viernes, 22 de junio de 2012


Aquella mañana había dormido hasta tarde, porque una charla con Cipriano me había desvelado hasta casi las cinco del día. Habíamos hablado de las habilidades de los domadores de la pampa y las comparamos con las hazañas que se cuentan en ciertas milongas sureñas. Invisiblemente la conversación había derivado en otros temas. Ya cerca del alba recuerdo que hablábamos de los cultivos en la Roma antigua. Yo había aceptado con naturalidad los vastos conocimientos de Cipriano en cualquier campo, pero para un desconocido no hubiera dejado de ser una maravilla el hecho de escuchar de boca de  un gaucho los nombres de las divinidades Griegas e incluso alguna mención a Homero o Hesíodo.
Cuando llegué a la cocina aquella mañana, tío Cipriano ya estaba cebando mate, mirando por la ventana. Cuando llegué a su lado, me estiró un amargo y dijo:
–En un par de horas vamos a tener lluvia. Lo mejor sería comprar el pan ahora. Además, vamos a tener que entrar a la panadería antes del robo, más que nada para evitar un mal momento… Pero nada más que eso.
Tardé un momento en entender, porque todavía estaba entre dormido y con hambre. Esperé a terminar el mate y pregunté de qué robo me hablaba.
Con lentitud, después de chupar el mate (que usó para señalar la ventana) dijo:
– ¿Ves aquel muchacho de campera? Todas las mañanas, desde hace dos semanas, se para a esperar el colectivo, pero nunca lo toma. Espera a que el colectivo se vaya para salir caminando para el lado del sur.
Cebó otro mate, me lo alcanzó y dijo:
–Todos los días mira en dirección a la panadería, y se lo nota nervioso. Hoy, además de estar más nervioso que de costumbre, tiene ropa más cómoda y creo que esconde una pistola en el bolsillo derecho. Pero no hay peligro. Nunca va a dispararla.
Ante un disparate como aquel, uno tarda en buscar las palabras correctas para articular una respuesta. Entonces me quedé callado un largo rato.
Los dos mirábamos por la ventana sin hablar. Tras un silencio que pareció de horas, mi tío se palmeó la rodilla y se levantó. Buscó su boina y dijo que iba a comprar el pan.
Lo vi cerrar la puerta tras de sí y bajar por las escaleras. Mientras salía del estupor, caminé hasta la cocina para renovar el mate y por simple curiosidad me acerqué a la ventana. El muchacho de la esquina miraba nervioso a ambos lados y en un momento cruzó con determinación la calle hasta que lo perdí de vista. Más por curiosidad que por miedo a que el tío no hubiese bromeado, bajé hasta la panadería. Al principio salí caminando, pero un temor creciente me obligó a llegar casi corriendo. Cuando entré al negocio, me encontré con un cuadro increíble: la gente se agolpaba en la vereda del local y adentro, junto a los ventanales vidriados, estaba el muchacho en el suelo.
Más grande fue mi sorpresa cuando descubrí que sobre el muchacho estaba Cipriano, torciéndole el brazo mientras le decía en tono amable:
–Tranquilo joven, tranquilo. No tardará en llegar la policía. Lo mejor será que no gaste energías. Se lo dice un viejo que casi no ha hecho otra cosa en sus últimos años.
Nadie habló hasta que por fin llegó la policía y subió al joven a un automóvil. Pude ver que en el suelo, junto al mostrador, estaba una pistola calibre treinta y ocho que un oficial recogió y examinó antes de  anunciar que estaba descargada.
Mi tío sacudió su ropa y acercándose al mostrador pidió un kilo de galleta, ante el estupor de los empleados que no atinaban a moverse.
–Vamos hombre, no ha pasado nada. Si hasta fue una suerte que no haya tenido que desenvainar el cuchillo, ¿no? –rió fuertemente y dijo:
–N
o es mal muchacho, si hubiera tenido mala intención lo sabríamos por los resultados. Los nervios le jugaron una mala pasada. Era su primera vez.
Mientras los empleados lo seguían mirando con la boca abierta, me acerqué a un testigo y pedí alguna explicación. Una señora me respondió:
–Entraban a robar, pero ese señor (dijo esto apuntando a mi tío con la bolsa de los mandados en la mano) se interpuso entre el muchacho y los empleados, diciendo que quería hablarle. Pero el joven no tuvo tiempo de sacar su arma cuando ese hombre que le señalo lo había derribado de un golpe, avanzando como un león. Fue increíble. ¡Qué coraje!
Me acerqué al tío y, tomándolo por los hombros, lo conduje hasta la puerta. Finalmente salimos de la panadería, entre un mar de curiosos, con una bolsa de galletas en la mano. Cipriano me dijo al oído:
–No han querido cobrarme la galleta. Hasta insistieron. Una suerte, ¿no?
Desde aquella mañana, aquel hombre no dejaría de asombrarme. En estos cuadernos quiero dejar escritas todas las hazañas de las que fui testigo mientras duró nuestra vida juntos. Tal vez en la escritura encuentre la cifra para entender el coraje y la sabiduría que se juntaban en la existencia de aquel hombre oscuro y enigmático, porque su paso por mi vida me ha marcado de tal manera que durante noches enteras yo no pensaba sino en descifrar la conducta de aquel compañero y amigo. Toda mi adolescencia puede justificarse con el asombro y la admiración que el viejo Cipriano despertaba en mí a tal punto que mi mayor aspiración, incluso hoy en día, es saber si en los años que siguieron yo habré podido, siquiera un poco, asemejarme a la sombra de aquel héroe mío.

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