá por el año 40.
Cuentan que Gabino poseía una gran facilidad para rimar en décimas y una destreza poco común para la guitarra. El dominio de estos oficios le dio renombre en la zona y hasta los gauchos mas bravos lo respetaron.
Pasaron los años y Gabino era ya un hombre. Una vida de trabajos duros en una pampa hostil lo había vuelto fuerte y también desconfiado. A pesar de ser hombre pacífico, había aprendido a usar el cuchillo y a no temerle a la muerte. Contemplativo y trabajador, era de los que hablan poco y actúan cuando la circunstancia lo requiere. El silencio y el coraje son atributos que a los hombres les cuesta entender, pero que admiran y reconocen en los otros.
Solía pasar horas en soledad, contemplando el vuelo bajo de las calandrias.
No tenía amigos y salvo en contadas ocasiones en que el alcohol lo invitaba a la confidencia, limitaba las relaciones personales a diálogos puramente necesarios. Esto hizo que los demás se dieran el permiso de fabular historias sobre su procedencia y destino.
Nunca nadie lo vio sonreír.
Jamás había descuidado el oficio de la guitarra. Este último elemento era todo su tesoro y en el rasgueo de alguna vieja tonada solía dejar al descubierto su llanto y sus tristezas.
Entre sus hábitos se contaban el mate amargo y la ginebra. También la concurrencia al viejo almacén del gringo Antonio, donde cada noche se armaba una rueda de cantores y no faltaba el invite al duelo de contrapunto. Que Gabino era de los mejores no lo ignoraban ni los parroquianos ni el propio Gabino, sin embargo nunca había logrado superar el estilo de Pacheco.
Este payador recorría de a caballo, una vez por mes, leguas y leguas de campo con el solo propósito de vencer a quien fuera... Y así ocurría siempre.
Gabino veía en Pacheco a un rival imposible, y el deseo de vencerlo se había vuelto en su vida el fuego que alimenta el espíritu y que da una razón para vivir.
Un detalle curioso: un confuso episodio a fines del año 1861 le había dado a Gabino la fama de mentiroso y de borracho. Los pobladores le negaron el saludo y tal vez el respeto.
Gabino se volvió un hombre aún más solitario.

Anochecía en el viejo almacén. El frío del invierno invitaba a los concurrentes a largos sorbos de ginebra.
Gabino, en un rincón, entretenía la guitarra en una antigua milonga, esperando que algún varón proponga el duelo. Secretamente esperaba la entrada de Pacheco al recinto y miraba de tanto en tanto hacia la puerta.
Sin embargo Pacheco llevaba varios meses sin aparecer por el lugar. Nadie aportaba datos sobre su persona. Nadie lo conocía. Nadie sabía nada.
La última payada contra Pacheco había sido hacia fines de abril. Nadie la olvidaría jamás: Gabino y su rival eterno se habían retado a un duelo de contrapunto que hicieron durar  tres noches y en el que versificaron sobre temas campestres al principio y sobre temas más profundos como la Vida y la Muerte, hacia el final.
Todavía hoy se habla de aquella noche en el almacén y nadie que la recuerde puede contener la emoción al relatar la historia: Dios guarde a los que tienen memoria, porque en ellos queda la huella de una gloria pasada.
Verdaderamente fue una pena que Pacheco desapareciera. No se había llegado a saber con exactitud si estaba muerto o si había cruzado la frontera en busca de mejor fortuna, hasta esa misma noche en que apareció un forastero por el almacén y contó, entre otras cosas, que había visto morir a Pacheco a manos de un tal Pereyra, en medio de una discusión y un agravio. El episodio había ocurrido meses atrás en un poblado ubicado unas leguas al este.
Gabino, al escuchar la noticia, sintió que una parte de su alma se moría para siempre, irreparablemente.
Muchas lunas lo vieron vagar sin rumbo siguiendo las estrellas, con su guitarra a cuestas, silbando alguna triste milonga sureña.
Una noche calurosa de Noviembre de 1861,  mientras se dormitaba entre borracho y cansado al tranco de su oscuro, Gabino fue protagonista de un hecho que cerraría para siempre aquella cuenta pendiente en su vida.
Cruzaba a caballo por uno de los nuevos ramales del ferrocarril, a unos metros de un monte de eucaliptos. La única luz posible la daban las estrellas.
Solo como siempre, había salido a pensar, a contemplar en la noche las figuras que regala el campo.
De improvisto un soplo helado lo golpeó en la cara y se vio arrancado de sus cavilaciones. Alzó la mirada y se encontró como parado en medio de una fotografía: las chicharras se habían callado, las ramas ya no obedecían a la voluntad de la brisa y las luciérnagas se habían apagado de repente como obedeciendo una orden superior.
Una presencia espectral lo obligó a voltear la mirada y sus ojos se encontraron con los del payador Pacheco que, parado sobre la hierba, empuñaba su guitarra.
Gabino se ahorró el asombro –quizás porque secretamente había anhelado ese encuentro cada noche; quizás porque el asombro es un sentimiento menor, propio de los que no creen que el mundo y la maravilla son, acaso, una misma cosa – y desmontó.
Los dos hombres estaban ahora solos en medio de la Pampa, ante el telón universal de mil estrellas.
Pacheco vestía como aquella noche de la payada histórica: con un sombrero ladeado, pañuelo al cuello y un cinto de rastras que brillaban como cuentas preciosas. En ningún momento separó la guitarra de su cuerpo y todo el tiempo se esforzó por ocultar el pecho, como si una herida -cual prenda indigna para un hombre- lo avergonzara.
Por fin acomodó su pié sobre un tronco y comenzó a tejer una melodía limpia y celeste.
Así comenzó una payada que duró toda la noche, sin que ninguno de los dos tuviera noción del tiempo que transcurría. Cada melodía era arrastrada por la brisa leguas y leguas hacia la nada, sin más destino que el horizonte vacío, y enseguida las cuerdas daban paso a otra nueva que acompañaba los versos en décima de los trovadores.
Comenzaba a clarear cuando Gabino cantaba los versos finales que dejaron a su oponente sin respuesta. Pacheco miró fijo a su rival y luego de una sonrisa resignada anunció:
– Es una pena que ya deba irme... Pero le prometo que la próxima no le será tan fácil.
–Es una pena que ya se haya ido.
– Nos veremos pronto, créame. Y espero que mi sentencia no lo incomode...
– Ya conozco la desdicha Pacheco, y no le temo a la muerte.
Un apretón de manos cerró la charla, el trinar de un pájaro acompañó la despedida y el soplo de una brisa que hamacó las flores hizo de saludo final al payador que ya se perdía en el horizonte.  
Gabino sonrió. Por fin sonrió. Con un gesto entre melancólico y esperanzado montó y silbando una milonguita sureña se perdió él también por el horizonte, donde una vez más la soledad de la pampa lo esperaba.

viernes, 3 de agosto de 2012


Segunda parte 
Cipriano siguió contando:

Una tarde Lucero llamó a los dos hermanos. Con los ojos entornados se reincorporó en la cama y con voz firme pidió al mayor que le hiciera el favor de contar cuantos pasos había desde la puerta del patio hasta el final de la medianera. Manuel miró a Pascasio con preocupación, pero para no contrariar al padre cumplió la orden sin hacer preguntas. Cuando volvió, se acercó a la cama y mientras se arrodillaba para hablar, Lucero susurró:
–Treinta y tres pasos ¿no?
Manuel asintió y repitió la respuesta. Efectivamente había contado treinta y tres pasos. El viejo sonrió satisfecho y se quedó dormido.
En las semanas que siguieron hubo muchos episodios como aquél. Una noche Lucero había hecho levantar a Pascasio para corroborar que hasta el almacén de la esquina había ciento cuarenta y dos pasos. Una escena como esta puede resultar ridícula. Pero inmediatamente deja de serlo cuando hay al menos una persona honesta (como Pascasio, como Manuel) capaz de dar fe de que el viejo jamás se equivocaba. Era como si su mente, inutilizado ya el cuerpo, hubiera adquirido la misteriosa agilidad de imaginar y de calcular los espacios con exacta precisión. Pero el viejo no calculaba en metros, ni en leguas, ni en millas… Lo hacía en pasos. En pasos de alambrador. Toda una vida de oficio habían hecho de su cuerpo una máquina de medición humana, a tal punto que, durante el tiempo que duró su postrera horizontalidad, no le era necesario recorrer la distancia para calcularla. Le bastaba la imaginación de dos puntos distantes para recorrerlos en su plano mental y traducir un número preciso de pasos.
El asombro de los hermanos se fue transformando en curiosidad y finalmente en un enigma cotidiano. Lucero, al menos una vez por día, calculaba una distancia. Una tarde de agosto recordó un trabajo que le había hecho a un tal Velázquez y pudo concluir que, durante aquella jornada, había dado, hacía unos veinte años, doce mil setecientos quince pasos.
Otras veces daba cifras de espacios recorridos en lugares de los que ninguno de los presentes había oído hablar jamás. En una ocasión dijo que desde su cama de pupilo hasta el portón de no se qué asilo había treinta y dos pasos; que desde los brazos de su madre hasta la cama en que en ese momento agonizaba, había solo uno. Nadie podía corroborar la primera cifra pero atribuyeron a la fiebre la segunda.
El hecho de que un anciano fuera capaz de esas hazañas no es menor, pero tampoco lo fueron las sucesivas y agotadoras noches en que, confundido por el delirio o las pesadillas, Lucero confundía personas, nombres propios y momentos de su vida. Pienso que no son menores, porque en ese otro mundo paralelo que la mente recrea se deja adivinar una vuelta al paraíso. Durante el momento en que sus ojos de chico parecían asomarse a otros tiempos lejanos, la paz en el rostro hacía pensar que Lucero se encontraba en un plano intermedio entre la vida terrena y el cielo que prometen los hombres de fe. Si es cierto que Lucero pudo vivir, a un tiempo, entre el cielo y la tierra, es porque quizás así lo determinó el Divino Propósito. Miguel de Unamuno escribiría hacia 1911:

Es revivir lo que viví mi anhelo,
y no vivir de nuevo nueva vida

Es decir que otra de las formas del paraíso bien puede ser la memoria: el acto de revivir los tiempos en que fuimos felices para el deleite del espíritu. Un cielo perfecto, pensamos los hombres, sería aquel en que no se nos negasen aquellos placeres de los que gozamos en vida. Así un soldado dijo alguna vez “en el cielo, me gustaría participar a veces en una guerra, en una batalla”[1].Quien sabe qué antiguas canciones recordaba Lucero en aquellos lapsos. ¿Quién nos podrá decir qué juegos, qué caricias, qué complicidad fraternal estaría reviviendo aquel hombre cansado?
Una mañana Pascasio y Manuel entibiaban leche para el desayuno de Lucero. Manuel, como otras veces, lo despertaba entonando bajito alguna canción olvidada que su padre completaba con alguna dificultad. Lucero, aquella mañana más que otras veces, parecía desentenderse del mundo. Parecía no comprender la melodía y sus ojos simulaban estar viendo otras cosas, en otros lugares. Repetía palabras, hablaba en voz baja como para sí mismo, se reía con la ternura de los recién nacidos. Ninguno de los hermanos fue capaz de interrumpir aquella dicha porque, mientras duraba, ellos también eran felices y si la agonía de la vejez había privado al anciano del goce en este mundo, una voluntad ajena se la prodigaba en aquél otro, a su complejo modo de recuerdos y de olvidos.
Para la hora del mediodía, el anciano había recobrado una mínima voluntad. Los hijos lo rodearon, con firmeza le sostuvieron las manos y en ese ámbito de amor y de sacrificios se le oyó decir, como desde muy lejos, que ya no había pasos que midiesen las distancias a uno y otro lado del portal. Con esas palabras entregó su vida como una ofrenda de gratitud. Lucero había muerto.
Cuando Pascasio terminó la historia, con humedad en los ojos me miró largamente en silencio. Yo, que siempre creí que había palabras para todo, no pude más que apretar muy fuerte su mano y quedarme callado. Nuestros silencios se entendieron a su modo.

Hasta aquí la historia que contó mi tío. 
A los días de haber escuchado esta historia, sentí alguna vergüenza por querer siempre buscar explicaciones y por no saber simplemente sentir y callar. Al principio hablé de la teoría de Morgan. ¿Es posible que la suma de los hermanos y del padre haya creado en aquel ámbito cerrado la ilusión de un último cielo en la vida de Lucero? Elijo pensar que los hábitos de aquellos alambradores ya habían sido cifrados de antemano, y que todos, tarde o temprano, cumplimos con nuestro destino. Si un pedazo de cielo existió en aquella casa puede sospecharse por las palabras del padre. La misteriosa precisión en la cifra de los pasos talvez sea la prueba más gentil de que ambos mundos (el posible y el imposible), por momentos, se entreveraron. 
Cipriano no arriesgó ninguna teoría cuando le comenté todo esto. Tampoco lo había hecho al relatar la historia. Solo sonrió, como quién entiende toda la maquinaria compleja del mundo, pero deja que nosotros mismos busquemos la respuesta en lo más hondo del espíritu. Así era Cipriano. 

jueves, 2 de agosto de 2012

Pasos de alambrador
(Primera parte)

  Una tarde de abril, mientras mateaba con Cipriano, se me ocurrió preguntarle por su facón. Siempre me había llamado la atención ese cuchillo filoso y con ribetes de plata que nunca se separaba del cinto de mi tío. Mientras cebaba, Cipriano me explicó que en los pagos, el facón y el caballo eran cosas que debían cuidarse como a la vida misma. A los pocos minutos (y esto era cosa corriente si uno hablaba con Cipriano) la conversación derivó en otros temas que nada tenían que ver con cuchillos. Sin ir más lejos, para cuando comenzaba a anochecer ya estábamos hablando de historias de aparecidos y sobre la posibilidad de la vida después de la muerte. 
   Cipriano siempre citaba autores, libros, anécdotas. Todavía hoy no puedo entender de donde sacaba aquel hombre todos sus conocimientos y me maravilla pensar que además de instruido, mi tío era un hombre de acción con todas las letras. Siempre tenía alguna historia con que matizar nuestras charlas y voy ahora a transcribir la que me contó ese día, porque quiero que ustedes también sientan la posibilidad de creer en lo sobrenatural. Tal vez aquel fue el propósito de Cipriano, aquella noche, al contarme la historia de don Lucero. Lo único que voy a agregar al relato es esta introducción, y ya verán ustedes por qué:

Leí hace unos días, en un ensayo sobre la perspectiva científica, de Bertrand Russell, que el biólogo Lloyd Morgan había expuesto, en la década del veinte, unos interesantes estudios sobre lo que dio en llamar el Divino Propósito. Me dieron alguna curiosidad aquellas exposiciones que conjugaban la opinión científica con la religiosa en un ensayo sobre la evolución de las especies. Según Morgan, en la disposición de un número indefinidos de elementos, se deja adivinar una propiedad que no existe en los objetos aislados. No tardé en recordar aquel cuento del budismo, que expone que el carro es más que la suma de las varas, las ruedas, el caballo, etc. Aristóteles había dicho, en otros términos, algo similar en cuanto al ser y su conciencia. Ahora creo necesaria esta introducción –que insiste en entorpecer el relato– porque es una de las maneras que encuentro para entender la historia de Lucero Rodríguez.

Doy ahora paso a la historia:

Comenzó Cipriano su relato: 

A principios de 1987 había tenido la posibilidad de viajar a mi pueblo natal por espacio de unas semanas, por asuntos de trabajo. Dediqué toda la primera, es verdad, a visitar antiguos afectos con los que veníamos postergando un encuentro para compartir el mate y alguna charla. Entre esos afectos estaba el alambrador Pascasio Rodríguez, del que guardo los mejores recuerdos.
Iluminado por los primeros relámpagos llegué a casa de Pascasio. A los pocos minutos se desplomó una pesada y calurosa tormenta. En aquel momento Pascasio estaba arreglando el motor de una camioneta pero, al recibirme, interrumpió la tarea, preparó el mate y cortó un chorizo casero que acompañamos con galleta y un queso que –según explicó–  había comprado volviendo de Dolores.
Pascasio es alambrador. Desde muy chico vivió en los campos, trabajando con firmeza en cualquier clima. Ahora, ya cerca de los setenta años, se ha ido distanciando de la pesada labor diaria para poder estar más tiempo en su casa, en favor de su familia. De poco diálogo, este hombre parece entrenado en el arduo arte de hablar con los silencios, y si el habla cotidiana fue siempre un sistema inasible para los estructuralistas, más lo será ese otro sistema que comprende la ausencia de palabras y que de igual modo traduce e identifica conceptos graves y profundos. En su modo de maniobrar el cuchillo, en el fraseo pausado de las oraciones, en la manera lenta y aplicada de cebar el mate hay mil palabras diciendo ayeres.
Para cuando nos habíamos puesto al día en asuntos corrientes, ya había oscurecido. Acepté quedarme a cenar y no puedo decir con precisión (¿pero quién exige precisión cronológica en un relato en el que uno se abandona al goce de la palabra sin tiempos?) en qué momento la conversación derivó en la historia de los últimos días en la vida de su padre, don Lucero.
Mientras se cocinaba la cena tuvo tiempo de contarme la historia que transcribo. Lo hago porque encierra un enigma interesante a la vida de los hombres y porque creo que en las acciones que se desarrollaron hay un poco del héroe interno que todos construimos alguna vez y al que rara vez intentamos imitar.
Lucero Rodríguez había sido alambrador y, si se quiere, el maestro – todo oficio es un arte en el que siempre se reconoce a un maestro– de sus dos únicos hijos. Si ellos habían salido alambradores, no era solamente por costumbre, sino que además había rasgos naturales que uno podía atribuir a la herencia de sangre, como por ejemplo el modo de caminar. Se dice que los alambradores caminan como midiendo distancia, y era cierto que ambos hermanos habían recibido el paso de alambrador de don Lucero; paso firme y simétrico, como el verso bravo de los payadores; paso laborioso y rítmico, como el galope acompasado del caballo manso o el trote traducido en cuerdas con que se acompaña una huella.
Caído es sus ochenta y dos años, Lucero había quedado postrado en una cama. Su salud estaba intacta, pero su cuerpo cansado pedía reposo. De a poco había ido relegando las caminatas cortas por la cocina a los pasos necesarios para llegar al baño o a la cama. Cada vez con más frecuencia necesitó del apoyo de sus hijos, hasta que una tarde cayó rendido y ya no pudo volver a caminar. Hombre de ímpetu y de soberbia, no se resignaba a la vergüenza de verse derrotado, y con frecuencia intentaba abandonar la cama para caer al suelo, entre maldiciones y protestas. Mayor vergüenza le habría resultado confiar su postrera desventura a una enfermera, por lo que sus hijos, Pascasio y Manuel, habían pactado asistir a don Lucero hasta que los días, o la voluntad de vivir, abandonasen para siempre a su padre.
Eventualmente algún médico llegaba hasta la casa, revisaba a Lucero y recomendaba la internación. El viejo renegaba y los hijos debían disculparse y acompañar al médico hasta la puerta. Los hermanos habían tomado una decisión, y si era voluntad del mundo que aquella vida fuese recogida en términos de meses o de días, no encontraban mejor morada para la muerte que la cama diaria que Lucero había entibiado toda su vida. Si existe en la muerte alguna dignidad, la de Lucero sería morir bajo el techo que habían levantado sus manos. Así, por lo menos, lo habían entendido aquellos hombres y así habrían de cumplirlo.
Aquí comienza lo que para Pascasio implica –tales fueron sus palabras– un enigma, un episodio fantástico. La vida no ofrece mayores pruebas de fantasía, pero es en el modo de ver las cosas que podemos atribuir a un episodio la intervención de una mano invisible.
Lucero se iba del mundo muy lentamente, como queriendo quedarse un poco más. La tos interrumpía sus conversaciones y había noches en las que no podía dormir. Sus almuerzos se habían reducido a una manzana y un vaso de leche tibia. Con esfuerzo lograba tomar el agua que sus hijos le ofrecían en la boca. Algunas mañanas lo sorprendían con lucidez, entonces hablaba y recordaba anécdotas hasta que un entresueño lo dominaba y lo abandonaba al descanso. Los hermanos lo oían con satisfacción y luego velaban su sueño como a un tesoro.
Muchas fueron las noches en que sus pesadillas eran arrastradas al ámbito de la alcoba, y gritaba con voz afónica, daba órdenes a empleados, hablaba con su difunta hermana menor o confundía a Manuel (el mayor) con un tío suyo que también había muerto hacía por lo menos cuarenta años. Con el paso de los días, estas escenas se habían hecho cada vez más frecuentes y no faltaron ocasiones en las que los propios hijos no habían sabido como llamarse entre ellos frente a Lucero, para no romper la ilusión de ese mundo cerrado que la imaginación del viejo había ido tejiendo desde la fiebre y el delirio. Había días enteros en los que no hablaba y solamente se dedicaba a observar en silencio los pasos de los muchachos, mientras apenas movía los labios, como llevando la precisa cuenta de algo, o como si rezara para sí un improvisado rosario secreto.
Fue durante una tarde de tormenta que el propio Pascasio oyó de boca de su padre un sueño atroz: Lucero caminaba por una calle empedrada y un ángel de capa negra le cerraba el paso hacia el final de una cortada. De su espalda sacaba una gran espada con forma de barreta y la clavaba en el suelo. Lucero, mirando fijo al espectro, pronunciaba estas palabras:
–Ciento doce pasos caminé hasta encontrarte, mil trescientos quince todavía quedan hasta mi casa y tu espada se hundió en esta calle tres metros y medio. Todavía no es mi tiempo. Yo soy el que lleva la cuenta.
Mientras me relataba este episodio, Pascasio miraba con profundidad desde el fondo de sus ojos azules, como buscando alguna explicación o como si tratase de ver en el sueño el signo sobrenatural de lo que ocurriría luego. Después de un silencio, siguió con la historia...

(continúa)

miércoles, 1 de agosto de 2012

Una tarde de abril, mientras mateaba con Cipriano, se me ocurrió preguntarle por su facón. Siempre me había llamado la atención ese cuchillo filoso y con ribetes de plata que nunca se separaba del cinto de mi tío. Mientras cebaba, Cipriano me explicó que en los pagos, el facón y el caballo eran cosas que debían cuidarse como a la vida misma. A los pocos minutos (y esto era cosa corriente si uno hablaba con Cipriano) la conversación derivó en otros temas que nada tenían que ver con cuchillos. Sin ir más lejos, para cuando comenzaba a anochecer ya estábamos hablando de historias de aparecidos y sobre la posibilidad de la vida después de la muerte. 
Cipriano siempre citaba autores, libros, anécdotas. Todavía hoy no puedo entender de donde sacaba aquel hombre todos sus conocimientos y me maravilla pensar que además de instruido, mi tío era un hombre de acción con todas las letras. Siempre tenía alguna historia con que matizar nuestras charlas y voy ahora  a transcribir la que me contó ese día, porque quiero que ustedes también sientan la posibilidad de creer en lo sobrenatural. Tal vez aquel fue el propósito de Cipriano, aquella noche, al contarme la historia de don Lucero. Lo único que voy a agregar al relato, es esta introducción, y ya verán ustedes porqué:

Leí hace unos días, en un ensayo sobre la perspectiva científica, de Bertrand Russell, que el biólogo Lloyd Morgan había expuesto, en la década del veinte, unos interesantes estudios sobre lo que dio en llamar el Divino Propósito. Me dieron alguna curiosidad aquellas exposiciones que conjugaban la opinión científica con la religiosa en un ensayo sobre la evolución de las especies. Según Morgan, en la disposición de un número indefinidos de elementos, se deja adivinar una propiedad que no existe en los objetos aislados. No tardé en recordar aquel cuento del budismo, que expone que el carro es más que la suma de las varas, las ruedas, el caballo, etc. Aristóteles había dicho, en otros términos, algo similar en cuanto al ser y su conciencia. Ahora creo necesaria esta introducción –que insiste en entorpecer el relato– porque es una de las maneras que encuentro para entender la historia de Lucero Rodríguez.

Comenzó Cipriano: 

A principios de este año tuve el alivio de viajar a mi pueblo por espacio de unas semanas. Dediqué toda la primera a visitar antiguos afectos con los que veníamos postergando un encuentro para compartir el mate y alguna charla.
Iluminado por los primeros relámpagos llegué a casa de Pascasio. A los pocos minutos se desplomó una pesada y calurosa tormenta. En aquel momento Pascasio estaba arreglando el motor de una camioneta pero, al recibirme, interrumpió la tarea, preparó el mate y cortó un chorizo casero que acompañamos con galleta y un queso que –según explicó–  había comprado volviendo de Dolores.
Pascasio es alambrador. Desde muy chico vivió en los campos, trabajando con firmeza en cualquier clima. Ahora, ya cerca de los setenta años, se ha ido distanciando de la pesada labor diaria para poder estar más tiempo en su casa, en favor de su familia. De poco diálogo, este hombre parece entrenado en el arduo arte de hablar con los silencios, y si el habla cotidiana fue siempre un sistema inasible para los estructuralistas, más lo será ese otro sistema que comprende la ausencia de palabras y que de igual modo traduce e identifica conceptos graves y profundos. En su modo de maniobrar el cuchillo, en el fraseo pausado de las oraciones, en la manera lenta y aplicada de cebar el mate hay mil palabras diciendo ayeres.
Para cuando nos habíamos puesto al día en asuntos corrientes, ya había oscurecido. Acepté quedarme a cenar y no puedo decir con precisión (¿pero quién exige precisión cronológica en un relato en el que uno se abandona al goce de la palabra sin tiempos?) en qué momento la conversación derivó en la historia de los últimos días en la vida de su padre, don Lucero.
Mientras se cocinaba la cena tuvo tiempo de contarme la historia que transcribo. Lo hago porque encierra un enigma interesante a la vida de los hombres y porque creo que en las acciones que se desarrollaron hay un poco del héroe interno que todos construimos alguna vez y al que rara vez intentamos imitar.
Lucero Rodríguez había sido alambrador y, si se quiere, el maestro – todo oficio es un arte en el que siempre se reconoce a un maestro– de sus dos únicos hijos. Si ellos habían salido alambradores, no era solamente por costumbre, sino que además había rasgos naturales que uno podía atribuir a la herencia de sangre, como por ejemplo el modo de caminar. Se dice que los alambradores caminan como midiendo distancia, y era cierto que ambos hermanos habían recibido el paso de alambrador de don Lucero; paso firme y simétrico, como el verso bravo de los payadores; paso laborioso y rítmico, como el galope acompasado del caballo manso o el trote traducido en cuerdas con que se acompaña una huella.
Caído es sus ochenta y dos años, Lucero había quedado postrado en una cama. Su salud estaba intacta, pero su cuerpo cansado pedía reposo. De a poco había ido relegando las caminatas cortas por la cocina a los pasos necesarios para llegar al baño o a la cama. Cada vez con más frecuencia necesitó del apoyo de sus hijos, hasta que una tarde cayó rendido y ya no pudo volver a caminar. Hombre de ímpetu y de soberbia, no se resignaba a la vergüenza de verse derrotado, y con frecuencia intentaba abandonar la cama para caer al suelo, entre maldiciones y protestas. Mayor vergüenza le habría resultado confiar su postrera desventura a una enfermera, por lo que sus hijos, Pascasio y Manuel, habían pactado asistir a don Lucero hasta que los días, o la voluntad de vivir, abandonasen para siempre a su padre.
Eventualmente algún médico llegaba hasta la casa, revisaba a Lucero y recomendaba la internación. El viejo renegaba y los hijos debían disculparse y acompañar al médico hasta la puerta. Los hermanos habían tomado una decisión, y si era voluntad del mundo que aquella vida fuese recogida en términos de meses o de días, no encontraban mejor morada para la muerte que la cama diaria que Lucero había entibiado toda su vida. Si existe en la muerte alguna dignidad, la de Lucero sería morir bajo el techo que habían levantado sus manos. Así, por lo menos, lo habían entendido aquellos hombres y así habrían de cumplirlo.
Aquí comienza lo que para Pascasio implica –tales fueron sus palabras– un enigma, un episodio fantástico. La vida no ofrece mayores pruebas de fantasía, pero es en el modo de ver las cosas que podemos atribuir a un episodio la intervención de una mano invisible.
Lucero se iba del mundo muy lentamente, como queriendo quedarse un poco más. La tos interrumpía sus conversaciones y había noches en las que no podía dormir. Sus almuerzos se habían reducido a una manzana y un vaso de leche tibia. Con esfuerzo lograba tomar el agua que sus hijos le ofrecían en la boca. Algunas mañanas lo sorprendían con lucidez, entonces hablaba y recordaba anécdotas hasta que un entresueño lo dominaba y lo abandonaba al descanso. Los hermanos lo oían con satisfacción y luego velaban su sueño como a un tesoro.
Muchas fueron las noches en que sus pesadillas eran arrastradas al ámbito de la alcoba, y gritaba con voz afónica, daba órdenes a empleados, hablaba con su difunta hermana menor o confundía a Manuel (el mayor) con un tío suyo que también había muerto hacía por lo menos cuarenta años. Con el paso de los días, estas escenas se habían hecho cada vez más frecuentes y no faltaron ocasiones en las que los propios hijos no habían sabido como llamarse entre ellos frente a Lucero, para no romper la ilusión de ese mundo cerrado que la imaginación del viejo había ido tejiendo desde la fiebre y el delirio. Había días enteros en los que no hablaba y solamente se dedicaba a observar en silencio los pasos de los muchachos, mientras apenas movía los labios, como llevando la precisa cuenta de algo, o como si rezara para sí un improvisado rosario secreto.
Fue durante una tarde de tormenta que el propio Pascasio oyó de boca de su padre un sueño atroz: Lucero caminaba por una calle empedrada y un ángel de capa negra le cerraba el paso hacia el final de una cortada. De su espalda sacaba una gran espada con forma de barreta y la clavaba en el suelo. Lucero, mirando fijo al espectro, pronunciaba estas palabras:
–Ciento doce pasos caminé hasta encontrarte, mil trescientos quince todavía quedan hasta mi casa y tu espada se hundió en esta calle tres metros y medio. Todavía no es mi tiempo. Yo soy el que lleva la cuenta.
Mientras me relataba este episodio, Pascasio miraba con profundidad desde el fondo de sus ojos azules, como buscando alguna explicación o como si tratase de ver en el sueño el signo sobrenatural de lo que ocurriría luego. Después de un silencio, siguió con la historia.
Una tarde Lucero llamó a los dos hermanos. Con los ojos entornados se reincorporó en la cama y con voz firme pidió al mayor que le hiciera el favor de contar cuantos pasos había desde la puerta del patio hasta el final de la medianera. Manuel miró a Pascasio con preocupación, pero para no contrariar al padre cumplió la orden sin hacer preguntas. Cuando volvió, se acercó a la cama y mientras se arrodillaba para hablar, Lucero susurró:
–Treinta y tres pasos ¿no?
Manuel asintió y repitió la respuesta. Efectivamente había contado treinta y tres pasos. El viejo sonrió satisfecho y se quedó dormido.
En las semanas que siguieron hubo muchos episodios como aquél. Una noche Lucero había hecho levantar a Pascasio para corroborar que hasta el almacén de la esquina había ciento cuarenta y dos pasos. Una escena como esta puede resultar ridícula. Pero inmediatamente deja de serlo cuando hay al menos una persona honesta (como Pascasio, como Manuel) capaz de dar fe de que el viejo jamás se equivocaba. Era como si su mente, inutilizado ya el cuerpo, hubiera adquirido la misteriosa agilidad de imaginar y de calcular los espacios con exacta precisión. Pero el viejo no calculaba en metros, ni en leguas, ni en millas… Lo hacía en pasos. En pasos de alambrador. Toda una vida de oficio habían hecho de su cuerpo una máquina de medición humana, a tal punto que, durante el tiempo que duró su postrera horizontalidad, no le era necesario recorrer la distancia para calcularla. Le bastaba la imaginación de dos puntos distantes para recorrerlos en su plano mental y traducir un número preciso de pasos.
El asombro de los hermanos se fue transformando en curiosidad y finalmente en un enigma cotidiano. Lucero, al menos una vez por día, calculaba una distancia. Una tarde de agosto recordó un trabajo que le había hecho a un tal Velázquez y pudo concluir que, durante aquella jornada, había dado, hacía unos veinte años, doce mil setecientos quince pasos.
Otras veces daba cifras de espacios recorridos en lugares de los que ninguno de los presentes había oído hablar jamás. En una ocasión dijo que desde su cama de pupilo hasta el portón de no se qué asilo había treinta y dos pasos; que desde los brazos de su madre hasta la cama en que en ese momento agonizaba, había solo uno. Nadie podía corroborar la primera cifra pero atribuyeron a la fiebre la segunda.
El hecho de que un anciano fuera capaz de esas hazañas no es menor, pero tampoco lo fueron las sucesivas y agotadoras noches en que, confundido por el delirio o las pesadillas, Lucero confundía personas, nombres propios y momentos de su vida. Pienso que no son menores, porque en ese otro mundo paralelo que la mente recrea se deja adivinar una vuelta al paraíso. Durante el momento en que sus ojos de chico parecían asomarse a otros tiempos lejanos, la paz en el rostro hacía pensar que Lucero se encontraba en un plano intermedio entre la vida terrena y el cielo que prometen los hombres de fe. Si es cierto que Lucero pudo vivir, a un tiempo, entre el cielo y la tierra, es porque quizás así lo determinó el Divino Propósito. Miguel de Unamuno escribiría hacia 1911:

Es revivir lo que viví mi anhelo,
y no vivir de nuevo nueva vida

Es decir que otra de las formas del paraíso bien puede ser la memoria: el acto de revivir los tiempos en que fuimos felices para el deleite del espíritu. Un cielo perfecto, pensamos los hombres, sería aquel en que no se nos negasen aquellos placeres de los que gozamos en vida. Así un soldado dijo alguna vez “en el cielo, me gustaría participar a veces en una guerra, en una batalla”.Quien sabe qué antiguas canciones recordaba Lucero en aquellos lapsos. ¿Quién nos podrá decir qué juegos, qué caricias, qué complicidad fraternal estaría reviviendo aquel hombre cansado?
Una mañana Pascasio y Manuel entibiaban leche para el desayuno de Lucero. Manuel, como otras veces, lo despertaba entonando bajito alguna canción olvidada que su padre completaba con alguna dificultad. Lucero, aquella mañana más que otras veces, parecía desentenderse del mundo. Parecía no comprender la melodía y sus ojos simulaban estar viendo otras cosas, en otros lugares. Repetía palabras, hablaba en voz baja como para sí mismo, se reía con la ternura de los recién nacidos. Ninguno de los hermanos fue capaz de interrumpir aquella dicha porque, mientras duraba, ellos también eran felices y si la agonía de la vejez había privado al anciano del goce en este mundo, una voluntad ajena se la prodigaba en aquél otro, a su complejo modo de recuerdos y de olvidos.
Para la hora del mediodía, el anciano había recobrado una mínima voluntad. Los hijos lo rodearon, con firmeza le sostuvieron las manos y en ese ámbito de amor y de sacrificios se le oyó decir, como desde muy lejos, que ya no había pasos que midiesen las distancias a uno y otro lado del portal. Con esas palabras entregó su vida como una ofrenda de gratitud. Lucero había muerto.
Cuando Pascasio terminó la historia, con humedad en los ojos me miró largamente en silencio. Yo, que siempre creí que había palabras para todo, no pude más que apretar muy fuerte su mano y quedarme callado. Nuestros silencios se entendieron a su modo.









lunes, 23 de julio de 2012


Aprovechando la lluvia de ayer, me puse a revolver viejos cajones con fotos. Entre mate y mate iba viendo recortes de diarios que tío Cipriano guardaba (vaya uno a saber porqué), monedas antiguas, la hoja de un cuchillo que el tío pensaba regalarme después de fabricar el mango (trabajo que quedó inconcluso), y unos sobres con cartas personales que no me atreví a leer. Hubo una, sin embargo, que me llamó poderosamente la atención... En un sobre color café, muy gastado y muy frágil, había una carta escrita a mano, con tinta negra y caligrafía de siglo pasado que me atrapó de una manera tal que no pude resistir el impulso de leerla.
Mayor fue mi sorpresa cuando encontré que aquello que parecía una carta era en realidad una suerte de autobiografía escrita por el mismo padre de Cipriano. Mi tío jamás había hablado del pasado de su padre, del que tantas preguntas yo tenía. En ese momento, frente a mis ojos, tuve un breve resumen de aquel hombre misterioso. 
Luego de haber leído aquella historia (con el estilo habitual de la época), entendí un poco más la estirpe de tío Cipriano. Mi tío llevaba en la sangre toda una tradición de vida salvaje, de coraje y de heroísmo; de potros, de llanura, de rudeza. 
Comparto con ustedes la carta, escrita por el mismo padre de tío Cipriano, don Pedro Burgos:

"La siguiente es una revisión de algunos hechos significativos en mi vida. Muchas veces me habré equivocado y tantas otras habré sido el autor de acciones que no me enorgullecieron, más siempre seguí a mi corazón que, como un farol en la noche, me guió en esta pampa salvaje. Creo que todos esos acontecimientos de algún modo me justifican.
Debe saber quien lea estas páginas que no busco en ellas el perdón o la lástima, pero es necesario que sepan que muchas veces los hombres de honor también nos rebajamos a las confidencias, talvez porque en algún momento todos sentimos -muy íntimamente- la necesidad de compartir nuestro sufrimiento con el mundo.
También me gustaría creer que en el juicio personal de cada lector pueda interceder –aunque sea como un atenuante– la consideración de que quien escribe es un hombre trabajado por los años, el desierto y la soledad".
  
  
P. B.
 Setiembre, 1831.


   Mi nombre es Pedro Burgos y soy nativo de esta tierra pampa. Nací muy cerca del arroyo Los Huesos, en un pueblo chico a unas leguas de La Colorada.
Soy alto, de barba despareja, de manos fuertes. He trabajado sobre la escarcha que hace nido en los cardos en las mañanas de julio, pero también bajo el sol abrasante del enero. Recorro solo y de a caballo los desiertos de la pampa. También he matado a un hombre en un confuso episodio que daré a conocer más adelante.
  Mi padre era peón de una estancia en un paraje al que llaman La Pastora. Mi madre murió cuando yo todavía no tenía los cinco años cumplidos; mis recuerdos de ella son vagos y están más cerca del sueño que de la memoria. Aún así, guardo en la mente una melodía que cantaba mientras trajinaba entre el patio y la cocina, y la voz dulce y limpia de una mujer joven y acaso bella.
  Mi crianza estuvo, entonces, a cargo de mi padre y de una de las personas más importantes en mi vida: el viejo Salvador. Este era un herrero fuerte y parco que trabajó con mi padre; hombre de ademanes toscos y de corazón noble; de pocas palabras y de mucha sabiduría.
  Del viejo Salvador aprendí muchas cosas de la llanura y del desierto, y también las destrezas con el rifle y el lazo. Cuando ya había cumplido los dieciocho, yo tenía fama de tirador infalible en toda la provincia. Perdonen ustedes si peco de engreído, pero sepan que jamás erré un tiro ni desperdicié una bala.
  Una vez, mientras tomaba una ginebra en la pulpería de Galván, se llegó hasta el mostrador un mozo que me desafió a una competencia de tiro. Acepté gustoso y todos los presentes salieron amontonados a la calle. 
  Sobre el suelo se colocaron siete botellas de grapa y un vaso chico de vino, de esos que llaman vaso tramposo. Mi rival se alejó setenta pasos, dio media vuelta y haciendo puntería, disparó dejando seis botellas rotas. Todos quedaron asombrados por la habilidad de aquel forastero y volvieron a colocar nuevas botellas. Yo, por mi parte, caminé hasta mi moro y montando al estilo criollo, me fui alejando despacito de la multitud. Muchos se rieron, y hasta hubo quien me llamó cobarde…                         Cuando me encontré a unos doscientos metros de las risas y de las burlas, frené mi caballo y saqué del recado mi rifle. Apunté y disparé, dejando las siete botellas de grapa convertidas en miles de vidrios rotos desparramados por el suelo polvoroso. Taconeé mi moro, y así nomás al galope como venía, puse mi última bala en el vaso  chico de vino, que voló por el aire ante el estupor de todos.
  Historias como estas, tengo varias; pero una sola está bien para que sepan ustedes hasta que punto era bueno tirando.
  Cuando cumplí los veintiún años, decidí que ya era tiempo de salir a buscar mi destino al desierto. Así, ante los abrazos de mi padre y las lágrimas del viejo Salvador, me fui del pago.
  Durante semanas anduve recorriendo, de norte a sur, los diferentes parajes y pueblos. Al sur de Tandil, en la estancia Nazarenas, paré una semana completa. Como hacían falta peones, me conchabaron para unos trabajos de arreo y me dieron lugar en un galpón. Todas las mañanas mateábamos en ronda con los demás peones y enseguida salíamos a la llanura para guiar el ganado hasta los corrales de un campito en Roque Pérez. Siempre disfruté de este tipo de trabajos, que ponen a prueba la habilidad como jinete y la destreza para el lazo.
  Una tarde, durante una yerra, tuve que correr a un toro que salió desbocado del establo. Monté en mi moro y a los pocos metros lo emparejé; saqué mi lazo trenzado y en un movimiento rápido hice frenar la bestia, al tiempo que la maneaba. Este tipo de acciones eran frecuentes por aquella estancia y realmente extrañé esos días cuando partí nuevamente, siguiendo mi destino de solitario.
  Dos años después de haber vagado sin rumbo fijo, de haber callado mis manos en trabajos a campo abierto, di por fin con un grupo de granaderos que estaban reclutando jinetes para la campaña. Yo nunca hubiera querido tener asuntos con la milicia, pero por ese entonces la doctrina pisaba fuerte y, además, me estaba escaseando la plata.
  Se dio entonces que yo, Pedro Burgos, me encontré vistiendo las prendas militares y en medio de un grupo de jinetes y soldados de distintas procedencias.
  Las jornadas eran agotadoras. Desde muy temprano recorríamos el campo abierto, vadeando arroyos y trepando sierras, en busca de las tolderías. Al frente de la formación cabalgaba un grupo de soldados con clarinetes que eran los encargados de dar señal de alarma ante la presencia de algún malón. Yo desconfiaba de la utilidad de este grupo, porque sabía que el indio es inteligente, y cuando menos se lo espera, uno los tiene encima. Lamentablemente, mi desconfianza encontró fundamento una tarde en que estábamos cruzando el arroyo Guayaimanca, rumbo a los pagos en los que entrenaba el general Rauch.
  Comenzaba a oscurecer. Todos seguíamos al grupo en silencio y, según nos habían dicho, estábamos cerca de un campamento indio. La idea era atacarlos por sorpresa, tratando de respetar mujeres y niños, que serían llevados a los cuarteles como prisioneros. La luna comenzaba a brillar y algunas estrellas que se asomaban hacían que la pampa pareciera aún más inmensa, aún más solitaria. Yo tenía mi rifle preparado.
  De repente, antes de que pudiésemos ver las tolderías, un malón de por lo menos cien indios a caballo salió de atrás de un monte, gritando, levantando polvo, formados en media luna. Eran increíblemente veloces. Montaban a pelo limpio con una destreza tal que despertaba envidia.
  No tardó en llevarse a cabo una lucha sangrienta, a tientas, teñida de terror y talvez inútil. Yo no sentía deseo de disparar mis balas contra el coraje de aquellos hombres salvajes que se defendían. Recordé la historia que el viejo Salvador me contaba de un indio que, cercado por la milicia y obligado a entregar su territorio, prefirió darse muerte con la moharra de su lanza a tener que someterse a una voluntad extranjera.
  Lo que sigue a continuación merece ser contado con detalles. Miré a un lado y contemplé con horror cómo dos soldados de mi bando habían tomado a un indio por los pelos. Lo tenían en el suelo, y lo estaban matando a golpes. El indio no gritaba; seguía luchando. Cargué mi rifle y apunté… Muchas veces uno no hace lo que cree correcto, solamente por cumplir con ciertas convenciones; pero yo fui criado de otra manera. Que me perdone el cristiano que lea estas líneas, porque aquí debo contar que con mi rifle di muerte al soldado que sujetaba al indio. Cargué nuevamente y disparé en la rodilla del soldado que quedaba. El indio se paró. Me miró por un instante que me pareció infinito y, en un gesto que entendí como gratitud, volvió a la batalla, acaso con estoicismo.
 Yo monté y me retiré de aquella pelea injustificada.
 Muchos abriles pasaron de aquella tarde. En mis siguientes andanzas, conocí muchos pueblos y muchas caras, pero todavía sigo mi destino de solitario, con mi rifle y mi moro. Algunas tardes bajo al poblado a buscar ginebra. De noche miro hacia el cielo y pienso en mi pueblo, en la soledad y en la tristeza que me ha dejado la vida nómade. Sin embargo, cuando vuelva a amanecer, yo me habré ido. Siempre buscando otro destino.
  Y siempre solo.

jueves, 19 de julio de 2012


Siempre entendí que de todos los atributos que una vida puede tener, la fragilidad es la que acaso más la representa. La vida es frágil. Débiles soplos pueden apagarla. Sin embargo, a nadie le esta vedada la gloria pasajera; no hay persona que no haya sido, involuntariamente, un gran héroe, una gran persona.
Es en esos momentos cuando la vida se eleva a los más altos valores de lo absoluto. Fuera de la literatura nos parece difícil encontrar esas acciones de valor y de grandeza, sin embargo la historia nos abre las puertas del pasado –siempre serviciales para los tejedores de mitos– y nos ofrece una extensa lista de héroes. Sus historias son las que repetiremos para probarnos que el mundo es algo más que lo que se extiende más allá de los símbolos y de las representaciones, de la materia y de las palabras.
Todas estas reflexiones me fueron siendo reveladas a medida que mi admiración por Cipriano crecía. Como ya he dicho, aquel hombre fue mi mayor referente y sus conversaciones profundas me hacían olvidar los personajes de fantasía, para ir delegando esa devoción hacia su persona, de la que tanto aprendí. Quiero decir con esto que Cipriano se iba convirtiendo, poco a poco, en mi héroe mayor.
 Actualmente dedico muchas de mis tardes al hábito de la guitarra, oficio que aprendí de mi tío. Muchas de las canciones que me gusta interpretar se las oía cantar a este hombre, entre mate y mate, en la casa que compartíamos. Muchos años pasaron de aquel tiempo, pero cuando pulso las cuerdas los recuerdos me vienen como "en tropilla", tal como hubiera dicho Cipriano. Gracias a la guitarra conocí muchos pueblos y muchos amigos. Quizás deba todo eso a Cipriano, que fue quién me educó en el arte de la música y la milonga, pero también en el de los silencios y las buenas costumbres.
Ya pronto conocerán ustedes otra anécdota de mi tío. Por ahora los convido con una canción que me recuerda los años de andanzas junto a mi héroe y que evoca la nostalgia de caminos recorridos: "De corrales a tranqueras".




martes, 10 de julio de 2012


Ultima parte


“González discutió con el vasco en el bar del Pardo. Allí el vasco aumentó su deuda y fue así que González pensó en matarlo, envuelto en una ira irracional de avaricia y de vino. Salieron separados, pero, a la mitad del camino, éste último alcanzó al vasco y lo derribo del caballo, asestándole una puñalada en el pecho. Este detalle fue fundamental para lo que vendría después, porque si González hubiera matado al vasco en su propia casa, como se pensó desde el primer momento en que se encontró el cuerpo en la habitación, se arriesgaba a ser descubierto entrando al campo, o a ser visto por algún peón… Además, debía valerse de la borrachera del vasco para asegurarse el éxito. Seguidamente montó y ató el cuerpo del otro al caballo, paró en el almacén de Vena, escondiendo el caballo con el hombre muerto en la parte de atrás. Pidió un trago que no alcanzó a probar (y que de todos modos no hubiera probado, para no seguir emborrachándose) y antes de salir procuró que lo vieran pelear de palabras con Iberra y que todos lo oyeran decir que andaba desarmado, cosa que hizo a los gritos.
Al salir, llegó hasta la unión de los caminos que yo visité la noche anterior, en donde se sentó a pensar. En la bolsa de sus recados no había bebidas, solamente las naranjas que había comprado por la mañana. Finalmente, miró el cielo que se cubría de nubes y tuvo una revelación: esperó la mansa lluvia para salir hasta el campo del vasco y asegurarse de que las huellas quedaran marcadas en el camino. Eso mismo hizo y cuando llegó, con el caballo del otro de tiro, solo tuvo que empujar la ventana de la habitación y tumbar el cadáver en el suelo (la noche de nuestra visita a la casa del vasco, palpé el marco de la ventana y noté unos delgados hilos de sangre seca sobre el vidrio). Al salir, procuró que las pisadas de su caballo no fueran las mismas. En este punto me trababa para reconstruir la escena, hasta que recordé el clavo de herrar que había encontrado la noche que visitamos la casa con usted, amigo. Ese clavo era la prueba de que González había quitado las herraduras de su caballo antes de salir, porque, por otro lado, no podía esperar a que el barro se secase para salir inadvertido. Trabajó sin descanso, y con la confianza de que nadie lo oiría, para quitar las herraduras. Le costó trabajo, pero lo logró. Quiso no dejar pruebas, pero perdió este clavo que lo incriminó”.
–Brillante, ¡brillante! Pero… Digamé una cosa, Cipriano: ¿en todo su relato, que pruebas tuvo para decidir que efectivamente el culpable había sido González y no otro?
–Sencillo, Acosta. En mi recorrido nocturno desanduve el camino del asesino y las huellas sin herrar me llevaron otra vez a la unión de los caminos en donde todavía estaba, seco por el sol, picado por los gorriones, un montoncito de cáscaras de naranja amarga (naranjas del tipo que solamente González compraba para comer con placer, según las palabras de vena) y más al costado, envuelto en un trapo sucio, el puñal ensangrentado. El asesino debe haber vuelto otra vez a este punto de cruce para asegurarse de que nadie lo viese volver por el único camino posible a la casa del vasco. Una corta visita al herrero me confirmó que González había vuelto al pueblo a comprar algunos clavos y escuchar las versiones de la trágica y misteriosa muerte del vasco, para corroborar el éxito de su estrategia.
Lo demás es cosa por usted conocida: mandé un anónimo a González diciendo que yo mismo había visto todo el episodio. En mi carta, exigía al asesino la suma de quinientos pesos a cambio de mi silencio, o de lo contrario sumaría a mi declaración la muerte del chico Acevedo, encontrado muerto en su casa de peón el mismo día en que se fechaba la carta. Esto último no podía ser corroborado por González que desconocía el paradero de Acevedo y ante el miedo de cumplir una doble condena y con la avaricia de quién piensa que la libertad no vale quinientos pesos, el ingenuo avaro se presentó ante las autoridades.
–Ahora entiendo –dijo Acosta, entre risotadas.
– ¿Qué cosa?
– El gesto de horror que se dibujó en la cara de González al ver que el chico Acevedo pasaba caminando, lo más campante y con rumbo a la puerta de salida, por su lado, después de haber escuchado la policía la versión del asesino. Es usted un genio, Cipriano.
–No se confunda, Acosta. Lo que se logra gracias a la meditación tranquila, al puro ejercicio intelectual, tiene sus méritos. Sin embargo, no puede ser nunca más valioso que la acción. En este caso, Acosta, usted no es menos héroe que yo, que crecí tratando de parecerme a usted en los rodeos, en la destreza con el rifle, hasta en el modo de anudar el pañuelo al cuello. Los hombres intelectuales, he de reconocerlo, sirven muchas veces para construir teorías más o menos útiles a la sociedad; pero los hombres de acción son los que verdaderamente salvan al mundo.

  Terminado el relato, tío Cipriano dejó caer la naranja al suelo. Nos levantamos en silencio del banquito de piedras y volvimos al departamento caminando con lentitud, mientras yo pensaba si podría asemejarme, alguna vez, a mi tío. 

lunes, 9 de julio de 2012


Sexta parte:

Entrada la mañana, tomé lápiz y papel y escribí una carta. Por lo demás, solamente había que esperar…
Al día siguiente, Acosta se presentó en casa. Tenía las ropas de domingo y traía perfume de colonias. Cuando salí a recibirlo, me abrazó y dijo que todo había terminado. Que González se había entregado por su propia cuenta y que quería explicar que él era el responsable de la muerte del vasco; lo contó todo. Dijo que se entregaba para evitar una doble condena y que él no era responsable por la muerte del chico Acevedo. 
–Como usted bien sabe, el chico Acevedo está gozando de excelente salud. Alguien –dijo mirándome a los ojos con ironía– debe haberle hecho creer que el chico también había sido muerto, y claro está, para un tahúr como González, que conoce las leyes, era indispensable no pagar el doble por una muerte que él no había provocado. Agregó:
–No quise esperar para verlo, Cipriano, porque esta mañana cuando leí el anónimo que recibió González no pude dejar de reconocer su letra. Me hice el desentendido, por que efectivamente el anónimo había llevado al asesino a confesar la verdad, pero ahora quiero que me diga, por la santa virgencita, cómo hizo para darse cuenta de todo.
 –Sientesé y tome un mate, Acosta. Le voy a contar:
Habrá notado que ante la necesidad de urgir un plan con poco tiempo, los nervios y los errores son inevitables. Un buen observador debe enfocarse en estos errores más que en las evidencias. Elaborar un episodio a partir de las pistas visibles, puede ser un camino peligroso, pero si, por el contrario, imaginamos el episodio como una gran obra de teatro en que el guión ya fue escrito, sólo nos queda ir poniendo a cada actor en su lugar para entender el papel de cada uno en el argumento.
La noche en que llegamos hasta el rancho del vasco, no tardé en notar que las huellas de los caballos eran diversas. Creo haber comentado con usted ese detalle. Mirando más detenidamente noté que las pisadas que llegaban a la casa eran de caballos herrados (como la mayoría en estos pagos) pero que las huellas que salían del campo de Arriaga eran de cascos sin herradura. Sabemos por el chico que no hubo visitas. Sabemos también que ese día tuvo lugar una breve llovizna que bastó para embarrar el camino.
Seguidamente, hablé con el Pardo y con Vena. El primero me contó sobre los motivos del asesino: Arriaga debía ya a González más de doscientos pesos. Arriaga y González se fueron casi juntos, pero cada uno por su lado. Vena me confirmó los nervios de González y la compra de naranjas amargas en su almacén.
Antes de volver a casa estuve recorriendo los caminos y llegué a la conclusión de que había solamente dos trayectos posibles, sin embargo estos dos trayectos se unían en una cortada a mitad del recorrido. Allí me dirigí sin pensar y ahí mismo encontré la evidencia que necesitaba… La cosa fue así:

(continúa)

sábado, 7 de julio de 2012

Mientras esperamos la continuación de esta aventura de Cipriano, les dejo esta milonga de acento decididamente rioplatense, con música de Héctor Maciel y letra de Pedro Blomberg.

De esta canción hay otras interpretaciones, tan buenas como esta, por Nelly Omar e Ignacio Corsini.






Quinta parte:


El almacén de Vena no era muy distinto al del Pardo, salvo que éste era más amplio y contaba con un escenario de madera. Vena atendía desde atrás de una reja pintada de negro, con una abertura sobre el mostrador de madera, que servía para dar y recibir la mercadería.
Cuando ya habíamos cambiado las palabras de rigor, pasé directamente a las preguntas. Vena, que era parco y de muy mal humor, motivado a hablar quizás por la antigua buena amistad que había mantenido con mi abuelo, contó lo que había oído. Le pregunté, es lógico, por González y esto fue lo que relató:
“González estaba nervioso. Cuando le di la ginebra que había pedido, volcó el vaso en el mostrador. Casi ni la probó. González ya había estado en el almacén, mucho más temprano esta mañana. Había pedido una caña y después compró sus naranjas amargas, como todos los días. Dos costumbres a las que no ha faltado desde que lo conozco: el vaso de caña por la mañana y la compra de sus naranjas amargas. Como usted sabe, algunas señoras usan esta fruta desabrida sólo para hacer dulce,  sin embargo González las devora con gran placer... Pero a usted le interesará lo que ocurrió por la noche, por lo que seguiré mi relato: antes de salir del almacén, se chocó con Juan Iberra, con el que intercambió insultos. Como usted sabe, Iberra no es ningún lerdo para el visteo y enseguida lo convidó a pelear, pero González gritó un par de veces que estaba sin cuchillo y que por zonceras de ese tipo él no mataba. Se disculpó y se fue. Ni siquiera se quedó a escuchar a los cantores que ya empezaban a templar las guitarras”.
Di la mano a Vena y salí del almacén, entre confundido y nervioso por las piezas que tenía a mano para recomponer el episodio. Esto era todo un desafío, y si bien el ansia intelectual por poner las cosas en orden era un gran incentivo, no menos cierto era que yo creía firmemente que el chico Acevedo era tan inocente del crimen como podía serlo yo mismo.
Movido por alguna iluminación, tracé el único posible recorrido que González había tenido que recorrer. Me demoré en un monte, volví sobre mis propios pasos alguna que otra vez, hasta que llegué al mojón que dejaba al asesino a descubierto. Por último, volví al pueblo para visitar al herrero.
Las mínimas distracciones pueden ser fatales para una persona con la responsabilidad de ocultar una muerte. Volví a casa muy tarde aquella noche, pero con una corazonada que no me dejó dormir. Repasé mentalmente todos los detalles de lo que había visto y oído, pero uno en particular no encajaba con las demás piezas. Fue así que tuve el tino de tantear en mi bolsillo el clavo de cabeza cuadrada, el clavo que se usa para las herraduras de los caballos, y todo se dibujó y cerró tan claramente en mi cabeza como en un juego de naipes en el que yo conocía el revés de todas las cartas.


(continúa)

martes, 3 de julio de 2012


Cuarta parte:

El pueblo, fuera de los almacenes, la comisaría y la capilla, no presentaba otros edificios importantes. Uno iba al pueblo a comprar, a tomar algún trago o a hacer apuestas, de este modo, la mayor parte de la gente que uno se cruzaba en las callecitas eran gente de paso.
Doblé para el lado del bar del Pardo, para ver si sacaba algo en limpio de la última noche del vasco. Cuando llegué al mostrador, entre el olor de la madera vieja y del fuerte tabaco, me saludé con el Pardo, que repasaba unos vasitos de vidrio con un trapo medio mugriento.
Pedí una caña quemada y arrimé una banqueta al mostrador. El Pardo, de unos sesenta años, era un hombre grandote pero de movimientos suaves, jovial y muy atento. Desde que tengo memoria, el Pardo atendía a los pocos parroquianos de siempre, día y noche con el mismo entusiasmo. Si le hubieran dado vacaciones, el Pardo las hubiera pasado atrás del mostrador, atendiendo a la vieja clientela. Por eso, cuando me arrimé con la banqueta, él también se acodó del otro lado con toda la predisposición del mundo para escuchar y ser escuchado. Desde el momento en que me vio entrar, supo el motivo de mi visita: yo no era bebedor y el juego me aburría.
Le pregunté qué era lo que había pasado la noche en que el vasco Arriaga había ido por última vez al bar. Ceremoniosamente, mientras se servía agua fría en un vaso turbio, me relató lo siguiente:
“El vasco… pobre vasco. Cuando llegó acá, ya venía medio picado. Jugó con todos. Perdió con todos. El peor desatino fue haber vuelto a perder con González, al que ya le debía ciento cincuenta pesos desde hacía un mes. González andaba necesitando esa plata, y es fama que con ese criollo no se debe uno andar haciendo el deudor. ¿Se acuerda usted, Cipriano, cuando le cortó un dedo al Ricardo Rienzi? Ricardo le debía nada más que treinta pesos, pero tardaba en pagar y quiso estirar el plazo. Si fuera por mí, no lo dejaría entrar acá, pero… ¿quién lo aguanta borracho en la puerta y a los gritos?”
“La cosa es que esa noche tuvieron un cruce de palabras, bastante fuerte para mi gusto. A la deuda de ciento cincuenta, el vasco había sumado otros setenta pesos más. González estaba como loco. Cuando el vasco salió para su casa y el otro salió atrás, pensamos que lo liquidaba ahí nomás, pero según escuché, González se fue al almacén de Carlitos Vena para seguir el juego. Eso es todo lo que supe hasta el día de ayer, en que me cayó la noticia como baldazo de agua helada”
En tren de averiguaciones, tuve que ir a lo de Carlitos Vena. Poco a poco, me iba figurando los episodios de aquella noche como si fueran partes de un rompecabezas. Faltaban muchas piezas, es claro, pero poco a poco la niebla desaparecía y los actores, en mi imaginación, iban tomando forma.


(continúa)

domingo, 1 de julio de 2012


Tercera parte:

Llegamos a oscuras. Acosta prendió un farol. Uno detrás del otro recorrimos el perímetro de la casa, buscando alguna huella. Después de varios minutos, me senté en un tronco y Acosta interrogó:
– ¿Alguna idea?
–Vayamos de a poco. Esto es un poco confuso.
Me paré y caminé alrededor de la casa nuevamente. Llegué al pie de la ventana de la habitación del vasco, palpé el marco, miré de cerca el vidrio. Finalmente, me alejé unos pasos y volví a mirar hacia la ventana. En ese examen estaba cuando un brillo en el suelo llamó mi atención. Se trataba de un clavo de cabeza cuadrada, algo gastado y doblado a la mitad. Lo guardé en mi bolsillo y seguí caminando, esta vez analizando las huellas de los caballos que habían quedado dibujadas en el barro seco gracias a la llovizna de la tarde del día anterior.
Acosta se acercó y me dijo que además del testimonio del peón, no había ninguna otra versión: el peón fue a despertar al vasco, porque ya eran las ocho y media de la mañana. Como la puerta de la habitación estaba cerrada por dentro, el peón golpeó varias veces hasta que, asustado por el silencio de su patrón, entró por la fuerza para encontrarlo tendido sobre el suelo. Le comenté, por otro lado, el hecho significativo de que las huellas de llegada y de salida no se correspondían a los mismos caballos: había huellas de caballos con herraduras y de caballos sin herraduras. De todos modos, hasta no interrogar al peón, convenía no formar falsos argumentos sobre posibles visitantes al campo.
En silencio volvimos al tranco, Acosta y yo. Antes de despedirnos acordamos que a la mañana del día siguiente nos encontraríamos en la puerta de la comisaría para hablar con el chico Acevedo.
Acevedo era un muchacho de unos veintidós años, delgado, de manos fuertes, de mirada esquiva, parco en la conversación, pero atento para el saludo. Respondió con predisposición a nuestras preguntas, pero nada nuevo dijo sobre lo que ya sabíamos y casi mecánicamente repetía el episodio del mismo modo, una y otra vez. Cuando le pregunté si la ventana también estaba cerrada por dentro, me dijo que no se había fijado en ese detalle, pero que con los calores de esos días, era lo más común dormir con la ventana entornada. Dijo, además, que en la habitación no había sangre y que nadie había estado de visitas por lo menos en las últimas dos semanas. Finalmente le pregunté si sabía a que horas se había acostado el patrón, a lo que respondió que no le era posible saberlo, ya que él dormía en el ranchito apartado a más de cien metros de la casa y que siempre se recogía antes de ver llegar a su patrón, que pasaba las madrugadas en el bar del Pardo, a unas tres leguas por el camino del este. Por lo demás, en el campo no había perros y uno podía llegar e irse en el más anónimo silencio.
Salimos algo angustiados de la celdita en que estaba demorado el chico y una vez en la calle, le dije a Acosta que prefería recorrer el pueblo solo para pensar y que si tenía algún indicio, sería el primero en saberlo.

          (continúa)