lunes, 10 de abril de 2017

Se cumplen cinco años de la muerte de quien fuera probablemente el mejor decidor de nuestra milonga sureña.
Privilegio de los grandes, Don Alberto Merlo, el de irse una vez y quedarse para siempre.





miércoles, 5 de abril de 2017

No estar ahí

“Mirá lo que son las cosas, pibe: de grande se me da por escribir este asunto… Imagino que a lo mejor te hace gracia, pero los viejos no siempre decimos macanas, lo que pasa es que buscamos la forma de hacernos escuchar. Patricio, por ejemplo, decía que para él lo ‘no cotidiano’ es todo eso que pasa entre la primera y la última página de un libro de cuentos; ‘y si son fantásticos, mejor’, decía. Calculo que leía porque la vida se le había vuelto toda igual; por eso yo trataba de hablarle de cosas profundas, o raras: de cosas, en definitiva, que nos sacaran de la realidad chata de vernos todos los días, mate de por medio, en el taller de Caballito. En otras palabras, yo hubiera querido saber cómo funciona la maquinaria de inventar historias, para entretenerlo, para retribuirle la cantidad de horas que él me había regalado contándome anécdotas de vuelos, de peligros, de catástrofes que había sabido evitar. Y ahora, repito, mirá lo que son las cosas: después de tanto tiempo vengo a ser testigo y protagonista de algo que es raro justamente por la carga de casualidad que implica; encima el protagonista sigue siendo él, lo que hace que ya no pueda lucirme en un relato que mi amigo no conozca y tenga que conformarme con el comentario posterior, con ese compartido juego ingrato de mirar la vida desde el lado de lo increíble. Sin embargo, ahora que yo te lo cuento a vos, puedo repasar y resaltar cosas que vos no sabías, cosas que si te las cuento por separado no dicen nada, pero que juntas, en un mismo cuento, en una misma vida, vienen a establecer algo así como un patrón, un orden que hace que todo el asunto se vuelva serio y valga la pena ser contado.” Así había empezado Julio su relato. Me había escrito todo en hojas de cuaderno, a mano, para ver si yo podía ayudarlo: quería convertir todo aquello en un cuento.
Yo también lo conozco a Patricio, y una tarde me le aparecí en el taller, para  charlar y para saber más, porque Julio terminaba su carta diciendo que todo era verdad. Y ahora lo tengo que decir yo también: ¡lo que son las cosas! Fui, cosa del destino, para protagonizar el episodio que viene a coronar este tríptico de coincidencias fabulosas. La historia final, más allá del desorden de voces involucradas, es la que sigue:

Sentado en un banquito de madera, bajito, con la pava de aluminio sobre una baldosa y Gato sobre las piernas (“Es cierto eso de que Dios hizo al gato para que los hombres sintieran el placer de acariciar un tigre”, me decía): así encontraba casi siempre a Patricio; casi siempre, salvo esa tarde: entonces lo había encontrado parado, en la vereda, mirando para arriba, como si tratara de adivinar alguna cosa escondida entre las ramas del árbol que da sombra a la entrada del taller. Y me le acerqué despacito, mirando para arriba yo también.
–Esto es cosa de no creer –dijo Patricio–. A ver, dame una mano –ahora miraba al cielo por entre las ramas, con las manos apoyadas en el tronco–. Si se lo cuento a Laura va a decir que estoy loco.
–¿Quién es Laura? –pregunté.
–La homeópata –respondió a secas, sin descuidar el árbol.

Patricio es un tipo no muy mayor, tiene un taller mecánico en el pasaje Centenario, en Caballito. “Mirá qué irónico, pibe”, me decía, “salgo a la calle y mire donde mire no hay horizonte, todo se encajona y termina ahí nomás. Antes me imaginaba que una cosa así me hubiera asfixiado, pero ahora, será porque estoy viejo, qué sé yo, me da una sensación como de abrigo, de seguridad”. El
viejo era buen tipo, tenía sus cosas, pero de eso ya iremos hablando más adelante. Cuando lo nombro, no puedo evitar imaginarlo en el taller, trabajando encorvado sobre el banco de madera, corrigiendo con esmero el distribuidor de un seis cilindros. Lo del taller era más bien un pasatiempo, un “desahogo”,
porque de eso no dependía su economía. Patricio estaba retirado de una aerolínea comercial, donde había volado como capitán durante casi treinta años. Y acá empieza a tomar forma la historia que quería escribir Julio, y que yo voy a decorar con el detalle del que fui testigo. Generalmente, una historia fantástica supone ciertos episodios inexplicables, que se dan en un período de tiempo más bien corto; la historia que Julio quiere anotar como fabulosa implica un par de casualidades, separadas una de otra por varios años. No obstante, para que ustedes sepan de lo que hablo, voy a ir al principio:
–Yo desde hacía un par de meses que venía con la idea de irme de la empresa –había contado Patricio–. Pero por una cosa u otra seguía aceptando vuelos. Volar siempre fue mi pasión: ser capitán de una aeronave es una cosa seria, de mucha responsabilidad. Mis reflejos, mis aptitudes, eran inobjetables, pero yo notaba cierto desgaste, cierto cansancio que más de una vez se había traducido en la demora, insignificante para el ojo no entrenado, a la hora de activar algún comando, de operar flaps, de reducir o aumentar velocidades crucero. Y esa misma responsabilidad que se tiene hace que, terminado el vuelo, uno se haga esa reflexión interna sobre nuestro estado actual para la tarea; pero los días pasan, los vuelos se acumulan, y uno siempre cree que está bien. Mi historial era, en la aerolínea, el más limpio de todos. Tal vez por eso yo sentía la obligación de entregar el peso de las cuatro líneas el día que me considerara no apto para seguir capitaneando una nave. Pero mirá lo que es el destino: ese año me habían tocado más de quince vuelos a Puerto Plata, en la República Dominicana. Como entre vuelo y vuelo yo tenía casi una semana de espacio libre, salía a conocer. El verano, en esa zona, es complicado… Yo no estoy acostumbrado a tanta humedad, a tanto calor. Una noche caminé y encontré un bar chiquito, en una esquina, vigilado por dos palmeras altas: ver la barra atendida por tipos en camisa, las palmeras esas y el calor, me hicieron pensar en la típica postal de turismo. Me acomodé en una silla y pedí jugo de frutas. La chica que lo trajo a la mesa era hermosa, morena, de pelo ondulado. Dejó el vaso sobre una bandejita y me miró con insistencia. “Usted es argentino”, me dijo. “Sí”, le dije. Y vaya uno a saber por qué se sentó conmigo; compartimos el trago y después, como su turno ya había terminado, me acompañó en una larga caminata por una rambla llena de puestitos de fruta y de artesanos. Ahora perdí los detalles de aquella noche, pero en un momento me pregunté si su excesiva amabilidad hacia un hombre de mi edad no escondería alguna trampa. Como si me hubiera leído la mente, me agarró de la mano. Minutos después nos besamos, y ella se dejó escoltar a mi hotel. Dos días más adelante yo saldría en un Boeing 757 hacia el este, para volver a la semana siguiente al mismo aeropuerto en Puerto Plata. A Claudia, así se llamaba la mujer, la vi al día siguiente y al otro; a lo mejor porque me habrá visto solitario, o porque sabría que no tendríamos muchos encuentros más, al tercer día se me apareció con un gato… Un gato chiquito, todo blanco, asustado... “Si alguien te extraña, ya tenés motivos para volver”, me dijo. Aquella fue la última noche que la vi; me quedé con el gatito. En el hotel podía tenerlo (a lo mejor mi rango me daba privilegios), así que en los días que me ausentaba lo dejaba ahí, vigilado por un colega. Cuando volvía, pasaba largas horas con el animal, que me entretenía con esa jerarquía de elegancia que los gatos deben haber heredado de las panteras. Por esos días se me habían hecho costumbre dos cosas: el gato y los cuentos de ficción; andá a saber, capaz que la cabeza ya me pedía recreo, o capaz que volar ya no suponía el mismo desafío y me refugiaba en esas historias complejas. Pero bueno, cosas del destino, mirá lo que pasó: era martes. Al día siguiente yo embarcaba para un vuelo a Ámsterdam. Íbamos a ser tres los tripulantes de cabina, porque además del copiloto iba también un ingeniero de vuelo. Como de costumbre, me fui a la cama temprano; pero no me pude dormir. Vaya uno a saber por qué, me acordaba de Claudia, y a la vez pensaba en Susana, en nuestra separación; me preguntaba si Claudia habría leído en mi mirada algún indicio de soledad que yo mismo desconocía o negaba y si habría accedido a ese amor fugaz por compasión… Pasaron horas y seguía despierto. El gato me acompañaba en la vigilia: parado sobre mi pecho peleaba contra mi descanso, apoyando las patitas blancas en mi mentón, como si jugara con mi barba. De repente todo se volvió un remolino: sudaba envuelto entre sábanas desordenadas, sentía sucesivamente un calor desmesurado y un gélido temblor febril, cabeceaba en regateos de sueño que duraban segundos y en los que vivía pesadillas nítidas de selvas pobladas de oscuridad en las que yo caminaba guiado por el gatito, que alumbraba como un faro. Puse, por miedo, el despertador a las cinco. Después de un rato y de varios vasos de agua, me dormí. Atiendan, que ahora viene lo raro: suena el teléfono, me reprochan un retraso y me informan que para mantener el horario estipulado la empresa había asignado, a último momento, a un capitán auxiliar. Supuestamente, yo tampoco había hecho caso ni del teléfono ni a los golpes posteriores a la puerta. Busqué el despertador en la mesita de noche y no estaba… Por la luz en la ventana supuse que se había hecho el mediodía. Allá adelante, pegado a la entrada del balcón, el gato jugaba con el reloj, se lo pasaba de una garra a la otra como si fuese una presa, lo mordía, lo arrastraba. Las pilas estaban desparramadas en la alfombra. Nunca en mi carrera me sentí tan irresponsable. Pero bueno, vean lo que pasó. El vuelo que tenía programado y no pude pilotar era el 301 de Birgenair, en un 757… De todo lo que vino después, ese día, yo me enteré por televisión antes que por la empresa. 170 muertos, al avión destrozado a minutos del despegue. El caso, después, se hizo público. Les llevó casi un año descubrir que una falla en las sondas de pitot, que dan información imprescindible sobre la navegación, había provocado el accidente. El tubo, del tamaño de una lapicera, había sido obstruido por una avispa. Así de increíble. Pero más increíble era la suerte que me había hecho no estar ahí. Agarré gato y libros, y me volví a Buenos Aires. Después de dos años, en los que casi ni volé, presenté mi retiro voluntario. Como escuché por ahí: “Un hombre debe conocer sus limitaciones”. En los cuentos que leía siempre pasaba alguna desgracia parecida, y se me ocurrió que si yo había tenido semejante suerte, sería oportuno atender al destino y darme otra chance. Por otro lado, siempre había querido tener un tallercito.
Eso era lo que contaba Patricio. Un par de veces escuché la historia en su taller, junto con Julio, y juro que casi nunca sufría modificaciones importantes. La parte que viene, en cambio, la supe por la carta de Julio, que me había escrito:

“Vos, pibe, también te acordarás de lo que Patricio contaba, de eso que le pasó con el reloj. Si lo habré escuchado decir ‘a este despertador lo tengo hace más de veinte años’, ‘lo compré en una casa de remates, en Palermo’, ‘camina solo de la fuerza que tiene’, decía. Y ahora –porque yo seré viejo, pero no solo me acuerdo de lo que pasó con el avión ese que se cayó, sino de los detalles como el del reloj– quiero que veas cómo ese relojito, a mi entender, lo sacó (y a mí también, ya vas a ver) de problemas más de una vez. Patricio se instaló acá, en Caballito, hará cosa de siete años. Me acuerdo siempre del día que vino con la llave del galpón ese, que la inmobiliaria le vendió casi por monedas porque era un juntadero de ratas; y los vecinos chochos, porque al menos alguien iba a desmalezar y emprolijar el lugar. Las primeras semanas no le iba nadie al taller, yo salía con el mate a la vereda y le sacaba conversación. No pasó mucho para que nos hiciéramos amigos. Así me iba enterando de cosas de su vida, pero sobre todo de sus historias de piloto, que a mí me fascinaban. Un día le vino un cliente, el primero, en un Dodge viejo: no le andaba bien el carburador, y Patricio me hizo pasar al taller mientras desarmaba el aparato y lo ponía en una morsa, con cuidado, para limpiarlo y ver qué le pasaba. ‘Las turbinas de los aviones más viejos tienen nueve carburadores distribuidos en círculo, para quemar todo el combustible que necesita el avión’, me decía. Al rato volvía con el carburador envuelto en un trapito, lo atornillaba, y el motor del Dodge era una orquesta. ¿Sabés que nunca lo vi ensuciarse a Patricio? Así de prolijo era. El día que se instaló había llegado con una valijita en una mano y el gato blanco en la otra. Nada más. A la semana fue mudando otras cosas, libros sobre todo, con los que armó una linda bibliotequita al fondo.
Al año ya éramos ‘casi socios’, como decía él, porque yo, como no tenía otra cosa que hacer, andaba por el taller y le daba una mano con alguna pavada. Éramos su ‘equipo de cabina’, decía, el gato y yo. Para esa altura yo ya sabía la historia del vuelo 301 y lo había escuchado hablar del destino y de la hora de cada uno; ‘cuando no te toca, no te toca’, decía yo, pero en realidad me hubiera gustado complacerlo con otra explicación, entretenerlo al menos con otra interpretación de los hechos. Y ahora, tanto tiempo después, se me ocurre eso del reloj de Patricio, como si ese sonajero de piezas perfectas fuera, además, un talismán que le vigila la soledad y lo cuida. Viste que hubo un tiempo en que era bastante solitario… Una tarde me dijo ‘mirá, esta semana no voy a estar; te dejo la llave por las dudas’. Se llevó al gato y un par de libros, y supe que cerraba unos días para quedarse en su casa, solo. Dos días antes había caído al taller el abogado de Susana, con el sobre. Cuando volvió estaba raro, tranquilo, pero raro; como triste. A veces tardaba un rato largo para encontrar una herramienta que tenía en frente (yo creo que hasta el gato lo miraba como preocupado de sus negligencias y lo volvía a concentrar dándole golpecitos con la cabeza). Y de a poco le fui buscando la vuelta para ver qué le pasaba; ahí me contó lo del divorcio, lo de los trámites, y otras cosas que involucraban a la hija. Pero él parecía equilibrado, calculo que ya había entendido cómo eran las cosas. En fin, prestá atención, pibe, porque quiero que a esta parte la escribas bien: Esto pasó hace poco. Hubo años en los que todo
ese tema familiar parecía resuelto; tarde o temprano uno se acomoda a lo que no puede cambiar. Susana ya estaba en pareja con un tipo, el dueño del bazar donde laburaba. Pero a Patricio le costaba volver a empezar. No salía nunca; a veces, cuando no hacía tanto frío, dormía en el taller con el gato (¿viste que el gato nunca tuvo nombre? ‘Gato’ le dice él). Y una tarde (de esto hará tres semanas) lo veo en la vereda con una sonrisa de oreja a oreja: ‘Julito, adiviná’, me dijo. ‘Vuelvo al primer amor’. Yo, de arrebatado, casi meto la pata y le nombro a Susana. Menos mal que pregunté, porque la cosa venía por otro lado. ‘Hice unos llamados la semana que pasó, y ayer por fin me confirmaron: este domingo vuelvo al aeroclub; me van a prestar un biplaza para despuntar el vicio. Al menos por unas horas vuelvo a capitanear. ¿No querés venir?’. Yo no quise parecer miedoso y le dije que sí, total, mejores planes no tenía. Yo nunca había volado en avión, ¿sabés?, y Patricio me había hecho dar curiosidad, con tantas historias… Me dijo que era seguro. Pero atendé: quedamos que ese domingo salíamos bien temprano, todavía de madrugada, para llegar con tiempo y preparar el Piper, un PA 38 (viste, al final, algunas cosas fui aprendiendo). Toda la semana lo vi a Patricio con un humor que era cosa de no creer. Hasta había llamado a unos albañiles para arreglar la grieta de la pared del fondo, que era una amenaza; estaba con ganas de hacer cosas, animado: era, por decirlo así, un nene entusiasmado. Bueno, resulta que llegó el sábado. Esa tarde me despedí temprano porque había que madrugar. Lo dejé con el gato, que parecía que se contagiaba del humor de Patricio y no dejaba de saltar del banco a la sillita, caminando entre las herramientas, maullando. Gato, en ese sentido, era como un perro; se acostumbraba a todo. Del taller ya es como el dueño absoluto, incluso ya tiene sus lugares, a los que uno no puede ni acercarse. Ese sábado, por ejemplo, se había trepado por la grieta del fondo hasta casi llegar al techo, haciendo nido en un espacio que se forma entre los ladrillos. Ahí había pasado casi todo el día, como si nos vigilara. Pero bueno, te entretengo con pavadas y vos ahí intrigado por saber lo que pasó el domingo (¡yo te había advertido, para contar cosas no sirvo!). Antes de despedirme, vi a Patricio caminar hasta el relojito y ponerlo en hora para no pasar de largo. ‘A las cinco está bien. Cinco y media salimos’. El domingo lo esperé hasta esa hora en la puerta. A las seis menos cuarto le golpeé el portón, porque me parecía raro. Salió Patricio, todo dormido. ‘Me dormí’, gritó. ‘No pasa nada’, le dije. ‘Llegaremos un poquito más tarde’. Estacionamos en el aeroclub cuando ya casi amanecía. Se nos acercó ahí un instructor, con un empleado del hangar, que saludó a Patricio con respeto (‘buen día, capitán’, le dijo, y yo ya me sentía como en una película). Y cuando ya estábamos en la parte de atrás, en donde nos darían el Piper, uno de los empleados se adelantó con una planilla en la mano. ‘Patricio querido, vas a tener que esperar’, le dijo. ‘Hubo en error, el tuyo salió a pista, el controlador pensó que por el horario eras vos, lo entregó y lo mandó a la tres hace quince minutos. Pero mirá, ahora baja un Cessna 210 que es todo tuyo’. No vi ningún problema en el asunto. El vuelo en el Cessna fue hermoso, yo no sé si vos volaste alguna vez, pero te cuento que estar ahí arriba con Patricio fue una belleza. Vimos los campos sembrados, me enseñó los controles y cómo se leen la altitud y la velocidad, me explicó que ese avión
también se podía maniobrar incluso sin motor, y otras cosas más. Atendé ahora: cuando estamos por aterrizar en la pista cuatro, un llamado de la torre nos cambia el destino, nos mandan a la quinta. ‘No pasa nada’, dijo Patricio. ‘Debe estar ocupada’. Apunta el morro en la dirección correcta y cuando nos cambia la perspectiva pudimos ver clarito un fogonazo y una columna de humo espeso que nacía en la pista de al lado. Patricio se bajó del Cessna apenas los frenos pararon la nave y corrió al hangar. Una camioneta ya se llevaba el cuerpo del piloto y un empleado de control alcanzó a explicar, medio por arriba, que al Piper le había volado uno de los cilindros justo antes de aterrizar; el fuego y el humo deben haber inundado la cabina. En tierra, explotó. Por eso te digo, ¡mirá lo que son las cosas! En ese avión pudimos haber estado nosotros. Pero no; cuando volvíamos a casa, por la tarde, Patricio largó una risita, como si hubiera descubierto alguna cosa en su cabeza, y me dijo: ‘hoy, cuando me levanté para abrirte, encontré todas las herramientas tiradas en el suelo, los platitos de comida de Gato dados vuelta y los trapos que uso para limpiar, desparramados… Y escuchá esta: el despertador, que había dejado en el banco, para no apagarlo por instinto y quedarme dormido, también en el suelo, todo desarmado. Habrá caminado; se le rompió hasta el cristal del frente. ¡Cómo nos salvamos, Julito!, ¿no?’. ¿Entendés ahora, pibe, por qué insisto en que ese reloj tiene algo especial? Bueno, lo otro dibujalo como quieras, yo no soy el escritor. Pero me gustaría después leerme, a mí y a Patricio, en un cuento, como protagonistas de algo raro (como las historias que me comenta él y que lee en los libros). Pero, de nuevo, yo no sé inventar; esto es todo verdad.”

Bueno, hasta ahí la carta –yo no dudo de que la coincidencia sea extraordinaria, pero creo que Julio no interpretó bien un elemento–. Y resulta que, cuando llego al taller y me encuentro con Patricio mirando entre las ramas, pidiéndome que le diera una mano, supe que iba a tener que esperar un rato para preguntarle por la historia aquella.
–Si te parás de ese lado –me decía Patricio–, capaz lo agarrás. De acá no llego.
–Che, ¿a qué vas al homeópata vos? –rodeaba ahora el árbol–. ¿Te pasa algo que no contaste?
–No, a mí no. A Gato. Hacía semanas que andaba inquieto, nervioso, me rompía todo. Y de repente ayer se encerró de nuevo en ese hueco de la pared y no quiso salir ni para comer. Lo llevé a lo de esta piba, Laura, que atiende gatos. Dijo que los gatos se esconden cuando están por parir o por morirse, pero que me quedara tranquilo, que Gato estaba bien. Le dio unos cuantos calmantes y me dijo que por unos días iba a quedar postrado. ¡Y, en cambio, miralo al señor! De la nada se pegó unas vueltas corriendo por el taller, como un loco, y salió a la calle para treparse ahí arriba. Por eso te digo, si le cuento a Laura no va a creer.
El gato, ahora, maullaba con rabia, como si estuviera conteniendo las ganas de hablar, de gritar. Nos miraba desde lo alto de la rama: juro que parecía reprochar nuestra incomprensión, inclinando la cabeza como si nuestra idiotez le doliera. Y ahí, de repente, pasó todo. Fue como una fiesta de simetrías: la sombra cuadrada que el taller pintaba habitualmente sobre el empedrado (y acá me permito todo el juego retórico que sea necesario) ya no estaba; en cambio, ahora las nuestras se dibujaban frescas y perfectas, alargadas, como no entendiéndose entre sí, desde la vereda hacia la calle, en perversa perpendicularidad con el cordón. A nuestras espaldas, un sol errático y naranja amagaba con matar la tarde y nosotros tratábamos de entender qué extraña suerte nos había hecho no estar adentro cuando todo se derrumbó. El taller era, ahora, una hermosa pila de escombros y de polvo colorado.



FIN