viernes, 29 de junio de 2012


Aventura de las naranjas amargas



El verano suele llegar temprano por estos lugares y casi siempre lo hace plagado de recuerdos. La sombra fresca de los naranjos, inevitablemente, recuerda los años de infancia en que el calor no pasaba de ser el comentario de los mayores, pero jamás una sensación de incomodidad. También está el recuerdo de las corridas por la calle, las guerras de naranjas que juntábamos del cordón, la espera del hombre de los helados que, pasada la hora del almuerzo, llegaría en bicicleta con un gran canasto y su pregón, música de la siesta.
Ahora, unos veinte años más tarde, ese recuerdo polvoriento resurge como de entre una niebla y lo real es, dolorosamente, el calor insoportable y el cansancio tímidamente mitigado por la sombra esporádica de algún tilo. Aunque aquella mañana no fue de las peores, la conversación con Cipriano nos había olvidado del clima y del mundo. Lentamente caminábamos sin rumbo por la avenida de los españoles (que todavía no era un paseo turístico y que, por cierto, reflejaba la dignidad en la labor de los inmigrantes y no en la soberbia de una arquitectura barroca).
No recuerdo cómo llegamos hasta una gran plaza que dejaba ver el bajo hacia el este y el lerdo movimiento de los vendedores que levantaban la feria en la vereda. Las señoras, empolvadas en talco, caminaban placidamente cargando bolsas tejidas y los chicos corrían en un apagado barullo de risas y gritos. Cipriano se sentó en uno de los bancos de piedra y se abanicó la cara con su boina. Por algún motivo no se desprendía la camisa y jamás descuidaba el nudo de su pañuelo. Yo, en cambio, me hubiera quitado todo cuanto traía puesto con enorme placer.
El silencio de la tarde era interrumpido, cada tanto, por el ruido de alguna naranja que de madura o de aburrida caía al suelo, con un sordo ruido de cáscara hueca.
Durante algunos minutos no hablamos y tío Cipriano, con los ojos entrecerrados, buscaba nidos en las ramas de los sauces que crecían en el centro de la plaza. De vez en cuando alguna calandria se acercaba en vuelos bajos, para desaparecer entre el ramaje tupido de los árboles quietos. En un momento, mi compañero tanteó su facón plateado y desenvainado desde la parte de atrás de su cinto, dejó ver el filo que me cegó como un relámpago. Cuando volví la mirada, observé el brazo extendido de Cipriano y a unos cinco metros más adelante, en esa dirección, el facón plateado, reluciente, clavado en la delgada corteza de un naranjo. Un detalle más: entre la corteza y el mango de plata con adornos de alpaca, había aplastada una naranja amarga. Cipriano sonrió y dijo:
–A esa no le estaba dado tocar el suelo, todavía.
En vano busqué el truco. La destreza y la puntería de aquel hombre no habían envejecido con el resto de su cuerpo. Recuerdo haber oído de su boca alguna que otra anécdota en la que su habilidad lo había puesto entre los paisanos más diestros para el lazo y el rifle, allá por los campos que se extienden desde Las Flores hasta el Carmen de Areco.
Cipriano caminó hasta el facón, agarró el mango con una mano y la naranja con la otra, y mientras volvía dijo:
–Acá es bastante fácil conseguir lo que uno necesita. A lo mejor vos no te acordás porque eras muy chico, pero en el campo uno no se provee así nomás de lo que precisa. Sin ir más lejos, cuando yo tenía tu edad tenía que hacer varias leguas a caballo para traer frutas a la casa. Lo mismo con lo necesario para la cocina y la monta. Me acordé de una historia que te voy a contar, porque algo tiene que ver con unas naranjas…


(mañana el comienzo de esta historia relatada por Cipriano aquella tarde...)

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