sábado, 9 de febrero de 2013

(segunda parte)

Al tercer día de la reunión en el almacén, tuve mi segundo encuentro con Elena. Yo había salido temprano, con la intención de renovar las provisiones de arroz y verduras. Cuando ya casi me lanzaba, con innecesario apuro, escaleras abajo, se volvió a repetir la escena anterior:
–¿Baja?
–Bajo.
Cerré las puertas y Elena habló:
–¿No se va a presentar nunca? Lleva un par de semanas viviendo junto a nuestra casa y todavía no lo conocemos –el uso del plural me molestó, porque indicaba que aquella mujer hermosa compartía la vida con alguien–. ¿O le gusta el misterio?
–No hay misterio. Trabajo en la redacción del diario local, como verá tengo algún tiempo libre, casi todo el tiempo. Los avances de tecnología han logrado que no me necesiten encerrado en una oficina. Me llamo Luis –el aliento a menta, o talvez la cercanía de Elena, me había puesto nervioso. A la distancia, alguna radio vecina soplaba el rumor, como eco de un eco, de una melodía indescifrablemente romántica–, para lo que guste –dije, al tiempo que miraba fijamente los labios de Elena. No creerán, pero esa no es mi costumbre. En general soy más bien tímido–.
–¿Así que todo lo resuelve por computadora? Si usted es de los que prefieren ese tipo de novedades, puede venir a visitar a mi marido, es mitad ingeniero, mitad investigador, mitad raro –Elena despejó el pelo de su cara–.
–No se crea, todavía prefiero el servicio de correo postal. ¿A qué se dedica su marido? –pregunté, y no tardé en notar que había cometido un abuso de confianza, tentado, quizá, por la palabra raro–.
–Ahora está retirado, pero está dedicando gran parte de nuestro dinero, más bien del dinero de mis padres (para no hablar del descuido al matrimonio), en un proyecto que poco me interesa. Es tan ambicioso como utópico, a mi entender. Tendría que ver cómo se enoja cada vez que se lo digo.
Llegamos a la planta baja. Ninguno abrió la puerta. Elena se mordió el labio, y preguntó:
–¿Se piensa quedar acá adentro el señor?
–No me disgustaría –¿Pero qué estaba haciendo? ¿Realmente era yo el que hablaba? ¿Qué actitudes nuevas despertaba en mí aquella mujer?–. Sin embargo…
–No tengo todo el día. ¿Por qué no me besa?
Esas palabras cerraron el diálogo. Nos besamos una vez. Dos veces. La dulce boca de Elena, la desconocida, y mi amarga cerrazón se habían unido. Cuando nos separamos, cada uno vio la perplejidad y el remordimiento dibujados en la cara del otro. Nos disculpamos. Salimos. Volví del mercado sin las cosas que tenía que comprar.
Mientras subía las escaleras, arrastrando, además de mi cansancio habitual, la confusión y ese odioso orgullo machista del deber cumplido, pensaba que tendría que hablar con Figueroa de todo esto, para ver si de ese modo vislumbraba yo también la causa de mi cambio de personalidad. En algún sobrecito de azúcar, o talvez en un almanaque, había leído alguna vez que el camino para salir de la confusión empieza siempre en el oído de un amigo. Comí sin hambre, chupé unos mates con desgano y salí a la vereda. Al aire libre me sentía renovado, más vital. No me sentía ya, como quién dice, una parte más de la maquinaria infernal del edificio. Vi a Figueroa sentado en un banquito de la plaza y apuré los pasos a su encuentro. Los primeros brotes asomaban de los tallos de las eleustremias, pintando de rosa y de violeta el espacio arbolado. Figueroa prestaba especial atención a esos detalles porque entendía que el mundo hablaba a su modo, y que cada impresión era un signo de algo más profundo.
Cuando me vio, se hizo a un costado.
–Mirá bien, pibe. Mirá… Ahí, arriba de tu cabeza, están saliendo las primeras flores. De acá a un mes vamos a tener un poco más de color. Cuando ando medio confundido –dijo, como si además supiera leer los sentimientos–, miro estas cosas y se me acomoda el marote. Lo básico, pibe. Hay que volver a lo básico.
–Me haría falta volver a lo básico, ahora que…
–Y bueno, ahí tenés. Las flores, los muchachos, una ginebra de vez en cuando, como para templar el garguero… ¿O necesitás más? –hizo una pausa, mientras miraba el suelo–. Todo está en el punto de vista, ¿me explico? –miró de nuevo las ramas–. Pero mejor contame lo que te pasa, así no te aburro con pavadas.
Le conté los episodios de la radio y del ascensor (sin mencionar lo del beso, para no comprometer la opinión sobre Elena).
–¿Y eso que tiene de raro? Es bueno llorar de vez en cuando. Y la seducción está en la naturaleza del hombre. A vos no te pasó nada raro, a mi entender. Como quién dice, te dejaste ser. Las mujeres te cambian el norte, y está bien dejarse llevar por los impulsos, porque el instinto (dijo istinto) es la verdad.
–Si, pero uno vive en sociedad y…
–Si, si, lógico, pibe. Pero lo tuyo no es raro comparado con lo que se viene viendo en el barrio. Antes de que salieras del edificio, salió una señora tapada hasta el cogote, como si esto fuera Alaska. Atendé: tapado largo, una bufanda, guantes y, por si la agarraba la ola polar yendo al mercadito, un gorro de lana. Eso es locura, digo yo. Una verdadera locura.
Nos quedamos callados un tiempo. Cuando lo estaba por invitar con una ginebra, dijo:
–Vení, vamos a tomar una ginebrita, así te dejás de pensar pavadas –me palmeó con afecto mientras miraba con profundidad en mis ojos–. Dale, vamos. Por lo otro no te hagás drama, que los cambios son parte del hombre. Hoy estás bien, mañana no… Eso es lo lindo de la vida, digo yo.
Debimos haber estado un par de horas en lo de Navarrile porque, cuando salí, la tarde había cambiado los colores y se preparaba para la puesta del sol. Esa noche dormí sin interrupciones e incluso llegué a soñar con el patio de mi casa paterna, tan diáfano y puro, tan verde y calmo, que bien podía confundirse con el paraíso.
Los días siguientes fueron iguales: trabajos de redacción en casa, salidas al almacén, encuentros con los muchachos, etc. A los seis días, algo ocurrió.
Yo salía de mi casa para tomar un poco de aire en la plaza. Mientras me preparaba para bajar las escaleras, una puerta se abrió de repente, dejando fluir una tibia corriente de aire que me golpeó en la espalda. Cuando me di vuelta, Elena se asomaba desde la puerta de su departamento:
–Venga, por favor –parecía alarmada, nerviosa–. Venga.

(continúa)

No hay comentarios:

Publicar un comentario