sábado, 30 de junio de 2012


Segunda parte:

–Prestá atención –dijo Cipriano y sin dejar de abanicarse con la boina, aclaró la garganta y comenzó:
Las tardes en el campo suelen parecer eternas desde el mediodía hacia el declinar de la tarde, pero existe un momento en que la noche se hace inminente y aunque las sombras se resistan a desaparecer, cae como un telón, sin mayor aviso que la evidencia de alguna estrella perdida. En aquella hora estábamos cuando escuchamos palmas al otro lado de la tranquera. La tía se asomó por la ventanita de la cocina y distinguió el gateado de Don Piumato Acosta. Salimos a recibirlo, entre los ladridos de los perros. De la tranquera para afuera, agarrando las riendas del gateado, estaba la figura de Don Acosta, con las pilchas de domingo y el facón de plata al cinto.
Una vez dentro, recordé que en la última visita de aquel hombre a nuestra casa, yo no tendría más de ocho años y probablemente no sabría montar. Acosta me había regalado mi primer rebenque trenzado; rebenque que todavía conservaba colgado al pie de la cama. Yo guardaba de Acosta los recuerdos más gratos de amistad familiar. No menos cierto es que lo admiraba desde el día que lo vi rescatar una oveja que había rodado y caído en una gran zanja de desagüe. Colgado de una soga, Piumato había descendido hasta el fondo para volver cubierto de barro con el animal bajo el brazo. Aquel acto de valentía había sido agrandado en mi imaginación de niño y a lo largo de los años se había ido adornando de detalles que yo inventaba cada vez que lo relataba. Hoy ya se me confunden los recuerdos reales con los que yo había ido inventando, pero la memoria es selectiva y es misteriosa y talvez no sea injusto decir, después de tantos años, que Piumato Acosta fue un gran amigo y que fue un hombre valiente (decir que un hombre era valiente por aquel entonces, era dar por sentado que se había ganado el apelativo a fuerza de acciones y de coraje). Lo cierto es que durante los últimos años, Acosta había estado colaborando, por conocedor de la zona y por sus contactos fuera de la frontera, con la policía local.
Cuando ya estábamos en la cocina, tía me mandó a poner la pava y mientras ensillaba el mate escuchaba las noticias que Piumato traía, en forma desordenada y casi con apuro, de los campos vecinos.  En eso estaba cuando una sombra se le dibujó en el rostro:
–Ya verán ustedes –dijo–, que tengo ahora que darles la mala noticia que me ha traído hasta aquí. Me gustaría, por otro lado, que Cipriano conozca el episodio para ver si puede darnos alguna pista. La fama de la agudeza de este muchacho –dijo dirigiéndose a mí– ha recorrido las fronteras.
–Por favor, cuente de que se trata –intercedí.
Acosta terminó el mate y sin apuro comenzó:
–Bueno, esta mañana me llegó la noticia de que mi vecino, el vasco Arriaga, fue encontrado muerto en medio de su habitación, con una entrada de cuchillo en el pecho. Lamentablemente, nada más sabemos del caso. La única persona que se encontraba en la residencia al momento de la muerte, era el peón que Arriaga tiene desde hace años, el chico Acevedo. Por el momento está detenido, aunque llora y jura que él no escuchó ni vio nada. Está esperando a ser interrogado nuevamente.
–Increíble –dije–, Arriaga no era hombre de pelea.
La tía lloraba y pedía explicaciones a nuestro informante, aunque Acosta ya había dicho lo que sabía.
Invitándolo afuera, le dije que en ese mismo momento iríamos a la casa de Arriaga para ver si encontrábamos alguna pista. Luego hablaríamos con el chico Acevedo.
Ensillé mi zaino y sin preámbulos nos hicimos a la huella. El silencio del campo era sepulcral a esas horas y el arrullo de las palomas que ya buscaban los nidos era el único y angustiante consuelo de quietud. Diminutos en el horizonte, nos perdimos por el camino arbolado, entre el aroma de los eucaliptos y la paz visual de los álamos.



                                (continúa)

viernes, 29 de junio de 2012


Aventura de las naranjas amargas



El verano suele llegar temprano por estos lugares y casi siempre lo hace plagado de recuerdos. La sombra fresca de los naranjos, inevitablemente, recuerda los años de infancia en que el calor no pasaba de ser el comentario de los mayores, pero jamás una sensación de incomodidad. También está el recuerdo de las corridas por la calle, las guerras de naranjas que juntábamos del cordón, la espera del hombre de los helados que, pasada la hora del almuerzo, llegaría en bicicleta con un gran canasto y su pregón, música de la siesta.
Ahora, unos veinte años más tarde, ese recuerdo polvoriento resurge como de entre una niebla y lo real es, dolorosamente, el calor insoportable y el cansancio tímidamente mitigado por la sombra esporádica de algún tilo. Aunque aquella mañana no fue de las peores, la conversación con Cipriano nos había olvidado del clima y del mundo. Lentamente caminábamos sin rumbo por la avenida de los españoles (que todavía no era un paseo turístico y que, por cierto, reflejaba la dignidad en la labor de los inmigrantes y no en la soberbia de una arquitectura barroca).
No recuerdo cómo llegamos hasta una gran plaza que dejaba ver el bajo hacia el este y el lerdo movimiento de los vendedores que levantaban la feria en la vereda. Las señoras, empolvadas en talco, caminaban placidamente cargando bolsas tejidas y los chicos corrían en un apagado barullo de risas y gritos. Cipriano se sentó en uno de los bancos de piedra y se abanicó la cara con su boina. Por algún motivo no se desprendía la camisa y jamás descuidaba el nudo de su pañuelo. Yo, en cambio, me hubiera quitado todo cuanto traía puesto con enorme placer.
El silencio de la tarde era interrumpido, cada tanto, por el ruido de alguna naranja que de madura o de aburrida caía al suelo, con un sordo ruido de cáscara hueca.
Durante algunos minutos no hablamos y tío Cipriano, con los ojos entrecerrados, buscaba nidos en las ramas de los sauces que crecían en el centro de la plaza. De vez en cuando alguna calandria se acercaba en vuelos bajos, para desaparecer entre el ramaje tupido de los árboles quietos. En un momento, mi compañero tanteó su facón plateado y desenvainado desde la parte de atrás de su cinto, dejó ver el filo que me cegó como un relámpago. Cuando volví la mirada, observé el brazo extendido de Cipriano y a unos cinco metros más adelante, en esa dirección, el facón plateado, reluciente, clavado en la delgada corteza de un naranjo. Un detalle más: entre la corteza y el mango de plata con adornos de alpaca, había aplastada una naranja amarga. Cipriano sonrió y dijo:
–A esa no le estaba dado tocar el suelo, todavía.
En vano busqué el truco. La destreza y la puntería de aquel hombre no habían envejecido con el resto de su cuerpo. Recuerdo haber oído de su boca alguna que otra anécdota en la que su habilidad lo había puesto entre los paisanos más diestros para el lazo y el rifle, allá por los campos que se extienden desde Las Flores hasta el Carmen de Areco.
Cipriano caminó hasta el facón, agarró el mango con una mano y la naranja con la otra, y mientras volvía dijo:
–Acá es bastante fácil conseguir lo que uno necesita. A lo mejor vos no te acordás porque eras muy chico, pero en el campo uno no se provee así nomás de lo que precisa. Sin ir más lejos, cuando yo tenía tu edad tenía que hacer varias leguas a caballo para traer frutas a la casa. Lo mismo con lo necesario para la cocina y la monta. Me acordé de una historia que te voy a contar, porque algo tiene que ver con unas naranjas…


(mañana el comienzo de esta historia relatada por Cipriano aquella tarde...)

miércoles, 27 de junio de 2012

Mañana les contaré el principio de una de las aventuras de Cipriano, cuando todavía era un muchacho.

Esta canción de Atahualpa (que comparto con ustedes) le gustaba mucho a tío Cipriano. Con su vieja guitarra solía cantarla en las tardes tristes. De Cipriano aprendía a disfrutar estos hermosos versos de Yupanqui, su fraseo pausado y el tiempo de la palabra hablada.

"Era una cinta de fuego, galopando, galopando". Pienso que ese comienzo es uno de los más lindos que existen en nuestro cancionero. También aquél verso (de esta misma canción), que recrea el artificio de figurarnos la ausencia de algo, enumerando lo que existe. Nos cuenta lo que ya no hay, nombrando lo que ha quedado.

"Sobre la horqueta de un tala
hay un morral solitario.
Hay un corral sin relinchos
mi alazán, te estoy nombrando"

Hay todo eso, porque el alazán ya no está... 




viernes, 22 de junio de 2012


Aquella mañana había dormido hasta tarde, porque una charla con Cipriano me había desvelado hasta casi las cinco del día. Habíamos hablado de las habilidades de los domadores de la pampa y las comparamos con las hazañas que se cuentan en ciertas milongas sureñas. Invisiblemente la conversación había derivado en otros temas. Ya cerca del alba recuerdo que hablábamos de los cultivos en la Roma antigua. Yo había aceptado con naturalidad los vastos conocimientos de Cipriano en cualquier campo, pero para un desconocido no hubiera dejado de ser una maravilla el hecho de escuchar de boca de  un gaucho los nombres de las divinidades Griegas e incluso alguna mención a Homero o Hesíodo.
Cuando llegué a la cocina aquella mañana, tío Cipriano ya estaba cebando mate, mirando por la ventana. Cuando llegué a su lado, me estiró un amargo y dijo:
–En un par de horas vamos a tener lluvia. Lo mejor sería comprar el pan ahora. Además, vamos a tener que entrar a la panadería antes del robo, más que nada para evitar un mal momento… Pero nada más que eso.
Tardé un momento en entender, porque todavía estaba entre dormido y con hambre. Esperé a terminar el mate y pregunté de qué robo me hablaba.
Con lentitud, después de chupar el mate (que usó para señalar la ventana) dijo:
– ¿Ves aquel muchacho de campera? Todas las mañanas, desde hace dos semanas, se para a esperar el colectivo, pero nunca lo toma. Espera a que el colectivo se vaya para salir caminando para el lado del sur.
Cebó otro mate, me lo alcanzó y dijo:
–Todos los días mira en dirección a la panadería, y se lo nota nervioso. Hoy, además de estar más nervioso que de costumbre, tiene ropa más cómoda y creo que esconde una pistola en el bolsillo derecho. Pero no hay peligro. Nunca va a dispararla.
Ante un disparate como aquel, uno tarda en buscar las palabras correctas para articular una respuesta. Entonces me quedé callado un largo rato.
Los dos mirábamos por la ventana sin hablar. Tras un silencio que pareció de horas, mi tío se palmeó la rodilla y se levantó. Buscó su boina y dijo que iba a comprar el pan.
Lo vi cerrar la puerta tras de sí y bajar por las escaleras. Mientras salía del estupor, caminé hasta la cocina para renovar el mate y por simple curiosidad me acerqué a la ventana. El muchacho de la esquina miraba nervioso a ambos lados y en un momento cruzó con determinación la calle hasta que lo perdí de vista. Más por curiosidad que por miedo a que el tío no hubiese bromeado, bajé hasta la panadería. Al principio salí caminando, pero un temor creciente me obligó a llegar casi corriendo. Cuando entré al negocio, me encontré con un cuadro increíble: la gente se agolpaba en la vereda del local y adentro, junto a los ventanales vidriados, estaba el muchacho en el suelo.
Más grande fue mi sorpresa cuando descubrí que sobre el muchacho estaba Cipriano, torciéndole el brazo mientras le decía en tono amable:
–Tranquilo joven, tranquilo. No tardará en llegar la policía. Lo mejor será que no gaste energías. Se lo dice un viejo que casi no ha hecho otra cosa en sus últimos años.
Nadie habló hasta que por fin llegó la policía y subió al joven a un automóvil. Pude ver que en el suelo, junto al mostrador, estaba una pistola calibre treinta y ocho que un oficial recogió y examinó antes de  anunciar que estaba descargada.
Mi tío sacudió su ropa y acercándose al mostrador pidió un kilo de galleta, ante el estupor de los empleados que no atinaban a moverse.
–Vamos hombre, no ha pasado nada. Si hasta fue una suerte que no haya tenido que desenvainar el cuchillo, ¿no? –rió fuertemente y dijo:
–N
o es mal muchacho, si hubiera tenido mala intención lo sabríamos por los resultados. Los nervios le jugaron una mala pasada. Era su primera vez.
Mientras los empleados lo seguían mirando con la boca abierta, me acerqué a un testigo y pedí alguna explicación. Una señora me respondió:
–Entraban a robar, pero ese señor (dijo esto apuntando a mi tío con la bolsa de los mandados en la mano) se interpuso entre el muchacho y los empleados, diciendo que quería hablarle. Pero el joven no tuvo tiempo de sacar su arma cuando ese hombre que le señalo lo había derribado de un golpe, avanzando como un león. Fue increíble. ¡Qué coraje!
Me acerqué al tío y, tomándolo por los hombros, lo conduje hasta la puerta. Finalmente salimos de la panadería, entre un mar de curiosos, con una bolsa de galletas en la mano. Cipriano me dijo al oído:
–No han querido cobrarme la galleta. Hasta insistieron. Una suerte, ¿no?
Desde aquella mañana, aquel hombre no dejaría de asombrarme. En estos cuadernos quiero dejar escritas todas las hazañas de las que fui testigo mientras duró nuestra vida juntos. Tal vez en la escritura encuentre la cifra para entender el coraje y la sabiduría que se juntaban en la existencia de aquel hombre oscuro y enigmático, porque su paso por mi vida me ha marcado de tal manera que durante noches enteras yo no pensaba sino en descifrar la conducta de aquel compañero y amigo. Toda mi adolescencia puede justificarse con el asombro y la admiración que el viejo Cipriano despertaba en mí a tal punto que mi mayor aspiración, incluso hoy en día, es saber si en los años que siguieron yo habré podido, siquiera un poco, asemejarme a la sombra de aquel héroe mío.

Trataré de narrar los acontecimientos con fidelidad, aunque mi imaginación y mis sentimientos intentarán muchas veces persuadirme de ser objetivo. En este punto vale aclarar que cuando uno narra las historias de otro, es difícil no dejarse arrastrar por el encantamiento o la devoción. Creo, sin embargo, que el nombre de Cipriano merece estar junto al de los héroes de mi infancia, tan grande creció mi admiración por aquel hombre desde aquel día. Podría decir sin exageración que la vida junto a Cipriano fue para mí una gran aventura.

lunes, 18 de junio de 2012

En unos días conocerán la continuación de la historia con Cipriano y el principio de mis aventuras con este hombre misterioso.

domingo, 17 de junio de 2012



Todavía me parece verlo el día que llegó a la capital. Aquella mañana de febrero el calor no daba tregua y en las calles intransitadas no se dibujaban sombras. Cuando llegué a la estación, me anunciaron que el tren no llegaría sino hasta dentro de veinte minutos, por lo que me senté a esperar bajo la sombra tibia de los tinglados.
La última vez que había visto a mi tío Cipriano yo era un muchacho, sin embargo, con los años,  no había podido olvidar su atuendo de hombre de campo, con pañuelo al cuello y cinto de plata. Lo recordaba fuerte y corajudo, pero puede que los antiguos recuerdos se hayan superpuesto a los más recientes y en ese orbe de memoria y de olvido ya no distinga lo real de mi imaginación. Sin embargo, los recuerdos no son más que una elección de la memoria y la memoria no es menos fantasmal que la imaginación. Lo cierto fue que un inconveniente con una hipoteca había obligado al tío (que ya no tenía otros familiares cercanos) a venirse a vivir conmigo, por tiempo indefinido. Tal había sido la decisión de mis padres –que no disponían de lugar en la casa del pueblo– y así es como debía recibirlo yo, entonces, en mi departamento de la ciudad capital.
A las doce en punto el tren se había detenido en los andenes. Cuando por fin todos los pasajeros habían abandonado los vagones y el tren estaba vacío, apareció desde el fondo la sombra callada de Cipriano, con una valija chica de cuero, cinto de plata y pañuelo al cuello. Era todavía, en esos días, una imagen desacostumbrada en la ciudad la de un campesino. No dejó de asombrarme el hecho de que casi no había envejecido y de que recordara todos los detalles de mi última visita al campo de la familia, hacía unos quince años.
Intercambiamos abrazos y enseguida me preguntó si se me antojaba algún trago. Dije que no, pero la manera en la que me hizo sentir que el huésped era yo y no él, fue increíble. Con una mano sobre mi hombro caminaba siguiendo mis pasos con lentitud. El calor no había cejado pero Cipriano estaba fresco y descansado. Me contó, mientras salíamos a la calle, que en el campo el calor era más pesado pero que la sombra de las casuarinas era un buen remedio. Dijo, también, que la única vez que había estado en la ciudad había sido hacia fines de 1880, cuando la salud de su padre lo había obligado a viajar por una medicina. En aquel entonces, explicó, la ciudad era transitada por jinetes y por carros tirados hasta por cuatro caballos. Agregó:
–En ese entonces, como ahora, la ciudad no dejó de parecerme un lugar inhabitable.
No pregunté razones para evitar las quejas que un hombre de campo podría hacer sobre la arquitectura exagerada, las calles atestadas y el apuro casi religioso con que la gente se movía.
Cuando por fin entramos a mi departamento, le expliqué que podía usar la habitación del fondo y que, por lo demás, se sintiese como en su casa. De aquel hombre olvidado por los años, yo era el único familiar.
Pronto entablamos una buena relación y con el correr de los días nos íbamos haciendo cada vez más unidos. Pasábamos largas noches de sobremesa ante el mate amargo y la ginebra.
Sin embargo, detrás de la sencillez de hombre del interior, yo entreveía en Cipriano una sombra que no podía descifrar. Había algo en la conducta de aquel hombre que no dejaba de ser un misterio. Solía sentarse frente a la ventana durante horas a mirar para el lado de la calle; la luz de su cuarto permanecía encendida un par de horas más luego de darme las buenas noches y cuando me levantaba temprano, él ya estaba vestido y fresco, con el mate amargo en la mano. Fue entonces que recordé los comentarios que mi madre hacía sobre Cipriano cuando visitábamos el campo de la familia, a unos kilómetros de Chillar. Dichos comentarios eran referidos a la conducta solitaria de aquel hombre y sobre su reclusión casi perpetua en una vieja habitación tapizada de estanterías con libros de todo tipo: libros de historia, de artes, novelas, libros en francés, en inglés, manuales de biología, etc. En una de esas visitas, ahora lo recuerdo, había sido él quien me había regalado un ejemplar del Martín Fierro, forrado en cuero y con algunas ilustraciones. Otra vez, me había enseñado los nombres de los distintos parásitos que se le curaban al ganado y hasta una tarde me hizo aplicar a mí las inyecciones a una vaca enferma.
Recuerdo también que por pasarse la madrugada leyendo, decían que estaba loco. Ahora puedo afirmar con seguridad que no había nada de loco en aquel hombre y que, por el contrario, nuestras conversaciones eran tan agradables que muchas veces estirábamos la charla hasta las primeras luces de la mañana.
No tardó en volverse mi confidente y mi fuente de consejos. Es increíble cómo de la boca de aquel hombre de campo salían los consejos más sabios. Yo había dejado de pensar en aquel halo de misterio que a veces dejaba entrever su personalidad, hasta la mañana del 3 de marzo. Aquel día se anotaría el primero de una larga serie de episodios similares...
Quiero dedicar este espacio al relato de mis aventuras con Cipriano Burgos. Esta persona, cuyo carácter y cualidades ya irán descubriendo ustedes a lo largo de mis historias, ocupó un lugar central en mi vida y fue convirtiéndose, poco a poco, en mi héroe mayor. 
Hombre criado en el campo, fuerte y misterioso, con conocimientos que nunca se le agotaban, con habilidades sorprendentes para un hombre de su edad, sereno y sabio. Así era Cipriano. 
Así lo recuerdo.