(tercera parte)
Me acerqué hasta el
umbral.
–Vea, lo del otro día…
–Lo del otro día no
importa –dijo ella–. Esa no era yo, y creo entender que usted tampoco era usted.
La verdad, no se que pasó, pero le advierto que yo no creo en eso de la
atracción animal, ni en el amor a primera vista. Yo soy fiel, jamás hubiera…
–Entiendo, entiendo.
Me hizo pasar al comedor
de su casa y luego me condujo a empujones hasta la habitación principal, a
través de corredores oscuros, sobre pisos alfombrados, entre cuadros
impresionistas de pésimo gusto. Cuando estaba por malinterpretar el asunto,
entendí la invitación. En la cama, el marido de Elena se hallaba recostado. Era
un hombre de barba corta y gris, de ojos claros, de nariz afilada. Todavía en
posición horizontal, uno podía notar la exagerada altura del profesor. Parecía
enfermo. Habló:
–Pablo Lombardo, mucho
gusto –dijo, extendiendo la mano–.
–Buenas tardes… Mire, yo
quisiera explicarle que…
–Acá el que tiene
explicaciones, en todo caso, soy yo –dijo sonriendo–. Quiero que sea mi
testigo. Mejor dicho, voy a contarle mi gran secreto científico y usted ya verá
cómo hace para escribirlo. Elena me ha contado que usted escribe, ¿no es así?
Respiré aliviado y ya
con soltura respondí afirmativamente a la pregunta, argumentando, además, que
tenía estudios en lengua extranjera.
–Bueno,
bueno –dijo Lombardo–. En este momento estoy un poco indispuesto –tosió un par de veces–. Pero aun así
le voy a adelantar las primeras impresiones de mi trabajo. Sientasé orgulloso,
privilegiado.
Elena se acercó con un
vaso de agua. Acomodó las almohadas de su esposo y le acarició la cara. Viéndola
actuar con tanto amor, comprendí que la Elena del ascensor era una mujer muy distinta.
Que esta Elena jamás me perteneció y que su amor por Lombardo era legítimo. La
vi más hermosa, digna de todas las alabanzas posibles. Querer juzgarla por un
episodio tan banal, hubiera sido una falta enorme.
–Ahora, querida, te pido
que nos disculpes.
Elena salió y cerró la
puerta. Me senté junto a Lombardo, que dijo:
–Mire, hubiera querido
que me conozca de otra manera, pero lo mismo da. Ya estamos en confianza, me
parece. Además, soy una persona ansiosa hasta para la amistad. Me gusta pensar
que cuando conozco a alguien, ya tengo con esa persona un pasado común de
afinidades y desencuentros. Al fin y al cabo, los hombres son más o menos todos
iguales. Querer estableces lugares comunes me parece una pérdida de tiempo. En
esto mi esposa está de acuerdo. Así que, en líneas generales, quiero, o más
bien me gustaría, que usted se encargue de dar noticia de mi trabajo. Le
advierto que todavía está en observación y que no fue testeado en forma
directa, pero creo que los resultados son prometedores.
Porque entendí que
Lombardo era un personaje especial, quise ahorrarme las acusaciones y la
mención al método tan poco diplomático del que se había valido para
entrevistarme. Dejándome envolver en la locura de la situación, como una mosca
en la telaraña, todavía confundido, hablé, no sin fastidio:
–¿Y de qué se trata?
–Le resumo. Durante años
estudié el cerebro humano, las conexiones nerviosas y demás. En fin, toda una
cosa complicada con la que no lo voy a aburrir ahora pero, buscando el atajo, le
adelanto: el cerebro es inexplicable. Pude, sin embargo, aislar ciertas
frecuencias nerviosas y traducirlas en impulsos eléctricos. Son impulsos muy
sutiles, verá. Mis estudios apuntaban a estudiar la conducta del hombre y al
modo de actuar frente a diferentes estímulos. Lo que descubrí, casi por
accidente, es algo mejor. Catalogué las frecuencias y logré reproducirlas en un
artefacto de radio de onda.
–¿Usted me está diciendo
que, con una radio, puede influenciar la conducta ajena?
–No se apure, amigo. Ese
es el punto, aunque, como ya le dije, todavía no tengo resultados comprobados.
Y no los tendré mientras no me recupere de esta gripe –volvió a toser–.
–¿Y qué me dice de la
voluntad de los demás? ¿No pensó en la libertad de los otros? –argumenté con violencia, porque íntimamente me sentí ofendido, desilusionado–.
–Si, ¿Cómo que no?
–dijo, algo molesto por la acusación–. Mi idea era usarlo para cambiar
conductas criminales y en la recuperación paulatina de enfermedades mentales
que condicionan al enfermo. ¿Qué se creé? ¿Qué soy un improvisado?
Siguieron explicaciones
que no entendí y una larga serie de posibles usos, siempre y cuando el aparato funcionase correctamente. Para no prolongar
la visita –Lombardo había hablado casi una hora–, pregunté:
–¿Y dónde es que tiene
guardado el aparato?
Mientras yo buscaba con
la vista algún artefacto raro por la habitación, Lombardo dijo:
–Tranquilo, hombre. No
se apure. No está acá. Sería muy peligroso tenerlo cerca… Lo escondí en los
subsuelos del edificio. Los tubos de ventilación hacen de antena y amplifican
su poder en un radio de unos veinte, treinta metros. Cada día voy, le hago un
ajuste, y lo dejo…
–¿Qué tipo de ajuste?
–Pruebo distintas
frecuencias… Hasta ahora no he podido comprobar su eficacia, porque no he
salido de casa –tosió con insistencia casi fingida, como sucede con todos los
que tienen tos–, pero con cada ajuste pretendo tocar distintas emociones. Los
primeros días intenté frecuencias que indujeran el miedo, el terror; luego los
sentimientos; luego las sensaciones corporales…
–Mire, lo mejor que
puede hacer es dejar esas pretensiones. Me consta que su aparato le ha hecho
daño a cierta gente…
–¿De qué habla? ¿Tiene
pruebas concretas? Yo creo haber tenido todo bajo control –pareció preocupado–.
¿Usted qué se creé? –dijo finalmente, recuperando la elocuencia–.
–Yo no me creo nada.
Haga lo que quiera, yo me voy. Ya hablaremos del informe, cuando se recupere.
–Espere, ¿usted sabe algo
más? –balbuceó, mientras se reincorporaba con los codos apoyados en la cama–.
–No. Nada que no pueda
tener una doble lectura. Al fin y al cabo –dije, ya de pie–, como dice un
amigo, la mente humana es incomprensible y la locura está al alcance de
cualquiera, con o sin aparatos –caminé hasta la puerta. Saludé y me fui–.
En el pasillo me crucé
con Elena, que llevaba una taza de té caliente en la mano. La miré a los ojos,
buscando algún indicio de lo que había confundido con la pasión verdadera. Bajó
la mirada. Definitivamente, no había vuelta atrás.
(Continúa)
(Continúa)
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