Todavía me parece verlo el día que
llegó a la capital. Aquella mañana de febrero el calor no daba tregua y en las
calles intransitadas no se dibujaban sombras. Cuando llegué a la estación, me
anunciaron que el tren no llegaría sino hasta dentro de veinte minutos, por lo
que me senté a esperar bajo la sombra tibia de los tinglados.
La última vez que había visto a mi
tío Cipriano yo era un muchacho, sin embargo, con los años, no había podido olvidar su atuendo de hombre
de campo, con pañuelo al cuello y cinto de plata. Lo recordaba fuerte y
corajudo, pero puede que los antiguos recuerdos se hayan superpuesto a los más
recientes y en ese orbe de memoria y de olvido ya no distinga lo real de mi
imaginación. Sin embargo, los recuerdos no son más que una elección de la
memoria y la memoria no es menos fantasmal que la imaginación. Lo cierto fue
que un inconveniente con una hipoteca había obligado al tío (que ya no tenía
otros familiares cercanos) a venirse a vivir conmigo, por tiempo indefinido.
Tal había sido la decisión de mis padres –que no disponían de lugar en la casa
del pueblo– y así es como debía recibirlo yo, entonces, en mi departamento de
la ciudad capital.
A las doce en punto el tren se había
detenido en los andenes. Cuando por fin todos los pasajeros habían abandonado
los vagones y el tren estaba vacío, apareció desde el fondo la sombra callada
de Cipriano, con una valija chica de cuero, cinto de plata y pañuelo al cuello.
Era todavía, en esos días, una imagen desacostumbrada en la ciudad la de un campesino.
No dejó de asombrarme el hecho de que casi no había envejecido y de que
recordara todos los detalles de mi última visita al campo de la familia, hacía
unos quince años.
Intercambiamos abrazos y enseguida
me preguntó si se me antojaba algún trago. Dije que no, pero la manera en la
que me hizo sentir que el huésped era yo y no él, fue increíble. Con una mano
sobre mi hombro caminaba siguiendo mis pasos con lentitud. El calor no había
cejado pero Cipriano estaba fresco y descansado. Me contó, mientras salíamos a
la calle, que en el campo el calor era más pesado pero que la sombra de las
casuarinas era un buen remedio. Dijo, también, que la única vez que había
estado en la ciudad había sido hacia fines de 1880, cuando la salud de su padre
lo había obligado a viajar por una medicina. En aquel entonces, explicó, la
ciudad era transitada por jinetes y por carros tirados hasta por cuatro
caballos. Agregó:
–En ese entonces, como ahora, la
ciudad no dejó de parecerme un lugar inhabitable.
No pregunté razones para evitar las
quejas que un hombre de campo podría hacer sobre la arquitectura exagerada, las
calles atestadas y el apuro casi religioso con que la gente se movía.
Cuando por fin entramos a mi
departamento, le expliqué que podía usar la habitación del fondo y que, por lo
demás, se sintiese como en su casa. De aquel hombre olvidado por los años, yo
era el único familiar.
Pronto entablamos una buena relación
y con el correr de los días nos íbamos haciendo cada vez más unidos. Pasábamos
largas noches de sobremesa ante el mate amargo y la ginebra.
Sin embargo, detrás de la sencillez
de hombre del interior, yo entreveía en Cipriano una sombra que no podía
descifrar. Había algo en la conducta de aquel hombre que no dejaba de ser un
misterio. Solía sentarse frente a la ventana durante horas a mirar para el lado
de la calle; la luz de su cuarto permanecía encendida un par de horas más luego
de darme las buenas noches y cuando me levantaba temprano, él ya estaba vestido
y fresco, con el mate amargo en la mano. Fue entonces que recordé los
comentarios que mi madre hacía sobre Cipriano cuando visitábamos el campo de la
familia, a unos kilómetros de Chillar. Dichos comentarios eran referidos a la
conducta solitaria de aquel hombre y sobre su reclusión casi perpetua en una
vieja habitación tapizada de estanterías con libros de todo tipo: libros de
historia, de artes, novelas, libros en francés, en inglés, manuales de
biología, etc. En una de esas visitas, ahora lo recuerdo, había sido él quien
me había regalado un ejemplar del Martín Fierro, forrado en cuero y con algunas
ilustraciones. Otra vez, me había enseñado los nombres de los distintos
parásitos que se le curaban al ganado y hasta una tarde me hizo aplicar a mí
las inyecciones a una vaca enferma.
Recuerdo también que por pasarse la
madrugada leyendo, decían que estaba loco. Ahora puedo afirmar con seguridad
que no había nada de loco en aquel hombre y que, por el contrario, nuestras
conversaciones eran tan agradables que muchas veces estirábamos la charla hasta
las primeras luces de la mañana.
No tardó en volverse mi confidente y
mi fuente de consejos. Es increíble cómo de la boca de aquel hombre de campo
salían los consejos más sabios. Yo había dejado de pensar en aquel halo de
misterio que a veces dejaba entrever su personalidad, hasta la mañana del 3 de
marzo. Aquel día se anotaría el primero de una larga serie de episodios
similares...
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