Al tercer día de la
reunión en el almacén, tuve mi segundo encuentro con Elena. Yo había salido
temprano, con la intención de renovar las provisiones de arroz y verduras.
Cuando ya casi me lanzaba, con innecesario apuro, escaleras abajo, se volvió a
repetir la escena anterior:
–¿Baja?
–Bajo.
Cerré las puertas y
Elena habló:
–¿No se va a presentar
nunca? Lleva un par de semanas viviendo junto a nuestra casa y todavía no lo
conocemos –el uso del plural me molestó, porque indicaba que aquella mujer
hermosa compartía la vida con alguien–. ¿O le gusta el misterio?
–No hay misterio. Trabajo
en la redacción del diario local, como verá tengo algún tiempo libre, casi todo
el tiempo. Los avances de tecnología han logrado que no me necesiten encerrado
en una oficina. Me llamo Luis –el aliento a menta, o talvez la cercanía de
Elena, me había puesto nervioso. A la distancia, alguna radio vecina soplaba el
rumor, como eco de un eco, de una melodía indescifrablemente romántica–, para
lo que guste –dije, al tiempo que miraba fijamente los labios de Elena. No
creerán, pero esa no es mi costumbre. En general soy más bien tímido–.
–¿Así que todo lo
resuelve por computadora? Si usted es de los que prefieren ese tipo de
novedades, puede venir a visitar a mi marido, es mitad ingeniero, mitad
investigador, mitad raro –Elena despejó el pelo de su cara–.
–No se crea, todavía
prefiero el servicio de correo postal. ¿A qué se dedica su marido? –pregunté, y
no tardé en notar que había cometido un abuso de confianza, tentado, quizá, por
la palabra raro–.
–Ahora está retirado,
pero está dedicando gran parte de nuestro dinero, más bien del dinero de mis
padres (para no hablar del descuido al matrimonio), en un proyecto que poco me
interesa. Es tan ambicioso como utópico, a mi entender. Tendría que ver cómo se
enoja cada vez que se lo digo.
Llegamos a la planta
baja. Ninguno abrió la puerta. Elena se mordió el labio, y preguntó:
–¿Se piensa quedar acá
adentro el señor?
–No me disgustaría –¿Pero
qué estaba haciendo? ¿Realmente era yo el que hablaba? ¿Qué actitudes nuevas
despertaba en mí aquella mujer?–. Sin embargo…
–No tengo todo el día.
¿Por qué no me besa?
Esas palabras cerraron
el diálogo. Nos besamos una vez. Dos veces. La dulce boca de Elena, la
desconocida, y mi amarga cerrazón se habían unido. Cuando nos separamos, cada
uno vio la perplejidad y el remordimiento dibujados en la cara del otro. Nos
disculpamos. Salimos. Volví del mercado sin las cosas que tenía que comprar.
Mientras subía las
escaleras, arrastrando, además de mi cansancio habitual, la confusión y ese
odioso orgullo machista del deber cumplido, pensaba que tendría que hablar con
Figueroa de todo esto, para ver si de ese modo vislumbraba yo también la causa
de mi cambio de personalidad. En algún sobrecito de azúcar, o talvez en un
almanaque, había leído alguna vez que el camino para salir de la confusión
empieza siempre en el oído de un amigo. Comí sin hambre, chupé unos mates con
desgano y salí a la vereda. Al aire libre me sentía renovado, más vital. No me
sentía ya, como quién dice, una parte más de la maquinaria infernal del
edificio. Vi a Figueroa sentado en un banquito de la plaza y apuré los pasos a
su encuentro. Los primeros brotes asomaban de los tallos de las eleustremias,
pintando de rosa y de violeta el espacio arbolado. Figueroa prestaba especial
atención a esos detalles porque entendía que el mundo hablaba a su modo, y que
cada impresión era un signo de algo más profundo.
Cuando me vio, se hizo a
un costado.
–Mirá bien, pibe. Mirá…
Ahí, arriba de tu cabeza, están saliendo las primeras flores. De acá a un mes vamos
a tener un poco más de color. Cuando ando medio confundido –dijo, como si
además supiera leer los sentimientos–, miro estas cosas y se me acomoda el
marote. Lo básico, pibe. Hay que volver a lo básico.
–Me haría falta volver a
lo básico, ahora que…
–Y bueno, ahí tenés. Las
flores, los muchachos, una ginebra de vez en cuando, como para templar el
garguero… ¿O necesitás más? –hizo una pausa, mientras miraba el suelo–. Todo
está en el punto de vista, ¿me explico? –miró de nuevo las ramas–. Pero mejor
contame lo que te pasa, así no te aburro con pavadas.
Le conté los episodios
de la radio y del ascensor (sin mencionar lo del beso, para no comprometer la
opinión sobre Elena).
–¿Y eso que tiene de
raro? Es bueno llorar de vez en cuando. Y la seducción está en la naturaleza
del hombre. A vos no te pasó nada raro, a mi entender. Como quién dice, te
dejaste ser. Las mujeres te cambian el norte, y está bien dejarse llevar por
los impulsos, porque el instinto (dijo istinto)
es la verdad.
–Si, pero uno vive en
sociedad y…
–Si, si, lógico, pibe.
Pero lo tuyo no es raro comparado con lo que se viene viendo en el barrio.
Antes de que salieras del edificio, salió una señora tapada hasta el cogote,
como si esto fuera Alaska. Atendé: tapado largo, una bufanda, guantes y, por si
la agarraba la ola polar yendo al mercadito, un gorro de lana. Eso es locura,
digo yo. Una verdadera locura.
Nos quedamos callados un
tiempo. Cuando lo estaba por invitar con una ginebra, dijo:
–Vení, vamos a tomar una
ginebrita, así te dejás de pensar pavadas –me palmeó con afecto mientras miraba
con profundidad en mis ojos–. Dale, vamos. Por lo otro no te hagás drama, que
los cambios son parte del hombre. Hoy estás bien, mañana no… Eso es lo lindo de
la vida, digo yo.
Debimos haber estado un
par de horas en lo de Navarrile porque, cuando salí, la tarde había cambiado
los colores y se preparaba para la puesta del sol. Esa noche dormí sin
interrupciones e incluso llegué a soñar con el patio de mi casa paterna, tan
diáfano y puro, tan verde y calmo, que bien podía confundirse con el paraíso.
Los días siguientes
fueron iguales: trabajos de redacción en casa, salidas al almacén, encuentros
con los muchachos, etc. A los seis días, algo ocurrió.
Yo salía de mi casa para
tomar un poco de aire en la plaza. Mientras me preparaba para bajar las
escaleras, una puerta se abrió de repente, dejando fluir una tibia corriente de
aire que me golpeó en la espalda. Cuando me di vuelta, Elena se asomaba desde
la puerta de su departamento:
–Venga, por favor
–parecía alarmada, nerviosa–. Venga.
(continúa)
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