sábado, 8 de junio de 2013



Cipriano siempre tenía alguna historia para contar. Real o inventada, siempre se adueñaba de mi atención, tal vez por su forma de relatar, pausada y enigmática; tal vez porque en sus historias siempre intervenía un héroe cuyas acciones juzgábamos luego. Una tarde, bajo la sombra de uno de los árboles de la Plaza Francia, me contó la historia de uno de los ítaloamericanos más famosos de la mafia. Yo no sabría, hasta pasados algunos años, que Cipriano había sido protagonista de un episodio increíble con algunos de estos personajes. Pero eso lo dejaremos para más adelante. 
Recreo, ahora, la historia del conocido "Lucky Luciano".

Salvatore Lucania, héroe de América
Apogeo y ocaso de uno de los últimos padrinos del crimen organizado

De inmigrante siciliano a capo di capi del sistema de crimen organizado más poderoso del siglo XX: la crónica de la vida de una de las mentes criminales más brillantes de nuestro tiempo, de cómo se convirtió en Lucky Luciano y de cómo pasó de controlador de los hilos de la Cosa Nostra a convicto con privilegios.


La serie de sangrientos episodios que tuvieron lugar en Nueva York, en la década de los treinta, conocidos como “las vísperas sicilianas”; la creación de un sistema criminal controlado y el auge del creciente poder, bien pueden ser atribuidos a una operación conjunta de mentes brillantes. No menos cierto sería colocar a la cabeza de la terrible masacre al ítaloamericano Salvatore Lucania, creador de una de las organizaciones mafiosas más grandes de la historia.
Salvatore, nuestro personaje, pisó por primera vez tierra americana a los siete años. Aún recordaría con aire nostalgioso las casitas humildes de su Lercara Friddi, desparramadas al azar sobre una tierra estéril; las caravanas de obreros que callaban sus manos en las minas de azufre; el saludo final a la patria empobrecida y el abandono hostil a una tierra nueva y acaso incierta.
Su padre ya había conseguido hospedaje para la familia y se conchababa como empleado fabril en Brooklyn. En esos barrios, cuevas de hampones y de tahúres, de judíos y de mexicanos, Salvatore iniciaría su escuela de rufián. A los trece años conocería los placeres de la carne en algún prostíbulo perdido y la embriaguez del alcohol en los fumaderos de opio.
A los dieciocho años fue llevado a la cárcel por posesión de estupefacientes. Sus relaciones con delincuentes crecieron hasta convertirlo en picciotto de Joe Masseria (Joe the Boss) a quién probaría ser un siciliano de cuerpo entero el día en que llevado a “dar un paseo” por un grupo de hampones, terminó colgado de los pies en las vigas de un almacén abandonado en Staten Island, con un trapo en la boca y heridas de navaja en el cuerpo. Luego de forzadas maniobras pudo librarse y escapar arrastrándose hasta los bulevares de Highland. Interrogado por la policía, guardó toda información. Este episodio le valió su apodo de “lucky Luciano”, que en inglés significa “afortunado”.
Lucky pasó a ser, ante los ojos de Joe, un hombre de honor. Por algún tiempo dirigió en el East Side la lotería clandestina, la prostitución y el tráfico de drogas.
En los años de la ley seca, vivir en la ilegalidad llegó a ser, para algunos, una actitud merecedora de respeto, ya que la entrega y el comercio de bebidas alcohólicas a lugares de encuentro social, estaba visto como una actitud noble frente a una disposición del gobierno que no se aplicaba a todos los sectores. Las reuniones hípicas, el box y un gran número de bares y restaurantes frecuentados por famosos y estrellas del cine se vieron beneficiados por la actividad clandestina de proveedores como Luciano. El negocio del contrabando, de la prostitución y del narcotráfico le fue tan corriente como antes lo habían sido las rumbosas noches en las calles y la vida privada de beneficios.
Sin embargo, algunos hombres están destinados a vivir más allá de las normas: para el héroe la vida es una aventura, en la cual la responsabilidad ante el bien y mal corren enteramente por su cuenta.
Luego de meditar las posibilidades y de asegurarse una red de amistades de sectores poderosos, Luciano decidió dar el golpe maestro y deshacerse del gordo Joe para poder destejer su plan. Gracias a la amistad de ciertos judíos pudo concretar el crimen durante una partida de naipes, en la sobremesa de un restauran de los barrios bajos.
Muerto el jefe, sólo faltaba deshacerse del otro gran capo di capi: el gran Maranzano. Este personaje era el otro gran controlador del narcotráfico y de los negocios rudos en el oeste. Maranzano vio, con la muerte de Joe the boss, la posibilidad de pasar a encabezar la totalidad del régimen mafioso en Nueva York. Pero otra sería su suerte.
A primera hora de la tarde, el 10 de septiembre de 1931, cinco judío a las órdenes de Luciano entraron al despacho de Maranzano y a fuerza de pistola inmovilizaron al líder y a sus guardaespaldas. Maranzano fue conducido a otra habitación en la que fue golpeado y atacado con navajas. Finalmente lo balearon.
Los judíos bajaron por la escalera y en el portal se encontraron con los amigos quienes supieron que la operación había llegado a buen puerto. Corrieron luego al teléfono para informar a los picciotti de los distintos barrios de Nueva York que ya podían dar comienzo al operativo de depuración.
Muertos los dos grandes controladores del crimen organizado, se llevó a cabo la masacre conocida como las “vísperas sicilianas”, en las que la gente de Lucky Luciano dio muerte a los pequeños líderes mafiosos de los alrededores. Algunos fueron arrojados al río; otros muertos en los sillones de las barberías; los que pudieron salvarse, tuvieron que huir. La ciudad no conocerá jamás episodios tan sangrientos como aquellos en que los grandes “señores” fueron asesinados con el mayor desinterés y a vista de todos.
De ahora en adelante, no habría otro poder que se opusiera al de Lucky Luciano; otra autoridad que la del siciliano; otro límite que la ausencia de límites.
Nació así el nuevo régimen de organización mafiosa que, al mando de Luciano, lograría sumar a los viejos sicilianos de antaño a los modernos líderes de los barrios neoyorquinos en la más grande sociedad criminal que se conoció hasta el momento: la Cosa Nostra.
Nuestro héroe quiso, además, dar a este nuevo régimen mafioso la calidad de ente regular y regulador; un papel no conflictivo con las instituciones públicas; encubierto, reservado y a la diestra de la legalidad.
La criminalidad se había expandido de Nueva York a los Estados Unidos y el fundador se encargó de las negociaciones entre los distintos grupos para delegar territorios y alcances para cada organización. Se aseguró también de reducir los episodios de violencia y de imponer cierto orden que llegó incluso a “dar una mano” a la policía. Como vemos, el poder desmesurado iba acompañado de una gran red de favores y amistades entre las instituciones públicas y gubernamentales.
En la cima del poder hubo, sin embargo, un episodio que marcaría la primera contrariedad. La vida nos muestra, una y otra vez, ironías de un orden que no alcanzamos a comprender: Lucky salvó de muerte a un funcionario público que, con el tiempo, se convertiría en su peor enemigo.
Thomas E. Dewey, militante del partido republicano que vivía su pasión por la ley con celo casi religioso, accedió en marzo de 1931 al puesto de fiscal adjunto de la Fiscalía General de los Estados Unidos. Puede que Dewey no supiera que estaba en deuda con el líder mafioso. Lo cierto es que dominado por el espíritu de la ley, encabezó una verdadera cruzada contra la inmoralidad y los vicios de la vida de los locos años veinte.
Con el firme propósito de disolver las organizaciones criminales, llevó a cabo una serie de investigaciones y actividades represivas contra los principales líderes.
Luciano estaba protegido en todos los rincones, salvo en uno… Jamás hubieran podido atacar los sectores del pizzo, de las drogas, del contrabando, de los asuntos sindicales, de las loterías, de las apuestas, de las timbas, de los locales nocturnos y del boxeo.
Sin embargo, el punto débil lo encontrarían en el sector de la prostitución.
Luciano reclutaba mujeres, induciéndolas al vicio de las drogas. Este fue el motivo que encontró Dewey para obtener, el 4 de abril de 1936, una orden de captura contra el siciliano por los cargos de explotación de la prostitución.
Aunque la actitud de Luciano fue inmutable -incluso hasta desafiante- en el propio juicio, lo cierto es que, presionado por un sector social que exigía orden, el juez Phillip J.  McCook impuso a Luciano una condena de treinta a cincuenta años de cárcel.
Una vez encarcelado, Luciano pidió, no sin ironía, que se le otorgase el oficio de barbero -por la práctica que tenía en abrir gargantas-. Logró, al poco tiempo, acceder a favores especiales dentro del penal. Su poder seguía creciendo y los reclusos y los guardias lo respetaban, tal vez con algún temor. Tuvo, en celda separada, su propio despacho en el que recibía a personalidades públicas y de sectores administrativos.
Si las crónicas no son inciertas, se dice que los visitantes que entraban a su “despacho” se retiraban caminando para atrás, para no dar la espalda al poderoso Luciano, tal era el temor que infundía.
Los años pasaron y las amistades crecieron. Sin ir más lejos, Luciano autorizó los desembarcos de las tropas americanas en las costas sicilianas durante la guerra, así como las operaciones militares en los puertos. Todo esto, desde la prisión.
Pero el poder, aún el más violento y desmesurado,  no escapa jamás al destino que el universo tiene fijado. Ya fuera de la cárcel, Salvatore Lucania fue derribado en su habitación por un ataque al corazón, en 1962. Murió sin dolor.
A partir de aquel momento, los hombres se encargaron de divulgar sus hazañas y de tejer los mitos que oiremos una y otra vez: tan necesarias y atractivas se nos antojan las historias de los grandes; tan amables se nos hacen las crónicas.