miércoles, 6 de febrero de 2013


Durante los primeros días de diciembre, mi tío había vuelto al pago a arreglar unos asuntos, con la promesa de que volvería para las fiestas. Confieso que extrañé mucho su companía esas semanas, y que su ausencia en la casa dejaba un sentimiento misterioso, como si el peso de su alma dibujara un vacío en nuestro espacio compartido. Para distraerme de aquellos pensamientos, ensayé la siguiente historia, tratando de recordar lo mejor posible la manera en que mi tío me la contara alguna vez.


Saber bajarse del tren
(primera parte)


-Es curioso -filosofó Ide- ver
cómo la gente se toma las cosas.

(O. Henry, Los caprichos de la suerte)

Porque no ha de ver logrado,
con mirar, el loco intento
de torcer el pensamiento
que desde hoy te he consagrado.

(Lope de Vega, La discreta enamorada,
Acto primero, Escena vi)


Ni los días anteriores al suicidio, del todo incomprensible, de Juan Pablo Lombardo, ni los que siguieron, colmados hasta el aburrimiento de conjeturas, fueron esclarecedores sobre el asunto. El viejo Figueroa siempre decía que la mente es un aparato peligroso, que de un momento a otro puede dejar de funcionar, lo mismo que cualquier artefacto de esos modernos que uno usa hasta el desgaste, sin preguntarse siquiera cómo es que funcionan. Por mi parte, no quise tomar ninguna postura en el asunto. Un poco por respeto hacia el finado profesor, al que no llegué a conocer en profundidad, otro poco por la amistad plagada de episodios confusos con su mujer, Elena, y otro tanto por el miedo casi ancestral que uno tiene hacia la muerte en general. Desde chico he creído que uno no debe andar buscando explicaciones a las cosas del destino, al fin y al cabo, ¿quién es uno para querer entender todo, siempre? De ninguna manera voy a indagar los motivos de la muerte desde la perspectiva típica, que supone las enumeraciones de costumbres, hábitos y cambios de humor en el protagonista de la determinación final. Es más, puedo decir, sin faltar a la verdad, que lo que realmente me impulsa a sentar por escrito esta serie de acontecimientos es el pedido casi lastimero de Elena, a la que sigo frecuentando con devota prolijidad, y la convicción fantasmal de que detrás de todo el confuso asunto está el afán por concretar la fabricación de uno de los inventos más sorprendentes del que puede ser testigo un hombre que ha creído, alguna vez, que ya estaba todo inventado. Estoy hablando, por supuesto, del poderoso sintonizador de frecuencia del profesor Lombardo.
El comienzo de todo fue hace unos seis meses, momento en el que yo debía abandonar el barrio de toda la vida para mudarme a un edificio viejo y herrumbrado en la calle Castelar. Es cierto que mi nuevo destino no se hallaba a más de veinte minutos de mi casa natal, pero el cambio de hábitos en un hombre de mis característica deja de ser una aventura (como lo hubiera sido hace unos quince años) para convertirse, más bien, en una molestia; en una suerte de incomodidad general dominada por la visión particular de mudanza, de muebles cargados en la caja de un camión, de la ruptura (con quién sabe qué negativas consecuencias) en el orden casi arquitectónico de mis libros en la biblioteca, etc. El edificio nuevo era viejísimo, con unas manchas de moho y de verdín en todo el frente y en el lateral izquierdo que le daban un porte de jerarquía, como ocurre con las estatuas viejas de los parques. Con alguna soberbia de alzaba entre hileras de casas bajas, y sus siete pisos eran, por poco, un insulto al orden estructural de un barrio de provincia, de más de ciento cincuenta años. “Esas cosas van a terminar, fijate lo que te digo, por volver loco al hombre”, decía el viejo Figueroa, mientras veíamos ese edificio desde los ventanales del almacén de Navarrile. Y sorbiendo la ginebrita con calma, Figueroa miraba el edificio y en realidad estaba viendo otra cosa, en tiempos perdidos. Miraba el barrio de años atrás, con nostalgia y con rencor escondidos, y decía “Todo esto, fijate bien, es una locura, un disparate”.
Lo cierto, lo casi raro, es que cuando por fin estaba ya en mi espacio, reflexioné que no conocía, salvando al portero, que frecuentaba el boliche de Navarrile, a casi ningún vecino del edificio. Jamás me había cruzado, ni en la plaza, ni en el almacén, con casi nadie de los que allí vivían. Es cierto que no estaba seguro de que todas las plantas estuviesen ocupadas, pero aún así, y esto bien puede ser un invento de mi tendencia a exagerar los infortunios e incomodidades, llegué a pensar que la gente de los edificios no podría ser nunca como los habitantes de casas, con patio y jardines. Acaso vivían recluidos en la penumbra artificial y se autoabastecían mediante quién sabe qué métodos y a qué horas.
Al sexto día abrí las ventanas para dejar entrar la luz, y me asombré con la visión de la plaza desde lo alto de un cuarto piso. Más hacia la derecha, el almacén se veía como un bar común y corriente, con sus chapas oxidadas, con las persianas amarillentas, con el frente deteriorado. No era como lo veíamos todos desde la vereda (o, mejor dicho, como creíamos que realmente era); lo vi más bien chico, un tanto descolorido, casi mediocre. La imagen me entristeció y me dije que, para recobrar el ánimo, lo mejor sería bajar, hablar un rato con Navarrile, y reconciliarme con aquel lugar tan mío.
Fue al momento de salir al corredor de mi piso cuando vi por primera vez a Elena, alta, con vestido corto y medias negras, con labios oscuros y frescura de mujer joven, con toda esa carga de seducción que tienen las mujeres que no conocemos y acaso no conoceremos nunca. Intercambié un saludo, tímido, y caminé hacia las escaleras. Ella, con la puerta del ascensor abierta, me increpó:
–¿Baja?
–Bajo –dije con afonía.
Mientras ocultaba el miedo por los ascensores, entré al espacio cerrado y deslicé las puertas. Elena me observaba actuar, en silencio. Presionó el botón correspondiente a la planta baja. Tras un sacudón, el ascensor comenzó su lento trayecto silencioso. Yo sentía el aliento a menta de Elena, mientras ella se miraba al espejo. Al salir, me saludó con un ademán y caminó para el lado de la plaza, con paso firme, seductor.
Ya en el almacén, me concentré en mi ginebra y convidé con otra a Figueroa que, sacándose de encima la boinita vasca, arrimaba una silla y se sentaba a mi lado. Con entusiasmo hablamos de mi nueva locación, de los problemas con el agua caliente, de la conveniencia (con sus desventajas) de comprar un termo moderno, y hasta de los ruidos del edificio, que simulaban el secreto funcionamiento de engranajes en una compleja maquinaria: gritos, motores eléctricos, goteos, portazos, etc. “Qué locura, fijate”, decía Figueroa.
Para cuando miré por la ventana del almacén, ya había oscurecido. Pensé que mejor sería volver a casa y ver si no hacía falta algo para la cena. Me despedí de todos y, cuando estaba por salir, vi clarito cómo Esteban, el mecánico, pasaba por la vereda del boliche a la carrera, gritando, todavía con su ropa de trabajo, sosteniendo en la mano una llave del tipo francesa… Miré a Figueroa, justo cuando pronunciaba orgulloso: “¿no decía yo? Una locura, fijate”.
Revisé la alacena y comprobé lo que ya sospechaba: arroz, polenta, más arroz. Puse la ollita de aluminio a calentar y me senté a hojear un diario atrasado. El silencio de la noche puede ser despiadado en el edificio de un pueblo. No solo porque parece multiplicarse en los fríos corredores y a través de las escaleras, sino porque además es un silencio compartido con los desconocidos que duermen detrás de las paredes. No es íntimo, como el que se goza en el campo; es siniestro, porque es de todos y de nadie. Caminé hasta la cómoda y encendí la radio. La voz del Rengo, conocidísimo conductor local con el que, a fuerza de compartir asados y reuniones de guitarreada, había trabado una amistad sino íntima, por lo menos franca, anunciaba un bolero para inaugurar la madrugada. La voz de un cantor italiano colmó el espacio de mi departamento, y no tarde en notar que, mientras revolvía el arroz, yo estaba llorando. Subí el volumen, escuché con atención. Mi llanto se hizo tan insostenible que me asfixiaba. Lloraba porque añoraba algo, lloraba porque alguna vez había sido chico, lloraba porque sí. Nunca antes había escuchado esa canción, y nunca la volvería a escuchar. Sentí que alguien me debía una explicación, que yo, que más de una vez me había jactado de no ser un hombre de lágrimas, había sido víctima de un sentimiento que no me correspondía y del que, bajo ninguna circunstancia, debía hacerme cargo. Apagué la radio. Comí. Me acosté.
Como la luz de la mañana siempre me ha parecido un placer tan gratuito y tan accesible, me desperté temprano solamente para abrir de par en par la ventana. Todavía en la cama, planeaba mi tarde libre. Las cortinas se hamacaban con suavidad, la brisa era fresca y la mañana, en general, agradable a la meditación tranquila y al beneficio de no hacer nada. Una hora después me levanté y puse a calentar la pava. Mientras escribo voy recordando detalles que, de otra manera, se me pasarían por alto, como por ejemplo el grito de angustia que llegó desde otro departamento, como un susurro macabro, de manera casi imperceptible. No le presté mayor importancia y seguí con mis cosas. Hoy estoy seguro de que ese grito, ahora que lo recuerdo, fue un efecto más del aparato infernal que de a poco, con el sigilo de un reptil, o de un demonio, se iba metiendo en la intimidad de nuestras vidas.
En el almacén estaban los muchachos. Cuando entré, Piazza, el peluquero del edificio, encabezaba una discusión:
–Ahora, yo digo… –dijo, mientras dibujaba en el aire ademanes enérgicos–, que se vuelva loco uno, es una cosa. Pero dos al mismo tiempo, ¡no señor! ¡No señor! Yo soy un hombre respetable, y me niego a creer en la locura colectiva.
–Acá no se trata de lo que uno se niegue o no a creer, viejito. Acá es cuestión de hechos concretos. ¿O acaso no lo vieron todos, mientras destruía su propio negocio a los palos, pegando unos gritos que Dios me libre? ¿Eh? ¿Qué me dicen? –increpó Navarrile.
–Yo pienso que no hay que apurarse a sacar conclusiones –sentenció Figueroa–. Vamos por partes… Cuente de nuevo el episodio.
–Por última vez, che. Estoy por atender a la señora de Oscarcito, mientras pongo el sillón en condiciones prendo la radio, escucho un tango de Pichuco, que nunca me gustó y, así como si me hubiera levantado un demonio, me puse como loco. Escuchen bien: ¡como un loco! Yo que nunca levanto la voz ni cuando grito los goles del Petiso. ¿Qué me dicen? Agarro la escoba y se me da por romper cuanto frasquito tenía al alcance. Todavía me lamento por el espejo y la colonia importada que hoy debe valer fortuna, y eso para no hablar de la vieja, que salió espantada como si hubiera visto un muerto.
–¿Usted no se toma vacaciones nunca? ¿Eh?
–¿No me va a decir que el trabajo del señor es trabajo forzado, no? –preguntó alguien, con malicia.
–Sigamos en orden, señores –dijo Figueroa, haciéndose respetar–. ¿Y lo de Esteban? Atenti, que el muchacho, ayer nomás, me contó el asunto. Lo voy a repetir para el señor –dijo, señalándome con el vasito en la mano–, que siempre llega tarde a las reuniones. Escuchen: el tipo está en la fosa, meta rosca con un tren delantero de no sé qué catafalco, y de repente, así como si nada, siente que el auto, con la radio prendida a todo lo que daba, le habla, le grita, lo llama. El muchacho sube, todavía con la herramienta en la mano, y siente que el auto se le viene encima, como un animal que lo desafía en su propio taller. Por supuesto, sale disparado. Fin. ¿Qué me cuentan?
–Que son bobadas, eso le cuento –dijo el malicioso.
–Usted no es razonable, viejito.
–Ah claro, porque la razón dice que los accesos de locura son cosa de todos los días…
–¿Vamos a hablar en serio o no, che? –gimió Piazza–. Falta que agarre de nuevo la escoba, falta. Mejor olvidamos el asunto, a ver si todavía terminamos encerrados por locos, en uno de esos loqueros de las sierras. Después, ni los otros locos lo visitan a uno.
–A vos ya te están visitando, si para cortarse el pelo con vos hay que estar loco de en serio, viejito –dijo Navarrile, jovialmente.
–¡Avisá!
Muchas veces me había felicitado por haberme hecho de semejantes amigos. Estando en su presencia, era como volver a vivir en los años de mi abuelo. Parece mentira que la civilización no haya podido, después de tantos cambios, borrar personajes como estos, tan sanos, tan increíblemente anacrónicos. Mientras el debate tomaba diferentes rumbos (los fantasmas, las posesiones, los sueños, los resultados de la quiniela, el fútbol y, finalmente, la política), yo escuchaba en silencio, porque sabía que las opiniones serias las darían cada uno por separado. Principalmente me interesaba lo que podía llegar a decir Figueroa, así que esperé hasta que el último de los muchachos abandonó el bar.
–Qué querés que te diga… Para mí –explicó Figueroa– es todo culpa de las cosas modernas. Están saturando el espacio, están llenando la cabeza de uno con frecuencias y rayos, fijate. La vez pasada me crucé con una sobrina por la calle, y la tipa ni me reconoció. Atendé: la tipa iba muy concentrada con esos aparatitos en los oídos. Una locura. A la larga, vamos a terminar todos locos. ¿Vos qué pensás?
Yo no pensaba nada. Terminé el trago y me fui, con la certeza de que el asunto se ponía serio.

(continúa)

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