domingo, 17 de junio de 2012


Todavía me parece verlo el día que llegó a la capital. Aquella mañana de febrero el calor no daba tregua y en las calles intransitadas no se dibujaban sombras. Cuando llegué a la estación, me anunciaron que el tren no llegaría sino hasta dentro de veinte minutos, por lo que me senté a esperar bajo la sombra tibia de los tinglados.
La última vez que había visto a mi tío Cipriano yo era un muchacho, sin embargo, con los años,  no había podido olvidar su atuendo de hombre de campo, con pañuelo al cuello y cinto de plata. Lo recordaba fuerte y corajudo, pero puede que los antiguos recuerdos se hayan superpuesto a los más recientes y en ese orbe de memoria y de olvido ya no distinga lo real de mi imaginación. Sin embargo, los recuerdos no son más que una elección de la memoria y la memoria no es menos fantasmal que la imaginación. Lo cierto fue que un inconveniente con una hipoteca había obligado al tío (que ya no tenía otros familiares cercanos) a venirse a vivir conmigo, por tiempo indefinido. Tal había sido la decisión de mis padres –que no disponían de lugar en la casa del pueblo– y así es como debía recibirlo yo, entonces, en mi departamento de la ciudad capital.
A las doce en punto el tren se había detenido en los andenes. Cuando por fin todos los pasajeros habían abandonado los vagones y el tren estaba vacío, apareció desde el fondo la sombra callada de Cipriano, con una valija chica de cuero, cinto de plata y pañuelo al cuello. Era todavía, en esos días, una imagen desacostumbrada en la ciudad la de un campesino. No dejó de asombrarme el hecho de que casi no había envejecido y de que recordara todos los detalles de mi última visita al campo de la familia, hacía unos quince años.
Intercambiamos abrazos y enseguida me preguntó si se me antojaba algún trago. Dije que no, pero la manera en la que me hizo sentir que el huésped era yo y no él, fue increíble. Con una mano sobre mi hombro caminaba siguiendo mis pasos con lentitud. El calor no había cejado pero Cipriano estaba fresco y descansado. Me contó, mientras salíamos a la calle, que en el campo el calor era más pesado pero que la sombra de las casuarinas era un buen remedio. Dijo, también, que la única vez que había estado en la ciudad había sido hacia fines de 1880, cuando la salud de su padre lo había obligado a viajar por una medicina. En aquel entonces, explicó, la ciudad era transitada por jinetes y por carros tirados hasta por cuatro caballos. Agregó:
–En ese entonces, como ahora, la ciudad no dejó de parecerme un lugar inhabitable.
No pregunté razones para evitar las quejas que un hombre de campo podría hacer sobre la arquitectura exagerada, las calles atestadas y el apuro casi religioso con que la gente se movía.
Cuando por fin entramos a mi departamento, le expliqué que podía usar la habitación del fondo y que, por lo demás, se sintiese como en su casa. De aquel hombre olvidado por los años, yo era el único familiar.
Pronto entablamos una buena relación y con el correr de los días nos íbamos haciendo cada vez más unidos. Pasábamos largas noches de sobremesa ante el mate amargo y la ginebra.
Sin embargo, detrás de la sencillez de hombre del interior, yo entreveía en Cipriano una sombra que no podía descifrar. Había algo en la conducta de aquel hombre que no dejaba de ser un misterio. Solía sentarse frente a la ventana durante horas a mirar para el lado de la calle; la luz de su cuarto permanecía encendida un par de horas más luego de darme las buenas noches y cuando me levantaba temprano, él ya estaba vestido y fresco, con el mate amargo en la mano. Fue entonces que recordé los comentarios que mi madre hacía sobre Cipriano cuando visitábamos el campo de la familia, a unos kilómetros de Chillar. Dichos comentarios eran referidos a la conducta solitaria de aquel hombre y sobre su reclusión casi perpetua en una vieja habitación tapizada de estanterías con libros de todo tipo: libros de historia, de artes, novelas, libros en francés, en inglés, manuales de biología, etc. En una de esas visitas, ahora lo recuerdo, había sido él quien me había regalado un ejemplar del Martín Fierro, forrado en cuero y con algunas ilustraciones. Otra vez, me había enseñado los nombres de los distintos parásitos que se le curaban al ganado y hasta una tarde me hizo aplicar a mí las inyecciones a una vaca enferma.
Recuerdo también que por pasarse la madrugada leyendo, decían que estaba loco. Ahora puedo afirmar con seguridad que no había nada de loco en aquel hombre y que, por el contrario, nuestras conversaciones eran tan agradables que muchas veces estirábamos la charla hasta las primeras luces de la mañana.
No tardó en volverse mi confidente y mi fuente de consejos. Es increíble cómo de la boca de aquel hombre de campo salían los consejos más sabios. Yo había dejado de pensar en aquel halo de misterio que a veces dejaba entrever su personalidad, hasta la mañana del 3 de marzo. Aquel día se anotaría el primero de una larga serie de episodios similares...

No hay comentarios:

Publicar un comentario