(Última parte)
No quise volver a casa.
Salí y caminé por las veredas de baldosas del barrio, crucé la plaza, pasé por
el frente del almacén, miré desde lejos la peluquería de Piazza, el tallercito,
los árboles florecidos. Al poco tiempo, mientras caminaba por la vereda de la
radio local, me encontré al Rengo, el locutor.
–Acá estoy, Rengo.
Tomando un poco de aire.
–Parecés preocupado,
pibe.
–Decime, Rengo… En la
radio, las últimas semanas, ¿notaste algo raro?
–¡Esto es raro todos los días, querido! La
gente acá adentro está cada día más loca, qué querés que te diga. Mirá, ¿te
acordás de Silvia, la locutora de la mañana? Bueno, la mina no me habla desde
que trajeron los equipos nuevos. Como no los entiende, la mina se piensa que yo
los pedí a propósito para sacarle laburo. ¿A vos te parece? Si sabía, me
quedaba con los viejos ecualizadores a perilla, mirá. Yo ya no tengo edad para
complicaciones.
–Claro, entiendo. Es lo
que digo yo –dije, copiando las palabras de Figueroa–, la gente está loca en
todos lados.
–Sí, eso mismo. Por
suerte algunas cosas no cambian, che. Mañana paso por el almacén y charlamos,
querido –me palmeó y entró en la radio–.
Si no me equivoco, fue a
la semana del encuentro con Lombardo cuando tuve la noticia de su muerte. Elena
golpeó mi puerta, con los ojos húmedos. Al parecer lo encontraron colgado de
uno de los tubos de ventilación, en el subsuelo. Todavía tenía apretado en la
mano rígida un destornillador. No se encontró –lo sé porque pregunté, y porque
esa misma noche me llegué hasta el fondo con una linterna para corrobar el
dato– ningún aparato raro en el subsuelo. Todavía lo sigo buscando para
destruirlo, mirando cada rincón, gateando, tanteando, examinando cada escondite.
A veces me avergüenzo de mí mismo, al verme en esa situación tan ridícula. Como
si fuese un loco, busco algo que tal vez no existe, y que acaso nunca existió. Por
las tardes visito a Elena, sin esperanzas de nada. Ella misma me encargó la
redacción de este informe para cumplir con la voluntad de su esposo –que nunca
dejó de estar convencido de que yo sabía algo más–, y para tratar de entender,
ella misma, un poco más la situación. No pienso entregárselo (de todo lo que
explicó el profesor aquel día, muy poco me acuerdo). En todo caso, omitiré
varios párrafos antes de darlo a su lectura. Mientras tanto, me excuso con mis
obligaciones.
Ayer le conté todo, sin
omitir detalles, a Figueroa. El silencio me estaba matando.
–Una lástima lo de ese
profesor Lombardi, qué se le va a hacer. Yo no lo conocía, fijate vos, y eso
que vivía acá nomás. Pero no es de extrañarse, hoy en día uno ya no entiende a
la gente. Una buena mujer, plata en la cuenta, no le faltaba nada al tipo, y
mirá. Ahora, lo que me contás del aparato, me suena a macana. Una locura, ¿no
te parece? Te digo una cosa: todos los aparatos son ese aparato. Y la cabeza de
uno es tan complicada, che. No es joda andar metiéndole toda esa cosa rara de
ahora, sin preguntarse para qué. Como decía un primo mío, “por más rápido que
corra el mundo, hay que saber cuándo bajarse
del tren”. Pero bueno… Nosotros, acá, estamos bien –Figueroa siguió con la
mirada, como sin entender el cuadro, a una mujer que pasó por la vereda,
hablando sola por un micrófono diminuto. Hizo una pausa–. Mirá, ahí abrió
Navarrile. Vamos.
Fin
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