viernes, 25 de noviembre de 2016

Fumar

La habitación era estrecha, de maderas tersas y algo coloradas, balsámica, luminosa cuando se le abría de par en par la ventana. Algo tenía de reconfortante; pero también de ataúd. De noche, sobre todo si el clima era frío, inducían el sueño furtivos crujidos amables que dividían la madrugada en capítulos de beatitud.

A veces la extraño, sobre todo por la carga sentimental que me representaba ese ámbito construido con mis propias manos. Hasta el modo de dormir era distinto en aquella habitación, pero principalmente el modo de soñar, y es precisamente de esto de lo que quiero hablarles. En aquel entonces, durante días me asaltó el mismo sueño recurrente: un hombre que fumaba. El hombre, acodado en la ventana, perdida la mirada en el horizonte nocturno, baja la cabeza, atento el oído a mis intervenciones, fumaba; elegantemente fumaba unos largos cigarrillos de fuerte tabaco aromático. Nunca me respondía; en cambio, fumaba… Lo perturbador llegaba con la mañana, porque no lograba despertar sin el insistente olor a humo impregnado en las maderas y en las cortinas. Clara se quejaba, pero un día fue terminante: “o le decís que acá no se fuma, o me voy a dormir a lo de mamá”.
La mudanza de Clara fue breve y en primavera, de noche. Hordas de trémulos grillos nos aclimataron la despedida, también breve. “En cuanto logre razonar con el amigo, te llamo”, le dije, y segundos más tarde el taxi se alejaba por un triste punto de fuga que se abría entre los naranjos de la vereda y el final de la calle. La tos que me asaltó me impidió precisar si las lágrimas eran realmente por Clara.
Esa noche traté de dormirme con la convicción de ser firme y terminante. No tardó en aparecer el amigo de las noches, con su traje satinado y sus ademanes de señor. Lo vi encender el cigarrillo, besarlo apenas con sus labios, sentir el cálido abrazo de la combustión en su pecho y exhalar plácidamente la tibia dulzura de la hoja quemada. Creo que por primera vez en tanto tiempo levantó la mirada y, por debajo del ala de su sombrero, por detrás de la nube grisácea, reconocí los ojos de mi abuelo. Nos miramos por un tiempo; el abuelo exhaló de nuevo, y me extendió un cigarro. En vano repetí que yo no fumaba, porque la mano seguía ahí, servicial (elijo esa versión, pero ahora, sin embargo, dudo si no fui yo el que en realidad le arrebató el paquete y le sacó uno del montoncito). La primera bocanada me pareció un infierno: el calor entre mis dedos, las lágrimas en los ojos y la tos me parecieron, en principio, desagradables. Pero, como era de esperarse, al poco tiempo ya fumábamos sincronizados como engranajes; él con firmeza, yo como si recuperara un hábito olvidado. Aun estando en un sueño recuerdo haber pensado en la imagen de grandes chimeneas nocturnas entibiando el mundo. Me desperté sintiendo el típico olor a humo, el recurrente sabor a tabaco en la boca, pero vestido de felicidad: por fin, después de tantos años, había recuperado la cara y el gesto grave de mi abuelo.
“Creo que voy a poder resolverlo”, le dije a Clarita por teléfono y esa noche me acosté más temprano, tan ansioso por fumar junto a mi abuelo me encontraba. Tal como lo esperaba, apareció. Buscó en el paquete otro cigarrillo, pero su ceja enarcada me dijo que solo quedaba uno, que me apuré a encender yo. Mientras lo fumaba, noté que mi abuelo, acodado en el marco de la ventana, por fin hablaba:
–Fumar no hace nada bien; pero fumar dormido, y en una pieza como esta, menos.
–Yo ya no fumo, abuelo. Y creía que vos tampoco.
–Fumo ahora, para vaciarte los paquetes. Pero dejá de embromar de una vez, que Clara es más importante.
De repente lo perdí entre nubarrones grisáceos. Mi cuerpo se incendiaba por dentro, como si corriese a través de un túnel oscuro y crujiente que me asfixiaba; todo el ámbito era como un féretro sobre brasas… Recuerdo la carrera hasta la planta baja, el intento inútil por salvar unas cosas que Clara atesoraba en una cajita, el fuego masticando mi habitación y visto desde la calle.
Fue uno de los bomberos el que me dijo, más tarde, que había encontrado la colilla del cigarro entre los restos de la cama. En nuestra nueva habitación (en la que entibiamos la cama hace ya más de un año) hemos estado bastante cómodos; como episodio aislado diré que solamente anoche, y después de tanto tiempo, nos despertó de súbito una incomodidad. Juro que abrimos las ventanas y todo, pero de algún lado, tal vez de algún segmento vecino, insistía en filtrarse un débil hilo de invertebrado humo gris. Pero lo que nos llamó la atención fue el olor, sobre todo el olor; como de cenizas de tabaco.


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