Una tarde de abril, mientras mateaba con Cipriano, se me ocurrió preguntarle por su facón. Siempre me había llamado la atención ese cuchillo filoso y con ribetes de plata que nunca se separaba del cinto de mi tío. Mientras cebaba, Cipriano me explicó que en los pagos, el facón y el caballo eran cosas que debían cuidarse como a la vida misma. A los pocos minutos (y esto era cosa corriente si uno hablaba con Cipriano) la conversación derivó en otros temas que nada tenían que ver con cuchillos. Sin ir más lejos, para cuando comenzaba a anochecer ya estábamos hablando de historias de aparecidos y sobre la posibilidad de la vida después de la muerte.
Cipriano siempre citaba autores, libros, anécdotas. Todavía hoy no puedo entender de donde sacaba aquel hombre todos sus conocimientos y me maravilla pensar que además de instruido, mi tío era un hombre de acción con todas las letras. Siempre tenía alguna historia con que matizar nuestras charlas y voy ahora a transcribir la que me contó ese día, porque quiero que ustedes también sientan la posibilidad de creer en lo sobrenatural. Tal vez aquel fue el propósito de Cipriano, aquella noche, al contarme la historia de don Lucero. Lo único que voy a agregar al relato, es esta introducción, y ya verán ustedes porqué:
Leí hace unos días, en un ensayo
sobre la perspectiva científica, de Bertrand Russell,
que el biólogo Lloyd Morgan había expuesto, en la década del veinte, unos
interesantes estudios sobre lo que dio en llamar el Divino Propósito. Me dieron alguna curiosidad aquellas exposiciones
que conjugaban la opinión científica con la religiosa en un ensayo sobre la
evolución de las especies. Según Morgan, en la disposición de un número
indefinidos de elementos, se deja adivinar una propiedad que no existe en los
objetos aislados. No tardé en recordar aquel cuento del budismo, que expone que
el carro es más que la suma de las varas, las ruedas, el caballo, etc.
Aristóteles había dicho, en otros términos, algo similar en cuanto al ser y su
conciencia. Ahora creo necesaria esta introducción –que insiste en entorpecer
el relato– porque es una de las maneras que encuentro para entender la historia
de Lucero Rodríguez.
Comenzó Cipriano:
A principios de este año tuve el
alivio de viajar a mi pueblo por espacio de unas semanas. Dediqué toda la
primera a visitar antiguos afectos con los que veníamos postergando un
encuentro para compartir el mate y alguna charla.
Iluminado por los primeros relámpagos
llegué a casa de Pascasio. A los pocos minutos se desplomó una pesada y
calurosa tormenta. En aquel momento Pascasio estaba arreglando el motor de una
camioneta pero, al recibirme, interrumpió la tarea, preparó el mate y cortó un
chorizo casero que acompañamos con galleta y un queso que –según explicó– había comprado volviendo de Dolores.
Pascasio es alambrador. Desde muy
chico vivió en los campos, trabajando con firmeza en cualquier clima. Ahora, ya
cerca de los setenta años, se ha ido distanciando de la pesada labor diaria
para poder estar más tiempo en su casa, en favor de su familia. De poco
diálogo, este hombre parece entrenado en el arduo arte de hablar con los
silencios, y si el habla cotidiana fue siempre un sistema inasible para los
estructuralistas, más lo será ese otro sistema que comprende la ausencia de
palabras y que de igual modo traduce e identifica conceptos graves y profundos.
En su modo de maniobrar el cuchillo, en el fraseo pausado de las oraciones, en
la manera lenta y aplicada de cebar el mate hay mil palabras diciendo ayeres.
Para cuando nos habíamos puesto al
día en asuntos corrientes, ya había oscurecido. Acepté quedarme a cenar y no
puedo decir con precisión (¿pero quién exige precisión cronológica en un relato
en el que uno se abandona al goce de la palabra sin tiempos?) en qué momento la
conversación derivó en la historia de los últimos días en la vida de su padre,
don Lucero.
Mientras se cocinaba la cena tuvo
tiempo de contarme la historia que transcribo. Lo hago porque encierra un
enigma interesante a la vida de los hombres y porque creo que en las acciones
que se desarrollaron hay un poco del héroe interno que todos construimos alguna
vez y al que rara vez intentamos imitar.
Lucero Rodríguez había sido
alambrador y, si se quiere, el maestro – todo oficio es un arte en el que
siempre se reconoce a un maestro– de sus dos únicos hijos. Si ellos habían
salido alambradores, no era solamente por costumbre, sino que además había
rasgos naturales que uno podía atribuir a la herencia de sangre, como por
ejemplo el modo de caminar. Se dice que los alambradores caminan como midiendo
distancia, y era cierto que ambos hermanos habían recibido el paso de
alambrador de don Lucero; paso firme y simétrico, como el verso bravo de los
payadores; paso laborioso y rítmico, como el galope acompasado del caballo
manso o el trote traducido en cuerdas con que se acompaña una huella.
Caído es sus ochenta y dos años,
Lucero había quedado postrado en una cama. Su salud estaba intacta, pero su
cuerpo cansado pedía reposo. De a poco había ido relegando las caminatas cortas
por la cocina a los pasos necesarios para llegar al baño o a la cama. Cada vez
con más frecuencia necesitó del apoyo de sus hijos, hasta que una tarde cayó
rendido y ya no pudo volver a caminar. Hombre de ímpetu y de soberbia, no se
resignaba a la vergüenza de verse derrotado, y con frecuencia intentaba
abandonar la cama para caer al suelo, entre maldiciones y protestas. Mayor
vergüenza le habría resultado confiar su postrera desventura a una enfermera,
por lo que sus hijos, Pascasio y Manuel, habían pactado asistir a don Lucero
hasta que los días, o la voluntad de vivir, abandonasen para siempre a su padre.
Eventualmente algún médico llegaba
hasta la casa, revisaba a Lucero y recomendaba la internación. El viejo renegaba
y los hijos debían disculparse y acompañar al médico hasta la puerta. Los
hermanos habían tomado una decisión, y si era voluntad del mundo que aquella
vida fuese recogida en términos de meses o de días, no encontraban mejor morada
para la muerte que la cama diaria que Lucero había entibiado toda su vida. Si
existe en la muerte alguna dignidad, la de Lucero sería morir bajo el techo que
habían levantado sus manos. Así, por lo menos, lo habían entendido aquellos
hombres y así habrían de cumplirlo.
Aquí comienza lo que para Pascasio
implica –tales fueron sus palabras– un enigma, un episodio fantástico. La vida
no ofrece mayores pruebas de fantasía, pero es en el modo de ver las cosas que
podemos atribuir a un episodio la intervención de una mano invisible.
Lucero se iba del mundo muy
lentamente, como queriendo quedarse un poco más. La tos interrumpía sus
conversaciones y había noches en las que no podía dormir. Sus almuerzos se
habían reducido a una manzana y un vaso de leche tibia. Con esfuerzo lograba
tomar el agua que sus hijos le ofrecían en la boca. Algunas mañanas lo
sorprendían con lucidez, entonces hablaba y recordaba anécdotas hasta que un
entresueño lo dominaba y lo abandonaba al descanso. Los hermanos lo oían con
satisfacción y luego velaban su sueño como a un tesoro.
Muchas fueron las noches en que sus
pesadillas eran arrastradas al ámbito de la alcoba, y gritaba con voz afónica,
daba órdenes a empleados, hablaba con su difunta hermana menor o confundía a
Manuel (el mayor) con un tío suyo que también había muerto hacía por lo menos
cuarenta años. Con el paso de los días, estas escenas se habían hecho cada vez
más frecuentes y no faltaron ocasiones en las que los propios hijos no habían
sabido como llamarse entre ellos frente a Lucero, para no romper la ilusión de
ese mundo cerrado que la imaginación del viejo había ido tejiendo desde la
fiebre y el delirio. Había días enteros en los que no hablaba y solamente se dedicaba
a observar en silencio los pasos de los muchachos, mientras apenas movía los
labios, como llevando la precisa cuenta de algo, o como si rezara para sí un
improvisado rosario secreto.
Fue durante una tarde de tormenta
que el propio Pascasio oyó de boca de su padre un sueño atroz: Lucero caminaba
por una calle empedrada y un ángel de capa negra le cerraba el paso hacia el
final de una cortada. De su espalda sacaba una gran espada con forma de barreta
y la clavaba en el suelo. Lucero, mirando fijo al espectro, pronunciaba estas
palabras:
–Ciento doce pasos caminé hasta encontrarte,
mil trescientos quince todavía quedan hasta mi casa y tu espada se hundió en
esta calle tres metros y medio. Todavía no es mi tiempo. Yo soy el que lleva la
cuenta.
Mientras me relataba este episodio,
Pascasio miraba con profundidad desde el fondo de sus ojos azules, como
buscando alguna explicación o como si tratase de ver en el sueño el signo
sobrenatural de lo que ocurriría luego. Después de un silencio, siguió con la
historia.
Una tarde Lucero llamó a los dos
hermanos. Con los ojos entornados se reincorporó en la cama y con voz firme
pidió al mayor que le hiciera el favor de contar cuantos pasos había desde la
puerta del patio hasta el final de la medianera. Manuel miró a Pascasio con
preocupación, pero para no contrariar al padre cumplió la orden sin hacer
preguntas. Cuando volvió, se acercó a la cama y mientras se arrodillaba para
hablar, Lucero susurró:
–Treinta y tres pasos ¿no?
Manuel asintió y repitió la
respuesta. Efectivamente había contado treinta y tres pasos. El viejo sonrió
satisfecho y se quedó dormido.
En las semanas que siguieron hubo
muchos episodios como aquél. Una noche Lucero había hecho levantar a Pascasio
para corroborar que hasta el almacén de la esquina había ciento cuarenta y dos
pasos. Una escena como esta puede resultar ridícula. Pero inmediatamente deja
de serlo cuando hay al menos una persona honesta (como Pascasio, como Manuel)
capaz de dar fe de que el viejo jamás se equivocaba. Era como si su mente,
inutilizado ya el cuerpo, hubiera adquirido la misteriosa agilidad de imaginar
y de calcular los espacios con exacta precisión. Pero el viejo no calculaba en
metros, ni en leguas, ni en millas… Lo hacía en pasos. En pasos de alambrador.
Toda una vida de oficio habían hecho de su cuerpo una máquina de medición
humana, a tal punto que, durante el tiempo que duró su postrera horizontalidad,
no le era necesario recorrer la distancia para calcularla. Le bastaba la
imaginación de dos puntos distantes para recorrerlos en su plano mental y
traducir un número preciso de pasos.
El asombro de los hermanos se fue
transformando en curiosidad y finalmente en un enigma cotidiano. Lucero, al
menos una vez por día, calculaba una distancia. Una tarde de agosto recordó un trabajo
que le había hecho a un tal Velázquez y pudo concluir que, durante aquella
jornada, había dado, hacía unos veinte años, doce mil setecientos quince pasos.
Otras veces daba cifras de espacios
recorridos en lugares de los que ninguno de los presentes había oído hablar
jamás. En una ocasión dijo que desde su cama de pupilo hasta el portón de no se
qué asilo había treinta y dos pasos; que desde los brazos de su madre hasta la
cama en que en ese momento agonizaba, había solo uno. Nadie podía corroborar la
primera cifra pero atribuyeron a la fiebre la segunda.
El hecho de que un anciano fuera
capaz de esas hazañas no es menor, pero tampoco lo fueron las sucesivas y
agotadoras noches en que, confundido por el delirio o las pesadillas, Lucero
confundía personas, nombres propios y momentos de su vida. Pienso que no son
menores, porque en ese otro mundo paralelo que la mente recrea se deja adivinar
una vuelta al paraíso. Durante el momento en que sus ojos de chico parecían
asomarse a otros tiempos lejanos, la paz en el rostro hacía pensar que Lucero
se encontraba en un plano intermedio entre la vida terrena y el cielo que
prometen los hombres de fe. Si es cierto que Lucero pudo vivir, a un tiempo,
entre el cielo y la tierra, es porque quizás así lo determinó el Divino Propósito. Miguel de Unamuno
escribiría hacia 1911:
Es revivir lo que
viví mi anhelo,
y no vivir de
nuevo nueva vida
Es decir que otra de las formas del paraíso bien puede ser
la memoria: el acto de revivir los tiempos en que fuimos felices para el
deleite del espíritu. Un cielo perfecto, pensamos los hombres, sería aquel en
que no se nos negasen aquellos placeres de los que gozamos en vida. Así un
soldado dijo alguna vez “en el cielo, me gustaría participar a veces en una guerra, en una
batalla”.Quien sabe qué antiguas
canciones recordaba Lucero en aquellos lapsos. ¿Quién nos podrá decir qué
juegos, qué caricias, qué complicidad fraternal estaría reviviendo aquel hombre
cansado?
Una mañana Pascasio y Manuel
entibiaban leche para el desayuno de Lucero. Manuel, como otras veces, lo
despertaba entonando bajito alguna canción olvidada que su padre completaba con
alguna dificultad. Lucero, aquella mañana más que otras veces, parecía
desentenderse del mundo. Parecía no comprender la melodía y sus ojos simulaban
estar viendo otras cosas, en otros lugares. Repetía palabras, hablaba en voz
baja como para sí mismo, se reía con la ternura de los recién nacidos. Ninguno
de los hermanos fue capaz de interrumpir aquella dicha porque, mientras duraba,
ellos también eran felices y si la agonía de la vejez había privado al anciano
del goce en este mundo, una voluntad ajena se la prodigaba en aquél otro, a su
complejo modo de recuerdos y de olvidos.
Para la hora del mediodía, el
anciano había recobrado una mínima voluntad. Los hijos lo rodearon, con firmeza
le sostuvieron las manos y en ese ámbito de amor y de sacrificios se le oyó
decir, como desde muy lejos, que ya no había pasos que midiesen las distancias
a uno y otro lado del portal. Con esas palabras entregó su vida como una
ofrenda de gratitud. Lucero había muerto.
Cuando Pascasio terminó la historia,
con humedad en los ojos me miró largamente en silencio. Yo, que siempre creí
que había palabras para todo, no pude más que apretar muy fuerte su mano y
quedarme callado. Nuestros silencios se entendieron a su modo.