sábado, 8 de junio de 2013



Cipriano siempre tenía alguna historia para contar. Real o inventada, siempre se adueñaba de mi atención, tal vez por su forma de relatar, pausada y enigmática; tal vez porque en sus historias siempre intervenía un héroe cuyas acciones juzgábamos luego. Una tarde, bajo la sombra de uno de los árboles de la Plaza Francia, me contó la historia de uno de los ítaloamericanos más famosos de la mafia. Yo no sabría, hasta pasados algunos años, que Cipriano había sido protagonista de un episodio increíble con algunos de estos personajes. Pero eso lo dejaremos para más adelante. 
Recreo, ahora, la historia del conocido "Lucky Luciano".

Salvatore Lucania, héroe de América
Apogeo y ocaso de uno de los últimos padrinos del crimen organizado

De inmigrante siciliano a capo di capi del sistema de crimen organizado más poderoso del siglo XX: la crónica de la vida de una de las mentes criminales más brillantes de nuestro tiempo, de cómo se convirtió en Lucky Luciano y de cómo pasó de controlador de los hilos de la Cosa Nostra a convicto con privilegios.


La serie de sangrientos episodios que tuvieron lugar en Nueva York, en la década de los treinta, conocidos como “las vísperas sicilianas”; la creación de un sistema criminal controlado y el auge del creciente poder, bien pueden ser atribuidos a una operación conjunta de mentes brillantes. No menos cierto sería colocar a la cabeza de la terrible masacre al ítaloamericano Salvatore Lucania, creador de una de las organizaciones mafiosas más grandes de la historia.
Salvatore, nuestro personaje, pisó por primera vez tierra americana a los siete años. Aún recordaría con aire nostalgioso las casitas humildes de su Lercara Friddi, desparramadas al azar sobre una tierra estéril; las caravanas de obreros que callaban sus manos en las minas de azufre; el saludo final a la patria empobrecida y el abandono hostil a una tierra nueva y acaso incierta.
Su padre ya había conseguido hospedaje para la familia y se conchababa como empleado fabril en Brooklyn. En esos barrios, cuevas de hampones y de tahúres, de judíos y de mexicanos, Salvatore iniciaría su escuela de rufián. A los trece años conocería los placeres de la carne en algún prostíbulo perdido y la embriaguez del alcohol en los fumaderos de opio.
A los dieciocho años fue llevado a la cárcel por posesión de estupefacientes. Sus relaciones con delincuentes crecieron hasta convertirlo en picciotto de Joe Masseria (Joe the Boss) a quién probaría ser un siciliano de cuerpo entero el día en que llevado a “dar un paseo” por un grupo de hampones, terminó colgado de los pies en las vigas de un almacén abandonado en Staten Island, con un trapo en la boca y heridas de navaja en el cuerpo. Luego de forzadas maniobras pudo librarse y escapar arrastrándose hasta los bulevares de Highland. Interrogado por la policía, guardó toda información. Este episodio le valió su apodo de “lucky Luciano”, que en inglés significa “afortunado”.
Lucky pasó a ser, ante los ojos de Joe, un hombre de honor. Por algún tiempo dirigió en el East Side la lotería clandestina, la prostitución y el tráfico de drogas.
En los años de la ley seca, vivir en la ilegalidad llegó a ser, para algunos, una actitud merecedora de respeto, ya que la entrega y el comercio de bebidas alcohólicas a lugares de encuentro social, estaba visto como una actitud noble frente a una disposición del gobierno que no se aplicaba a todos los sectores. Las reuniones hípicas, el box y un gran número de bares y restaurantes frecuentados por famosos y estrellas del cine se vieron beneficiados por la actividad clandestina de proveedores como Luciano. El negocio del contrabando, de la prostitución y del narcotráfico le fue tan corriente como antes lo habían sido las rumbosas noches en las calles y la vida privada de beneficios.
Sin embargo, algunos hombres están destinados a vivir más allá de las normas: para el héroe la vida es una aventura, en la cual la responsabilidad ante el bien y mal corren enteramente por su cuenta.
Luego de meditar las posibilidades y de asegurarse una red de amistades de sectores poderosos, Luciano decidió dar el golpe maestro y deshacerse del gordo Joe para poder destejer su plan. Gracias a la amistad de ciertos judíos pudo concretar el crimen durante una partida de naipes, en la sobremesa de un restauran de los barrios bajos.
Muerto el jefe, sólo faltaba deshacerse del otro gran capo di capi: el gran Maranzano. Este personaje era el otro gran controlador del narcotráfico y de los negocios rudos en el oeste. Maranzano vio, con la muerte de Joe the boss, la posibilidad de pasar a encabezar la totalidad del régimen mafioso en Nueva York. Pero otra sería su suerte.
A primera hora de la tarde, el 10 de septiembre de 1931, cinco judío a las órdenes de Luciano entraron al despacho de Maranzano y a fuerza de pistola inmovilizaron al líder y a sus guardaespaldas. Maranzano fue conducido a otra habitación en la que fue golpeado y atacado con navajas. Finalmente lo balearon.
Los judíos bajaron por la escalera y en el portal se encontraron con los amigos quienes supieron que la operación había llegado a buen puerto. Corrieron luego al teléfono para informar a los picciotti de los distintos barrios de Nueva York que ya podían dar comienzo al operativo de depuración.
Muertos los dos grandes controladores del crimen organizado, se llevó a cabo la masacre conocida como las “vísperas sicilianas”, en las que la gente de Lucky Luciano dio muerte a los pequeños líderes mafiosos de los alrededores. Algunos fueron arrojados al río; otros muertos en los sillones de las barberías; los que pudieron salvarse, tuvieron que huir. La ciudad no conocerá jamás episodios tan sangrientos como aquellos en que los grandes “señores” fueron asesinados con el mayor desinterés y a vista de todos.
De ahora en adelante, no habría otro poder que se opusiera al de Lucky Luciano; otra autoridad que la del siciliano; otro límite que la ausencia de límites.
Nació así el nuevo régimen de organización mafiosa que, al mando de Luciano, lograría sumar a los viejos sicilianos de antaño a los modernos líderes de los barrios neoyorquinos en la más grande sociedad criminal que se conoció hasta el momento: la Cosa Nostra.
Nuestro héroe quiso, además, dar a este nuevo régimen mafioso la calidad de ente regular y regulador; un papel no conflictivo con las instituciones públicas; encubierto, reservado y a la diestra de la legalidad.
La criminalidad se había expandido de Nueva York a los Estados Unidos y el fundador se encargó de las negociaciones entre los distintos grupos para delegar territorios y alcances para cada organización. Se aseguró también de reducir los episodios de violencia y de imponer cierto orden que llegó incluso a “dar una mano” a la policía. Como vemos, el poder desmesurado iba acompañado de una gran red de favores y amistades entre las instituciones públicas y gubernamentales.
En la cima del poder hubo, sin embargo, un episodio que marcaría la primera contrariedad. La vida nos muestra, una y otra vez, ironías de un orden que no alcanzamos a comprender: Lucky salvó de muerte a un funcionario público que, con el tiempo, se convertiría en su peor enemigo.
Thomas E. Dewey, militante del partido republicano que vivía su pasión por la ley con celo casi religioso, accedió en marzo de 1931 al puesto de fiscal adjunto de la Fiscalía General de los Estados Unidos. Puede que Dewey no supiera que estaba en deuda con el líder mafioso. Lo cierto es que dominado por el espíritu de la ley, encabezó una verdadera cruzada contra la inmoralidad y los vicios de la vida de los locos años veinte.
Con el firme propósito de disolver las organizaciones criminales, llevó a cabo una serie de investigaciones y actividades represivas contra los principales líderes.
Luciano estaba protegido en todos los rincones, salvo en uno… Jamás hubieran podido atacar los sectores del pizzo, de las drogas, del contrabando, de los asuntos sindicales, de las loterías, de las apuestas, de las timbas, de los locales nocturnos y del boxeo.
Sin embargo, el punto débil lo encontrarían en el sector de la prostitución.
Luciano reclutaba mujeres, induciéndolas al vicio de las drogas. Este fue el motivo que encontró Dewey para obtener, el 4 de abril de 1936, una orden de captura contra el siciliano por los cargos de explotación de la prostitución.
Aunque la actitud de Luciano fue inmutable -incluso hasta desafiante- en el propio juicio, lo cierto es que, presionado por un sector social que exigía orden, el juez Phillip J.  McCook impuso a Luciano una condena de treinta a cincuenta años de cárcel.
Una vez encarcelado, Luciano pidió, no sin ironía, que se le otorgase el oficio de barbero -por la práctica que tenía en abrir gargantas-. Logró, al poco tiempo, acceder a favores especiales dentro del penal. Su poder seguía creciendo y los reclusos y los guardias lo respetaban, tal vez con algún temor. Tuvo, en celda separada, su propio despacho en el que recibía a personalidades públicas y de sectores administrativos.
Si las crónicas no son inciertas, se dice que los visitantes que entraban a su “despacho” se retiraban caminando para atrás, para no dar la espalda al poderoso Luciano, tal era el temor que infundía.
Los años pasaron y las amistades crecieron. Sin ir más lejos, Luciano autorizó los desembarcos de las tropas americanas en las costas sicilianas durante la guerra, así como las operaciones militares en los puertos. Todo esto, desde la prisión.
Pero el poder, aún el más violento y desmesurado,  no escapa jamás al destino que el universo tiene fijado. Ya fuera de la cárcel, Salvatore Lucania fue derribado en su habitación por un ataque al corazón, en 1962. Murió sin dolor.
A partir de aquel momento, los hombres se encargaron de divulgar sus hazañas y de tejer los mitos que oiremos una y otra vez: tan necesarias y atractivas se nos antojan las historias de los grandes; tan amables se nos hacen las crónicas.

jueves, 21 de marzo de 2013


Recabarren
(Sobre "El fin", de J. L. Borges)


“Mirar el río hecho de tiempo y agua
Y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua”

("Arte poética", El hacedor, 1960)



En los vastos análisis sobre el cuento “El fin”, de Jorge Luis Borges, mucho se ha dicho sobre las circunstancias formales del cuento. Mucho se ha dicho sobre el trabajo de las descripciones y la trama, sobre los guiños al Martín Fierro y sobre algunas concepciones filosóficas que se prestan a estudio en el cuento que continúa la historia de Martín Fierro, dándole al poema un final que Hernández dejara abierto. Para el citado trabajo, Borges utiliza como personajes a Martín Fierro y al moreno con quien el gaucho mantuvo la famosa payada hacia el final del poema. Estos personajes no son nuevos y tal vez por ese motivo, acaso por cautela, Borges no entorpece la descripción de estos hombres de los que solo nos interesa su destino. Hay, sin embargo, un personaje de invención propia, a quien el autor utiliza para contrastar el vértigo de la acción que supone el tema del cuento. Dicho personaje es Recabarren y, si bien muchas concepciones e interpretaciones se han arrojado sobre su dualidad, pasividad y puesta en escena, en el siguiente trabajo se pretenderá abordar un aspecto poco advertido del nombrado personaje. Dicho aspecto involucra y relaciona la etimología del apellido vasco del pulpero con un tema recurrente en la prosa de Borges y que veremos a continuación.
En el libro Los abuelos vascos en el Río de La Plata (Editorial Biblos, Azul, 1995), del investigador Alberto Sarramone, existe un capítulo dedicado al origen y significado de los apellidos vascos. Por índice alfabético podemos encontrar las raíces de las distintas familias vascas que poblaron la pampa. Si nos detenemos en Recabarren, encontramos lo siguiente:
Recabarren: recavarren: parte baja del curso del arroyo.
Mi intención es, a continuación, establecer una relación entre el significado del apellido vasco con la dualidad temporal que el personaje supone en el relato, teniendo en cuenta la sentencia de Heráclito, que compara el tiempo con un río.
Recordaremos que en el prólogo a la reedición de 1956 del libro Ficciones, Borges nos cuenta que nada, o casi nada, es invención suya en el cuento “El fin”, salvo el personaje Recabarren, “cuya inmovilidad y pasividad sirven de contraste”. Sabemos que Recabarren es el pulpero que había presenciado la payada entre Fierro y el moreno y que en el cuento está postrado en un catre, con la mitad de su cuerpo paralizada. El pulpero es atendido por un niño de rasgos aindiados al que llama haciendo sonar un cencerro. Recabarren puede oír lo que ocurre en la pulpería y ver solamente lo que se enmarca en la ventana de su habitación. A través de dicha ventana este hombre postrado mira la llanura inmensa, la luna y, hacia el final, el duelo a cuchillo en que Martín Fierro muere a manos del moreno.
Las descripciones que pintan a Recabarren son pocas pero suficientes como para que entendamos que es un hombre que había aceptado la parálisis como antes había aceptado la soledad y el rigor de América; que vivía en el presente, como los animales; que ahora cumplía con su destino de presenciar el fin.
Estos elementos descriptivos nos proponen a un personaje que vive más allá del tiempo, que desde su mirada nos cuenta una realidad a medias, que desde su mitad muerta supone la eternidad.
La infinitud, el destino y la eternidad son los temas del cuento. En el duelo del final hay cifrada una trama que se repite desde las batallas de Ituzaingó y de Ayacucho. Dicha trama se repetirá por siempre, con otros nombres, en otros rincones.
Si entendemos que el tiempo es como una rueda que gira infinitamente (estas palabras son del filósofo alemán Schopenhauer, citado por Borges en “Nueva refutación del tiempo”, Otras inquisiciones, 1952), si entendemos que la historia repite la historia, podremos entender que la parálisis de Recabarren no es arbitraria, y que sirve para dar forma a esta idea de circularidad de la trama en que el destino infinito de un hombre debe ser cumplido con rigor, aún a costa de perder la vida y con ella todas las circunstancias del presente. La inexistencia del tiempo y el presente son opuestos que se unen en la resignada humanidad de Recabarren.
El tiempo es un  río que fluye (la parábola es de Heráclito) y que nos transforma. Ese tiempo, que camina lento en la vida del personaje como el curso de agua en un arroyo, es un tiempo entre mágico y real ya que la historia de “El fin” es parte de otra historia y los dos tiempos posibles son el de la llanura real de la pampa y aquel otro que supone ese ámbito cerrado de la literatura y la ficción.
Dicho esto, la averiguación de la etimología del apellido de Recabarren no es otra cosa que un elemento más agregado al personaje al que lo rodean las descripciones y objetos de dualidad, como el cencerro que puede leerse como un llamador al destino; la visión del cerco rojo de la luna, que es augurio de la muerte; y sus días en el presente, como los animales.
Cabe aclarar, hacia el final, que nuestra capacidad de comprobar el uso intencional de la citada etimología en el cuento es limitada. Aún así, en este ejercicio de relacionar conceptos, podemos inventarnos que no hay cosas libradas al azar en la literatura y que las coincidencias son parte de otra trama. En dicha trama, Borges conocía la etimología y nuestra hipótesis es, acaso, válida.

F. D. S. 

viernes, 15 de febrero de 2013

El visteo


Según la definición de los doctos:

vistear.
1. intr. rur. Arg. y Ur. Simular, como muestra de habilidad y destreza, una pelea a cuchillo.

Totalmente cierto... En los pagos de La Sofía, hace ya un tiempo largo, un gaucho que hablaba de más invitó a tío Cipriano a medirse con el cuchillo. El invite era más bien hijo del vino, no de la maldad; ni siquiera del deseo de descubrir quién era mejor. Cipriano, que sabía lo uno y lo otro, aceptó. 

Una vez fuera, la ronda de paisanos delimitó la cancha. El otro desenvainó un cuchillo corto y, con pulso temeroso, aguardó la acción de Cipriano que, ante el estupor de todos, se sacó la alpargata derecha, la empapó en un bebedero, y la empuñó cual cuchillo... El odio del otro pareció avivar sus llamas con las risas ajenas, sacándolo disparado contra tío Cipriano. Yo juro que vi el filo de su cuchillo resplandecer en la carrera. Al instante comenzaron a escucharse unos ruidos sordos, unos repetidos y pesados golpes como de zapateo. Desde el suelo, con la cara y las orejas al rojo vivo, el agresor luchaba por salir de su aturdimiento.

–Hoy no tengo ganas de lastimar a nadie, che –dijo Cipriano, mientras sacudía la alpargata–. Para la próxima, andá sabiendo que el que es hombre tiene el acero como última jugada.







miércoles, 13 de febrero de 2013


(Última parte)

No quise volver a casa. Salí y caminé por las veredas de baldosas del barrio, crucé la plaza, pasé por el frente del almacén, miré desde lejos la peluquería de Piazza, el tallercito, los árboles florecidos. Al poco tiempo, mientras caminaba por la vereda de la radio local, me encontré al Rengo, el locutor.
–¿Pero que hacés, querido? –puso una mano en mi hombro, sonreía–.
–Acá estoy, Rengo. Tomando un poco de aire.
–Parecés preocupado, pibe.
–Decime, Rengo… En la radio, las últimas semanas, ¿notaste algo raro?
 –¡Esto es raro todos los días, querido! La gente acá adentro está cada día más loca, qué querés que te diga. Mirá, ¿te acordás de Silvia, la locutora de la mañana? Bueno, la mina no me habla desde que trajeron los equipos nuevos. Como no los entiende, la mina se piensa que yo los pedí a propósito para sacarle laburo. ¿A vos te parece? Si sabía, me quedaba con los viejos ecualizadores a perilla, mirá. Yo ya no tengo edad para complicaciones.
–Claro, entiendo. Es lo que digo yo –dije, copiando las palabras de Figueroa–, la gente está loca en todos lados.
–Sí, eso mismo. Por suerte algunas cosas no cambian, che. Mañana paso por el almacén y charlamos, querido –me palmeó y entró en la radio–.
Si no me equivoco, fue a la semana del encuentro con Lombardo cuando tuve la noticia de su muerte. Elena golpeó mi puerta, con los ojos húmedos. Al parecer lo encontraron colgado de uno de los tubos de ventilación, en el subsuelo. Todavía tenía apretado en la mano rígida un destornillador. No se encontró –lo sé porque pregunté, y porque esa misma noche me llegué hasta el fondo con una linterna para corrobar el dato– ningún aparato raro en el subsuelo. Todavía lo sigo buscando para destruirlo, mirando cada rincón, gateando, tanteando, examinando cada escondite. A veces me avergüenzo de mí mismo, al verme en esa situación tan ridícula. Como si fuese un loco, busco algo que tal vez no existe, y que acaso nunca existió. Por las tardes visito a Elena, sin esperanzas de nada. Ella misma me encargó la redacción de este informe para cumplir con la voluntad de su esposo –que nunca dejó de estar convencido de que yo sabía algo más–, y para tratar de entender, ella misma, un poco más la situación. No pienso entregárselo (de todo lo que explicó el profesor aquel día, muy poco me acuerdo). En todo caso, omitiré varios párrafos antes de darlo a su lectura. Mientras tanto, me excuso con mis obligaciones.
Ayer le conté todo, sin omitir detalles, a Figueroa. El silencio me estaba matando.
–Una lástima lo de ese profesor Lombardi, qué se le va a hacer. Yo no lo conocía, fijate vos, y eso que vivía acá nomás. Pero no es de extrañarse, hoy en día uno ya no entiende a la gente. Una buena mujer, plata en la cuenta, no le faltaba nada al tipo, y mirá. Ahora, lo que me contás del aparato, me suena a macana. Una locura, ¿no te parece? Te digo una cosa: todos los aparatos son ese aparato. Y la cabeza de uno es tan complicada, che. No es joda andar metiéndole toda esa cosa rara de ahora, sin preguntarse para qué. Como decía un primo mío, “por más rápido que corra el mundo, hay que saber cuándo bajarse del tren”. Pero bueno… Nosotros, acá, estamos bien –Figueroa siguió con la mirada, como sin entender el cuadro, a una mujer que pasó por la vereda, hablando sola por un micrófono diminuto. Hizo una pausa–. Mirá, ahí abrió Navarrile. Vamos.


Fin

lunes, 11 de febrero de 2013


(tercera parte)

Me acerqué hasta el umbral.
–Vea, lo del otro día…
–Lo del otro día no importa –dijo ella–. Esa no era yo, y creo entender que usted tampoco era usted. La verdad, no se que pasó, pero le advierto que yo no creo en eso de la atracción animal, ni en el amor a primera vista. Yo soy fiel, jamás hubiera…
–Entiendo, entiendo.
Me hizo pasar al comedor de su casa y luego me condujo a empujones hasta la habitación principal, a través de corredores oscuros, sobre pisos alfombrados, entre cuadros impresionistas de pésimo gusto. Cuando estaba por malinterpretar el asunto, entendí la invitación. En la cama, el marido de Elena se hallaba recostado. Era un hombre de barba corta y gris, de ojos claros, de nariz afilada. Todavía en posición horizontal, uno podía notar la exagerada altura del profesor. Parecía enfermo. Habló:
–Pablo Lombardo, mucho gusto –dijo, extendiendo la mano–.
–Buenas tardes… Mire, yo quisiera explicarle que…
–Acá el que tiene explicaciones, en todo caso, soy yo –dijo sonriendo–. Quiero que sea mi testigo. Mejor dicho, voy a contarle mi gran secreto científico y usted ya verá cómo hace para escribirlo. Elena me ha contado que usted escribe, ¿no es así?
Respiré aliviado y ya con soltura respondí afirmativamente a la pregunta, argumentando, además, que tenía estudios en lengua extranjera.
–Bueno, bueno –dijo Lombardo–. En este momento estoy un poco indispuesto –tosió un par de veces–. Pero aun así le voy a adelantar las primeras impresiones de mi trabajo. Sientasé orgulloso, privilegiado.
Elena se acercó con un vaso de agua. Acomodó las almohadas de su esposo y le acarició la cara. Viéndola actuar con tanto amor, comprendí que la Elena del ascensor era una mujer muy distinta. Que esta Elena jamás me perteneció y que su amor por Lombardo era legítimo. La vi más hermosa, digna de todas las alabanzas posibles. Querer juzgarla por un episodio tan banal, hubiera sido una falta enorme.
–Ahora, querida, te pido que nos disculpes.
Elena salió y cerró la puerta. Me senté junto a Lombardo, que dijo:
–Mire, hubiera querido que me conozca de otra manera, pero lo mismo da. Ya estamos en confianza, me parece. Además, soy una persona ansiosa hasta para la amistad. Me gusta pensar que cuando conozco a alguien, ya tengo con esa persona un pasado común de afinidades y desencuentros. Al fin y al cabo, los hombres son más o menos todos iguales. Querer estableces lugares comunes me parece una pérdida de tiempo. En esto mi esposa está de acuerdo. Así que, en líneas generales, quiero, o más bien me gustaría, que usted se encargue de dar noticia de mi trabajo. Le advierto que todavía está en observación y que no fue testeado en forma directa, pero creo que los resultados son prometedores.
Porque entendí que Lombardo era un personaje especial, quise ahorrarme las acusaciones y la mención al método tan poco diplomático del que se había valido para entrevistarme. Dejándome envolver en la locura de la situación, como una mosca en la telaraña, todavía confundido, hablé, no sin fastidio:
–¿Y de qué se trata?
–Le resumo. Durante años estudié el cerebro humano, las conexiones nerviosas y demás. En fin, toda una cosa complicada con la que no lo voy a aburrir ahora pero, buscando el atajo, le adelanto: el cerebro es inexplicable. Pude, sin embargo, aislar ciertas frecuencias nerviosas y traducirlas en impulsos eléctricos. Son impulsos muy sutiles, verá. Mis estudios apuntaban a estudiar la conducta del hombre y al modo de actuar frente a diferentes estímulos. Lo que descubrí, casi por accidente, es algo mejor. Catalogué las frecuencias y logré reproducirlas en un artefacto de radio de onda.
–¿Usted me está diciendo que, con una radio, puede influenciar la conducta ajena?
–No se apure, amigo. Ese es el punto, aunque, como ya le dije, todavía no tengo resultados comprobados. Y no los tendré mientras no me recupere de esta gripe –volvió a toser–.
–¿Y qué me dice de la voluntad de los demás? ¿No pensó en la libertad de los otros? –argumenté con violencia, porque íntimamente me sentí ofendido, desilusionado–.
–Si, ¿Cómo que no? –dijo, algo molesto por la acusación–. Mi idea era usarlo para cambiar conductas criminales y en la recuperación paulatina de enfermedades mentales que condicionan al enfermo. ¿Qué se creé? ¿Qué soy un improvisado?
Siguieron explicaciones que no entendí y una larga serie de posibles usos, siempre y cuando el aparato funcionase correctamente. Para no prolongar la visita –Lombardo había hablado casi una hora–, pregunté:
–¿Y dónde es que tiene guardado el aparato?
Mientras yo buscaba con la vista algún artefacto raro por la habitación, Lombardo dijo:
–Tranquilo, hombre. No se apure. No está acá. Sería muy peligroso tenerlo cerca… Lo escondí en los subsuelos del edificio. Los tubos de ventilación hacen de antena y amplifican su poder en un radio de unos veinte, treinta metros. Cada día voy, le hago un ajuste, y lo dejo…
–¿Qué tipo de ajuste?
–Pruebo distintas frecuencias… Hasta ahora no he podido comprobar su eficacia, porque no he salido de casa –tosió con insistencia casi fingida, como sucede con todos los que tienen tos–, pero con cada ajuste pretendo tocar distintas emociones. Los primeros días intenté frecuencias que indujeran el miedo, el terror; luego los sentimientos; luego las sensaciones corporales…
–Mire, lo mejor que puede hacer es dejar esas pretensiones. Me consta que su aparato le ha hecho daño a cierta gente…
–¿De qué habla? ¿Tiene pruebas concretas? Yo creo haber tenido todo bajo control –pareció preocupado–. ¿Usted qué se creé? –dijo finalmente, recuperando la elocuencia–.
–Yo no me creo nada. Haga lo que quiera, yo me voy. Ya hablaremos del informe, cuando se recupere.
–Espere, ¿usted sabe algo más? –balbuceó, mientras se reincorporaba con los codos apoyados en la cama–.
–No. Nada que no pueda tener una doble lectura. Al fin y al cabo –dije, ya de pie–, como dice un amigo, la mente humana es incomprensible y la locura está al alcance de cualquiera, con o sin aparatos –caminé hasta la puerta. Saludé y me fui–.
En el pasillo me crucé con Elena, que llevaba una taza de té caliente en la mano. La miré a los ojos, buscando algún indicio de lo que había confundido con la pasión verdadera. Bajó la mirada. Definitivamente, no había vuelta atrás. 

(Continúa)

sábado, 9 de febrero de 2013

(segunda parte)

Al tercer día de la reunión en el almacén, tuve mi segundo encuentro con Elena. Yo había salido temprano, con la intención de renovar las provisiones de arroz y verduras. Cuando ya casi me lanzaba, con innecesario apuro, escaleras abajo, se volvió a repetir la escena anterior:
–¿Baja?
–Bajo.
Cerré las puertas y Elena habló:
–¿No se va a presentar nunca? Lleva un par de semanas viviendo junto a nuestra casa y todavía no lo conocemos –el uso del plural me molestó, porque indicaba que aquella mujer hermosa compartía la vida con alguien–. ¿O le gusta el misterio?
–No hay misterio. Trabajo en la redacción del diario local, como verá tengo algún tiempo libre, casi todo el tiempo. Los avances de tecnología han logrado que no me necesiten encerrado en una oficina. Me llamo Luis –el aliento a menta, o talvez la cercanía de Elena, me había puesto nervioso. A la distancia, alguna radio vecina soplaba el rumor, como eco de un eco, de una melodía indescifrablemente romántica–, para lo que guste –dije, al tiempo que miraba fijamente los labios de Elena. No creerán, pero esa no es mi costumbre. En general soy más bien tímido–.
–¿Así que todo lo resuelve por computadora? Si usted es de los que prefieren ese tipo de novedades, puede venir a visitar a mi marido, es mitad ingeniero, mitad investigador, mitad raro –Elena despejó el pelo de su cara–.
–No se crea, todavía prefiero el servicio de correo postal. ¿A qué se dedica su marido? –pregunté, y no tardé en notar que había cometido un abuso de confianza, tentado, quizá, por la palabra raro–.
–Ahora está retirado, pero está dedicando gran parte de nuestro dinero, más bien del dinero de mis padres (para no hablar del descuido al matrimonio), en un proyecto que poco me interesa. Es tan ambicioso como utópico, a mi entender. Tendría que ver cómo se enoja cada vez que se lo digo.
Llegamos a la planta baja. Ninguno abrió la puerta. Elena se mordió el labio, y preguntó:
–¿Se piensa quedar acá adentro el señor?
–No me disgustaría –¿Pero qué estaba haciendo? ¿Realmente era yo el que hablaba? ¿Qué actitudes nuevas despertaba en mí aquella mujer?–. Sin embargo…
–No tengo todo el día. ¿Por qué no me besa?
Esas palabras cerraron el diálogo. Nos besamos una vez. Dos veces. La dulce boca de Elena, la desconocida, y mi amarga cerrazón se habían unido. Cuando nos separamos, cada uno vio la perplejidad y el remordimiento dibujados en la cara del otro. Nos disculpamos. Salimos. Volví del mercado sin las cosas que tenía que comprar.
Mientras subía las escaleras, arrastrando, además de mi cansancio habitual, la confusión y ese odioso orgullo machista del deber cumplido, pensaba que tendría que hablar con Figueroa de todo esto, para ver si de ese modo vislumbraba yo también la causa de mi cambio de personalidad. En algún sobrecito de azúcar, o talvez en un almanaque, había leído alguna vez que el camino para salir de la confusión empieza siempre en el oído de un amigo. Comí sin hambre, chupé unos mates con desgano y salí a la vereda. Al aire libre me sentía renovado, más vital. No me sentía ya, como quién dice, una parte más de la maquinaria infernal del edificio. Vi a Figueroa sentado en un banquito de la plaza y apuré los pasos a su encuentro. Los primeros brotes asomaban de los tallos de las eleustremias, pintando de rosa y de violeta el espacio arbolado. Figueroa prestaba especial atención a esos detalles porque entendía que el mundo hablaba a su modo, y que cada impresión era un signo de algo más profundo.
Cuando me vio, se hizo a un costado.
–Mirá bien, pibe. Mirá… Ahí, arriba de tu cabeza, están saliendo las primeras flores. De acá a un mes vamos a tener un poco más de color. Cuando ando medio confundido –dijo, como si además supiera leer los sentimientos–, miro estas cosas y se me acomoda el marote. Lo básico, pibe. Hay que volver a lo básico.
–Me haría falta volver a lo básico, ahora que…
–Y bueno, ahí tenés. Las flores, los muchachos, una ginebra de vez en cuando, como para templar el garguero… ¿O necesitás más? –hizo una pausa, mientras miraba el suelo–. Todo está en el punto de vista, ¿me explico? –miró de nuevo las ramas–. Pero mejor contame lo que te pasa, así no te aburro con pavadas.
Le conté los episodios de la radio y del ascensor (sin mencionar lo del beso, para no comprometer la opinión sobre Elena).
–¿Y eso que tiene de raro? Es bueno llorar de vez en cuando. Y la seducción está en la naturaleza del hombre. A vos no te pasó nada raro, a mi entender. Como quién dice, te dejaste ser. Las mujeres te cambian el norte, y está bien dejarse llevar por los impulsos, porque el instinto (dijo istinto) es la verdad.
–Si, pero uno vive en sociedad y…
–Si, si, lógico, pibe. Pero lo tuyo no es raro comparado con lo que se viene viendo en el barrio. Antes de que salieras del edificio, salió una señora tapada hasta el cogote, como si esto fuera Alaska. Atendé: tapado largo, una bufanda, guantes y, por si la agarraba la ola polar yendo al mercadito, un gorro de lana. Eso es locura, digo yo. Una verdadera locura.
Nos quedamos callados un tiempo. Cuando lo estaba por invitar con una ginebra, dijo:
–Vení, vamos a tomar una ginebrita, así te dejás de pensar pavadas –me palmeó con afecto mientras miraba con profundidad en mis ojos–. Dale, vamos. Por lo otro no te hagás drama, que los cambios son parte del hombre. Hoy estás bien, mañana no… Eso es lo lindo de la vida, digo yo.
Debimos haber estado un par de horas en lo de Navarrile porque, cuando salí, la tarde había cambiado los colores y se preparaba para la puesta del sol. Esa noche dormí sin interrupciones e incluso llegué a soñar con el patio de mi casa paterna, tan diáfano y puro, tan verde y calmo, que bien podía confundirse con el paraíso.
Los días siguientes fueron iguales: trabajos de redacción en casa, salidas al almacén, encuentros con los muchachos, etc. A los seis días, algo ocurrió.
Yo salía de mi casa para tomar un poco de aire en la plaza. Mientras me preparaba para bajar las escaleras, una puerta se abrió de repente, dejando fluir una tibia corriente de aire que me golpeó en la espalda. Cuando me di vuelta, Elena se asomaba desde la puerta de su departamento:
–Venga, por favor –parecía alarmada, nerviosa–. Venga.

(continúa)

miércoles, 6 de febrero de 2013


Durante los primeros días de diciembre, mi tío había vuelto al pago a arreglar unos asuntos, con la promesa de que volvería para las fiestas. Confieso que extrañé mucho su companía esas semanas, y que su ausencia en la casa dejaba un sentimiento misterioso, como si el peso de su alma dibujara un vacío en nuestro espacio compartido. Para distraerme de aquellos pensamientos, ensayé la siguiente historia, tratando de recordar lo mejor posible la manera en que mi tío me la contara alguna vez.


Saber bajarse del tren
(primera parte)


-Es curioso -filosofó Ide- ver
cómo la gente se toma las cosas.

(O. Henry, Los caprichos de la suerte)

Porque no ha de ver logrado,
con mirar, el loco intento
de torcer el pensamiento
que desde hoy te he consagrado.

(Lope de Vega, La discreta enamorada,
Acto primero, Escena vi)


Ni los días anteriores al suicidio, del todo incomprensible, de Juan Pablo Lombardo, ni los que siguieron, colmados hasta el aburrimiento de conjeturas, fueron esclarecedores sobre el asunto. El viejo Figueroa siempre decía que la mente es un aparato peligroso, que de un momento a otro puede dejar de funcionar, lo mismo que cualquier artefacto de esos modernos que uno usa hasta el desgaste, sin preguntarse siquiera cómo es que funcionan. Por mi parte, no quise tomar ninguna postura en el asunto. Un poco por respeto hacia el finado profesor, al que no llegué a conocer en profundidad, otro poco por la amistad plagada de episodios confusos con su mujer, Elena, y otro tanto por el miedo casi ancestral que uno tiene hacia la muerte en general. Desde chico he creído que uno no debe andar buscando explicaciones a las cosas del destino, al fin y al cabo, ¿quién es uno para querer entender todo, siempre? De ninguna manera voy a indagar los motivos de la muerte desde la perspectiva típica, que supone las enumeraciones de costumbres, hábitos y cambios de humor en el protagonista de la determinación final. Es más, puedo decir, sin faltar a la verdad, que lo que realmente me impulsa a sentar por escrito esta serie de acontecimientos es el pedido casi lastimero de Elena, a la que sigo frecuentando con devota prolijidad, y la convicción fantasmal de que detrás de todo el confuso asunto está el afán por concretar la fabricación de uno de los inventos más sorprendentes del que puede ser testigo un hombre que ha creído, alguna vez, que ya estaba todo inventado. Estoy hablando, por supuesto, del poderoso sintonizador de frecuencia del profesor Lombardo.
El comienzo de todo fue hace unos seis meses, momento en el que yo debía abandonar el barrio de toda la vida para mudarme a un edificio viejo y herrumbrado en la calle Castelar. Es cierto que mi nuevo destino no se hallaba a más de veinte minutos de mi casa natal, pero el cambio de hábitos en un hombre de mis característica deja de ser una aventura (como lo hubiera sido hace unos quince años) para convertirse, más bien, en una molestia; en una suerte de incomodidad general dominada por la visión particular de mudanza, de muebles cargados en la caja de un camión, de la ruptura (con quién sabe qué negativas consecuencias) en el orden casi arquitectónico de mis libros en la biblioteca, etc. El edificio nuevo era viejísimo, con unas manchas de moho y de verdín en todo el frente y en el lateral izquierdo que le daban un porte de jerarquía, como ocurre con las estatuas viejas de los parques. Con alguna soberbia de alzaba entre hileras de casas bajas, y sus siete pisos eran, por poco, un insulto al orden estructural de un barrio de provincia, de más de ciento cincuenta años. “Esas cosas van a terminar, fijate lo que te digo, por volver loco al hombre”, decía el viejo Figueroa, mientras veíamos ese edificio desde los ventanales del almacén de Navarrile. Y sorbiendo la ginebrita con calma, Figueroa miraba el edificio y en realidad estaba viendo otra cosa, en tiempos perdidos. Miraba el barrio de años atrás, con nostalgia y con rencor escondidos, y decía “Todo esto, fijate bien, es una locura, un disparate”.
Lo cierto, lo casi raro, es que cuando por fin estaba ya en mi espacio, reflexioné que no conocía, salvando al portero, que frecuentaba el boliche de Navarrile, a casi ningún vecino del edificio. Jamás me había cruzado, ni en la plaza, ni en el almacén, con casi nadie de los que allí vivían. Es cierto que no estaba seguro de que todas las plantas estuviesen ocupadas, pero aún así, y esto bien puede ser un invento de mi tendencia a exagerar los infortunios e incomodidades, llegué a pensar que la gente de los edificios no podría ser nunca como los habitantes de casas, con patio y jardines. Acaso vivían recluidos en la penumbra artificial y se autoabastecían mediante quién sabe qué métodos y a qué horas.
Al sexto día abrí las ventanas para dejar entrar la luz, y me asombré con la visión de la plaza desde lo alto de un cuarto piso. Más hacia la derecha, el almacén se veía como un bar común y corriente, con sus chapas oxidadas, con las persianas amarillentas, con el frente deteriorado. No era como lo veíamos todos desde la vereda (o, mejor dicho, como creíamos que realmente era); lo vi más bien chico, un tanto descolorido, casi mediocre. La imagen me entristeció y me dije que, para recobrar el ánimo, lo mejor sería bajar, hablar un rato con Navarrile, y reconciliarme con aquel lugar tan mío.
Fue al momento de salir al corredor de mi piso cuando vi por primera vez a Elena, alta, con vestido corto y medias negras, con labios oscuros y frescura de mujer joven, con toda esa carga de seducción que tienen las mujeres que no conocemos y acaso no conoceremos nunca. Intercambié un saludo, tímido, y caminé hacia las escaleras. Ella, con la puerta del ascensor abierta, me increpó:
–¿Baja?
–Bajo –dije con afonía.
Mientras ocultaba el miedo por los ascensores, entré al espacio cerrado y deslicé las puertas. Elena me observaba actuar, en silencio. Presionó el botón correspondiente a la planta baja. Tras un sacudón, el ascensor comenzó su lento trayecto silencioso. Yo sentía el aliento a menta de Elena, mientras ella se miraba al espejo. Al salir, me saludó con un ademán y caminó para el lado de la plaza, con paso firme, seductor.
Ya en el almacén, me concentré en mi ginebra y convidé con otra a Figueroa que, sacándose de encima la boinita vasca, arrimaba una silla y se sentaba a mi lado. Con entusiasmo hablamos de mi nueva locación, de los problemas con el agua caliente, de la conveniencia (con sus desventajas) de comprar un termo moderno, y hasta de los ruidos del edificio, que simulaban el secreto funcionamiento de engranajes en una compleja maquinaria: gritos, motores eléctricos, goteos, portazos, etc. “Qué locura, fijate”, decía Figueroa.
Para cuando miré por la ventana del almacén, ya había oscurecido. Pensé que mejor sería volver a casa y ver si no hacía falta algo para la cena. Me despedí de todos y, cuando estaba por salir, vi clarito cómo Esteban, el mecánico, pasaba por la vereda del boliche a la carrera, gritando, todavía con su ropa de trabajo, sosteniendo en la mano una llave del tipo francesa… Miré a Figueroa, justo cuando pronunciaba orgulloso: “¿no decía yo? Una locura, fijate”.
Revisé la alacena y comprobé lo que ya sospechaba: arroz, polenta, más arroz. Puse la ollita de aluminio a calentar y me senté a hojear un diario atrasado. El silencio de la noche puede ser despiadado en el edificio de un pueblo. No solo porque parece multiplicarse en los fríos corredores y a través de las escaleras, sino porque además es un silencio compartido con los desconocidos que duermen detrás de las paredes. No es íntimo, como el que se goza en el campo; es siniestro, porque es de todos y de nadie. Caminé hasta la cómoda y encendí la radio. La voz del Rengo, conocidísimo conductor local con el que, a fuerza de compartir asados y reuniones de guitarreada, había trabado una amistad sino íntima, por lo menos franca, anunciaba un bolero para inaugurar la madrugada. La voz de un cantor italiano colmó el espacio de mi departamento, y no tarde en notar que, mientras revolvía el arroz, yo estaba llorando. Subí el volumen, escuché con atención. Mi llanto se hizo tan insostenible que me asfixiaba. Lloraba porque añoraba algo, lloraba porque alguna vez había sido chico, lloraba porque sí. Nunca antes había escuchado esa canción, y nunca la volvería a escuchar. Sentí que alguien me debía una explicación, que yo, que más de una vez me había jactado de no ser un hombre de lágrimas, había sido víctima de un sentimiento que no me correspondía y del que, bajo ninguna circunstancia, debía hacerme cargo. Apagué la radio. Comí. Me acosté.
Como la luz de la mañana siempre me ha parecido un placer tan gratuito y tan accesible, me desperté temprano solamente para abrir de par en par la ventana. Todavía en la cama, planeaba mi tarde libre. Las cortinas se hamacaban con suavidad, la brisa era fresca y la mañana, en general, agradable a la meditación tranquila y al beneficio de no hacer nada. Una hora después me levanté y puse a calentar la pava. Mientras escribo voy recordando detalles que, de otra manera, se me pasarían por alto, como por ejemplo el grito de angustia que llegó desde otro departamento, como un susurro macabro, de manera casi imperceptible. No le presté mayor importancia y seguí con mis cosas. Hoy estoy seguro de que ese grito, ahora que lo recuerdo, fue un efecto más del aparato infernal que de a poco, con el sigilo de un reptil, o de un demonio, se iba metiendo en la intimidad de nuestras vidas.
En el almacén estaban los muchachos. Cuando entré, Piazza, el peluquero del edificio, encabezaba una discusión:
–Ahora, yo digo… –dijo, mientras dibujaba en el aire ademanes enérgicos–, que se vuelva loco uno, es una cosa. Pero dos al mismo tiempo, ¡no señor! ¡No señor! Yo soy un hombre respetable, y me niego a creer en la locura colectiva.
–Acá no se trata de lo que uno se niegue o no a creer, viejito. Acá es cuestión de hechos concretos. ¿O acaso no lo vieron todos, mientras destruía su propio negocio a los palos, pegando unos gritos que Dios me libre? ¿Eh? ¿Qué me dicen? –increpó Navarrile.
–Yo pienso que no hay que apurarse a sacar conclusiones –sentenció Figueroa–. Vamos por partes… Cuente de nuevo el episodio.
–Por última vez, che. Estoy por atender a la señora de Oscarcito, mientras pongo el sillón en condiciones prendo la radio, escucho un tango de Pichuco, que nunca me gustó y, así como si me hubiera levantado un demonio, me puse como loco. Escuchen bien: ¡como un loco! Yo que nunca levanto la voz ni cuando grito los goles del Petiso. ¿Qué me dicen? Agarro la escoba y se me da por romper cuanto frasquito tenía al alcance. Todavía me lamento por el espejo y la colonia importada que hoy debe valer fortuna, y eso para no hablar de la vieja, que salió espantada como si hubiera visto un muerto.
–¿Usted no se toma vacaciones nunca? ¿Eh?
–¿No me va a decir que el trabajo del señor es trabajo forzado, no? –preguntó alguien, con malicia.
–Sigamos en orden, señores –dijo Figueroa, haciéndose respetar–. ¿Y lo de Esteban? Atenti, que el muchacho, ayer nomás, me contó el asunto. Lo voy a repetir para el señor –dijo, señalándome con el vasito en la mano–, que siempre llega tarde a las reuniones. Escuchen: el tipo está en la fosa, meta rosca con un tren delantero de no sé qué catafalco, y de repente, así como si nada, siente que el auto, con la radio prendida a todo lo que daba, le habla, le grita, lo llama. El muchacho sube, todavía con la herramienta en la mano, y siente que el auto se le viene encima, como un animal que lo desafía en su propio taller. Por supuesto, sale disparado. Fin. ¿Qué me cuentan?
–Que son bobadas, eso le cuento –dijo el malicioso.
–Usted no es razonable, viejito.
–Ah claro, porque la razón dice que los accesos de locura son cosa de todos los días…
–¿Vamos a hablar en serio o no, che? –gimió Piazza–. Falta que agarre de nuevo la escoba, falta. Mejor olvidamos el asunto, a ver si todavía terminamos encerrados por locos, en uno de esos loqueros de las sierras. Después, ni los otros locos lo visitan a uno.
–A vos ya te están visitando, si para cortarse el pelo con vos hay que estar loco de en serio, viejito –dijo Navarrile, jovialmente.
–¡Avisá!
Muchas veces me había felicitado por haberme hecho de semejantes amigos. Estando en su presencia, era como volver a vivir en los años de mi abuelo. Parece mentira que la civilización no haya podido, después de tantos cambios, borrar personajes como estos, tan sanos, tan increíblemente anacrónicos. Mientras el debate tomaba diferentes rumbos (los fantasmas, las posesiones, los sueños, los resultados de la quiniela, el fútbol y, finalmente, la política), yo escuchaba en silencio, porque sabía que las opiniones serias las darían cada uno por separado. Principalmente me interesaba lo que podía llegar a decir Figueroa, así que esperé hasta que el último de los muchachos abandonó el bar.
–Qué querés que te diga… Para mí –explicó Figueroa– es todo culpa de las cosas modernas. Están saturando el espacio, están llenando la cabeza de uno con frecuencias y rayos, fijate. La vez pasada me crucé con una sobrina por la calle, y la tipa ni me reconoció. Atendé: la tipa iba muy concentrada con esos aparatitos en los oídos. Una locura. A la larga, vamos a terminar todos locos. ¿Vos qué pensás?
Yo no pensaba nada. Terminé el trago y me fui, con la certeza de que el asunto se ponía serio.

(continúa)