lunes, 11 de febrero de 2013


(tercera parte)

Me acerqué hasta el umbral.
–Vea, lo del otro día…
–Lo del otro día no importa –dijo ella–. Esa no era yo, y creo entender que usted tampoco era usted. La verdad, no se que pasó, pero le advierto que yo no creo en eso de la atracción animal, ni en el amor a primera vista. Yo soy fiel, jamás hubiera…
–Entiendo, entiendo.
Me hizo pasar al comedor de su casa y luego me condujo a empujones hasta la habitación principal, a través de corredores oscuros, sobre pisos alfombrados, entre cuadros impresionistas de pésimo gusto. Cuando estaba por malinterpretar el asunto, entendí la invitación. En la cama, el marido de Elena se hallaba recostado. Era un hombre de barba corta y gris, de ojos claros, de nariz afilada. Todavía en posición horizontal, uno podía notar la exagerada altura del profesor. Parecía enfermo. Habló:
–Pablo Lombardo, mucho gusto –dijo, extendiendo la mano–.
–Buenas tardes… Mire, yo quisiera explicarle que…
–Acá el que tiene explicaciones, en todo caso, soy yo –dijo sonriendo–. Quiero que sea mi testigo. Mejor dicho, voy a contarle mi gran secreto científico y usted ya verá cómo hace para escribirlo. Elena me ha contado que usted escribe, ¿no es así?
Respiré aliviado y ya con soltura respondí afirmativamente a la pregunta, argumentando, además, que tenía estudios en lengua extranjera.
–Bueno, bueno –dijo Lombardo–. En este momento estoy un poco indispuesto –tosió un par de veces–. Pero aun así le voy a adelantar las primeras impresiones de mi trabajo. Sientasé orgulloso, privilegiado.
Elena se acercó con un vaso de agua. Acomodó las almohadas de su esposo y le acarició la cara. Viéndola actuar con tanto amor, comprendí que la Elena del ascensor era una mujer muy distinta. Que esta Elena jamás me perteneció y que su amor por Lombardo era legítimo. La vi más hermosa, digna de todas las alabanzas posibles. Querer juzgarla por un episodio tan banal, hubiera sido una falta enorme.
–Ahora, querida, te pido que nos disculpes.
Elena salió y cerró la puerta. Me senté junto a Lombardo, que dijo:
–Mire, hubiera querido que me conozca de otra manera, pero lo mismo da. Ya estamos en confianza, me parece. Además, soy una persona ansiosa hasta para la amistad. Me gusta pensar que cuando conozco a alguien, ya tengo con esa persona un pasado común de afinidades y desencuentros. Al fin y al cabo, los hombres son más o menos todos iguales. Querer estableces lugares comunes me parece una pérdida de tiempo. En esto mi esposa está de acuerdo. Así que, en líneas generales, quiero, o más bien me gustaría, que usted se encargue de dar noticia de mi trabajo. Le advierto que todavía está en observación y que no fue testeado en forma directa, pero creo que los resultados son prometedores.
Porque entendí que Lombardo era un personaje especial, quise ahorrarme las acusaciones y la mención al método tan poco diplomático del que se había valido para entrevistarme. Dejándome envolver en la locura de la situación, como una mosca en la telaraña, todavía confundido, hablé, no sin fastidio:
–¿Y de qué se trata?
–Le resumo. Durante años estudié el cerebro humano, las conexiones nerviosas y demás. En fin, toda una cosa complicada con la que no lo voy a aburrir ahora pero, buscando el atajo, le adelanto: el cerebro es inexplicable. Pude, sin embargo, aislar ciertas frecuencias nerviosas y traducirlas en impulsos eléctricos. Son impulsos muy sutiles, verá. Mis estudios apuntaban a estudiar la conducta del hombre y al modo de actuar frente a diferentes estímulos. Lo que descubrí, casi por accidente, es algo mejor. Catalogué las frecuencias y logré reproducirlas en un artefacto de radio de onda.
–¿Usted me está diciendo que, con una radio, puede influenciar la conducta ajena?
–No se apure, amigo. Ese es el punto, aunque, como ya le dije, todavía no tengo resultados comprobados. Y no los tendré mientras no me recupere de esta gripe –volvió a toser–.
–¿Y qué me dice de la voluntad de los demás? ¿No pensó en la libertad de los otros? –argumenté con violencia, porque íntimamente me sentí ofendido, desilusionado–.
–Si, ¿Cómo que no? –dijo, algo molesto por la acusación–. Mi idea era usarlo para cambiar conductas criminales y en la recuperación paulatina de enfermedades mentales que condicionan al enfermo. ¿Qué se creé? ¿Qué soy un improvisado?
Siguieron explicaciones que no entendí y una larga serie de posibles usos, siempre y cuando el aparato funcionase correctamente. Para no prolongar la visita –Lombardo había hablado casi una hora–, pregunté:
–¿Y dónde es que tiene guardado el aparato?
Mientras yo buscaba con la vista algún artefacto raro por la habitación, Lombardo dijo:
–Tranquilo, hombre. No se apure. No está acá. Sería muy peligroso tenerlo cerca… Lo escondí en los subsuelos del edificio. Los tubos de ventilación hacen de antena y amplifican su poder en un radio de unos veinte, treinta metros. Cada día voy, le hago un ajuste, y lo dejo…
–¿Qué tipo de ajuste?
–Pruebo distintas frecuencias… Hasta ahora no he podido comprobar su eficacia, porque no he salido de casa –tosió con insistencia casi fingida, como sucede con todos los que tienen tos–, pero con cada ajuste pretendo tocar distintas emociones. Los primeros días intenté frecuencias que indujeran el miedo, el terror; luego los sentimientos; luego las sensaciones corporales…
–Mire, lo mejor que puede hacer es dejar esas pretensiones. Me consta que su aparato le ha hecho daño a cierta gente…
–¿De qué habla? ¿Tiene pruebas concretas? Yo creo haber tenido todo bajo control –pareció preocupado–. ¿Usted qué se creé? –dijo finalmente, recuperando la elocuencia–.
–Yo no me creo nada. Haga lo que quiera, yo me voy. Ya hablaremos del informe, cuando se recupere.
–Espere, ¿usted sabe algo más? –balbuceó, mientras se reincorporaba con los codos apoyados en la cama–.
–No. Nada que no pueda tener una doble lectura. Al fin y al cabo –dije, ya de pie–, como dice un amigo, la mente humana es incomprensible y la locura está al alcance de cualquiera, con o sin aparatos –caminé hasta la puerta. Saludé y me fui–.
En el pasillo me crucé con Elena, que llevaba una taza de té caliente en la mano. La miré a los ojos, buscando algún indicio de lo que había confundido con la pasión verdadera. Bajó la mirada. Definitivamente, no había vuelta atrás. 

(Continúa)

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