Tercera parte:
Llegamos a oscuras. Acosta prendió
un farol. Uno detrás del otro recorrimos el perímetro de la casa, buscando
alguna huella. Después de varios minutos, me senté en un tronco y Acosta
interrogó:
– ¿Alguna idea?
–Vayamos de a poco. Esto es un poco
confuso.
Me paré y caminé alrededor de la
casa nuevamente. Llegué al pie de la ventana de la habitación del vasco, palpé
el marco, miré de cerca el vidrio. Finalmente, me alejé unos pasos y volví a
mirar hacia la ventana. En ese examen estaba cuando un brillo en el suelo llamó
mi atención. Se trataba de un clavo de cabeza cuadrada, algo gastado y doblado
a la mitad. Lo guardé en mi bolsillo y seguí caminando, esta vez analizando las
huellas de los caballos que habían quedado dibujadas en el barro seco gracias a
la llovizna de la tarde del día anterior.
Acosta se acercó y me dijo que
además del testimonio del peón, no había ninguna otra versión: el peón fue a despertar
al vasco, porque ya eran las ocho y media de la mañana. Como la puerta de la
habitación estaba cerrada por dentro, el peón golpeó varias veces hasta que,
asustado por el silencio de su patrón, entró por la fuerza para encontrarlo
tendido sobre el suelo. Le comenté, por otro lado, el hecho significativo de
que las huellas de llegada y de salida no se correspondían a los mismos
caballos: había huellas de caballos con herraduras y de caballos sin
herraduras. De todos modos, hasta no interrogar al peón, convenía no formar
falsos argumentos sobre posibles visitantes al campo.
En silencio volvimos al tranco,
Acosta y yo. Antes de despedirnos acordamos que a la mañana del día siguiente
nos encontraríamos en la puerta de la comisaría para hablar con el chico
Acevedo.
Acevedo era un muchacho de unos
veintidós años, delgado, de manos fuertes, de mirada esquiva, parco en la
conversación, pero atento para el saludo. Respondió con predisposición a
nuestras preguntas, pero nada nuevo dijo sobre lo que ya sabíamos y casi
mecánicamente repetía el episodio del mismo modo, una y otra vez. Cuando le
pregunté si la ventana también estaba cerrada por dentro, me dijo que no se
había fijado en ese detalle, pero que con los calores de esos días, era lo más
común dormir con la ventana entornada. Dijo, además, que en la habitación no
había sangre y que nadie había estado de visitas por lo menos en las últimas
dos semanas. Finalmente le pregunté si sabía a que horas se había acostado el
patrón, a lo que respondió que no le era posible saberlo, ya que él dormía en
el ranchito apartado a más de cien metros de la casa y que siempre se recogía antes
de ver llegar a su patrón, que pasaba las madrugadas en el bar del Pardo, a
unas tres leguas por el camino del este. Por lo demás, en el campo no había
perros y uno podía llegar e irse en el más anónimo silencio.
Salimos algo angustiados de la
celdita en que estaba demorado el chico y una vez en la calle, le dije a Acosta
que prefería recorrer el pueblo solo para pensar y que si tenía algún indicio,
sería el primero en saberlo.
(continúa)
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