lunes, 18 de diciembre de 2017

Las palomas de Curamalal

Hace un tiempo se me había ocurrido para un cuento la idea de que el sueño fuese como una jaula y que, como toda jaula, no fuese del todo infalible. Al final, como no encontré la manera de darle la forma que yo quería, no escribí nada; pero hace poco esa frustración me vino a la mente y tratando de adivinar de dónde había salido aquella idea pensé que a lo mejor venía de un miedo que durante mucho tiempo tuve de chico: de que las cosas y los personajes con los que soñaba pudiesen escaparse e invadir mi habitación. También me acordé de que de adolescente ese miedo se había ido convirtiendo, poco a poco, en una inquietud por conocer la mecánica de los sueños: leía bastante sobre parálisis del sueño (o catalepsia astral), sobre sueños proféticos, incluso sobre las manifestaciones físicas del pensamiento que algunos llaman “tulpas” y que se atribuyen a ciertos budistas de la india. Después, como suele ocurrirme con casi todo, esa inquietud desapareció y me interesé por otras cosas. Sin embargo ayer, y vaya uno a saber por qué, mientras esperaba el agua para el mate, de repente me acordé de dónde había salido todo aquel miedo, toda aquella inquietud de adolescente e incluso aquel deseo de escribir, muchos años más tarde, un cuento relacionado con el tema. La historia es de mi abuelo, porque fue muy amigo de uno de sus protagonistas:
Los que conocen algo acerca de la historia de la Primera Guerra recordarán al famoso “Batallón Perdido” de la 77ª división americana, que en 1918, en los bosques de Argonne, en Francia, quedó en medio de un fuego cruzado que arrasó con casi todos sus integrantes. En medio de semejante infierno, en el que se recibía el ataque de los alemanes y también el fuego amigo de los propios aliados que desconocían la ubicación del escuadrón, ya casi no había más esperanzas que morir. Entre algunos otros, a cargo de estos hombres estaba el Mayor Charles Whittlesey, que sabía que ya no había ni alimentos ni municiones, y que todos los sistemas de radio estaban inutilizados. Pasaron días en los que los superiores no encontraban el modo de dar aviso a su regimiento de que ese fuego debía cesar inmediatamente. Desmayado por el sueño y el cansancio, en medio de los silbidos de los proyectiles y del terror de las granadas, Whittlesey tuvo una visión, una especie de sueño en el que veía a una paloma en el cielo, volando en dirección a las trincheras. Despertó eufórico y se acordó de que al escuadrón todavía le quedaban dos de las palomas mensajeras que estaban entrenadas para llevar mensajes a la base.
En el sector del palomar, una cajita de madera con alambres todavía contenía a las dos únicas esperanzas. Whittlesey redactó nerviosamente el mensaje y lo alojó en el anillo de una de las patas. El animal intentó ganar altura entre la furia de los disparos alemanes que buscaban a la paloma, pero una de las balas le dio en el pecho, y cayó varios metros más adelante. Ahora solo quedaba una última esperanza; el Mayor repitió el procedimiento, soltando al ave unos metros más hacia el este. Si bien este segundo mensajero recorrió un trayecto mucho mayor, no pudo escapar a la cortina de disparos y cayó allá adelante, fuera del alcance de la vista, como un bulto inerte y liviano.
Whittlesey cayó de rodillas, confundido por la desesperación, cuando uno de sus hombres lo tomó de los hombros:
–Señor, hay un tercer mensajero. ¡Tenemos otra mensajera!
El Mayor lo apartó con fuerza y miró dentro de la caja. Efectivamente, inflando su pecho gris y con porte nervio estaba un tercer palomo que arrullaba su canto en medio del infierno, como si fuese ajeno a la situación o como si viviese en una realidad paralela. Whittlesey lo tomó entre sus manos, le sintió un latido que se confundía con el de su propio corazón, lo inspeccionó con curiosidad y, finalmente, colocó por tercera vez el mensaje en la pata. Luego besó la cabecita del palomo y, sin querer, lo bautizó en ese momento al susurrarle “querido amigo, sálvanos”. El ave trazó una línea zigzagueante entre los árboles, ensayó un vuelo vertical y luego se perdió en círculos por sobre el monte. En las trincheras, el silencio sonaba a segundero de reloj.
A la hora, el fuego cesaba y un grueso de tropas aliadas se acercaba a las trincheras para dar socorro a los menos de doscientos hombres que todavía resistían el ataque. Cher Ami, “querido amigo”, había cumplido con su misión. Ya en base, Whittlesey fue informado de las condiciones en las que había llegado el palomo: tenía una bala alojada en su pecho, había sido cegado de un ojo y la pata que llevaba el mensaje pendía tan solo de un tendón. Los veterinarios lo salvaron, pero no pudiendo hacer nada por su patita rota tuvieron que colocar en su lugar una de palo, tallada a medida para Cher Ami. Días más tarde, el ave sería enviada en barco a Estados Unidos para ser recibida con los honores correspondientes como héroe de guerra.
En diciembre de ese mismo año, Charles Whittlesey también volvió a su país promovido como teniente coronel y recibió, además, la medalla de honor por su valor en el frente. Quiso volver a su antigua profesión de abogado, pero no pasó un día sin que la prensa o alguna institución lo reclamaran para dar una entrevista o un discurso. Los meses lo fueron desgastando y a fines de 1921 tomó una decisión. Esto, detalles más, detalles menos, figura en muchos libros; lo que viene ahora, no lo van a encontrar en ningún otro lado, porque los que conocemos la verdadera historia somos un puñado.
Semanas antes de abordar el SS Toloa, de la United Fruit Company, con destino a la Habana, Whittlesey ya había trazado un plan para desaparecer por completo. Si leyeron algo sobre la vida del teniente, creerán erróneamente que desapareció la noche del 26 de noviembre de 1921 en lo que se cree fue un suicidio, luego de una cena con el capitán del barco, un señor noruego de apellido Dahl. Como nunca nadie volvió a verlo, se pensó que Whittlesey había saltado por la borda. De todos modos, nadie lo vio arrojarse y el cuerpo nunca fue encontrado, pero el teniente había tomado una serie de precauciones. Había dejado en testamento casi todos sus bienes a su madre y había entablado con el capitán del Toloa una estrecha amistad: con la repartición de bienes antes del viaje se aseguró de que la idea del suicidio tuviese más fuerza; con la amistad del capital Dahl se aseguró un escondite en su camarote personal hasta el desembarco en la segunda posta, una isla del atlántico desde la que seguiría viaje con otra identidad.
La idea del suicidio, podemos decirlo ahora, no le fue del todo ajena. Pero cuando las cosas se le habían puesto feas, algo lo hizo cambiar de opinión: una de esas noches tristes y vacías soñó, una vez más, con una paloma. A la mañana siguiente, mientras lidiaba con una terrible resaca de licor, sintió el aleteo de un ave acorralada entre los espacios de su cuarto. Sobre la cómoda, agitada por los golpes y por el miedo, estaba una paloma gris… Whittlesey se tambaleó hasta la ventana, la abrió de par en par, y esperó a que el animal se fuera por sus medios. No le hizo mucho caso al asunto, pero durante toda la tarde pensó en Cher Ami, en la batalla en Argonne, y algo cambió en su mente para siempre. Esa misma semana tuvo la idea de escaparse de su vida actual y de volver a una de sus antiguas aficiones.
A partir de entonces, el teniente coronel Charles Whittlesey sería conocido como Lorenzo Bianco. En la primavera del año siguiente a su muerte hipotética, con los primeros calores de la pampa, luego de una larga travesía y cargando apenas una valija chica, Bianco descendía en la estación de trenes de la ciudad de Azul.
Caminó por la vieja calle San Martín en dirección al municipio y se hospedó en una casa que alquilaba habitaciones por día (además del francés, el teniente también hablaba un correcto español). En la oficina de correo pidió referencias y varios empleados mencionaron a un tal Piazza, uno de los hermanos industriales que por ese entonces tenían a su cargo la curtiembre y algunas de las principales fábricas de la ciudad. Al día siguiente, Bianco se entrevistaba con Félix Piazza en una de las oficinas de la cervecería de su propiedad y así, quizás, empezó una de las amistades más nobles que supo forjar el industrial cervecero.

Bianco había pedido referencias sobre parajes cercanos. Al parecer estaba dispuesto a construir o a comprar una casa chica en algún lugar de la provincia; y así pasó que un día uno de los hermanos de Félix tenía que hacer un recorrido para el lado de Coronel Suárez y Bianco se ofreció a acompañarlo, con la esperanza de conocer un poco más. No sabemos bien cuál fue el motivo principal, pero después de ese viaje Lorenzo Bianco ya había decidido instalarse en un pueblito conocido como Curamalal, que viene a quedar a poco más de doscientos kilómetros de Azul. Al parecer, lo habían tentado las pocas manzanas y las pocas edificaciones, la cercanía de los montes y, sobre todo, el gorjeo de las palomas, pacífico sonido que salpica el campo y que tan bien armoniza con la siesta.
Para el año siguiente, Lorenzo era propietario de una casita, un tanque de agua con un molino y un galpón casi tan grande como el que en ese momento estaba destinado a la estación de ferrocarril. En ese mismo galpón terminaría de darle forma a la afición que años atrás lo había destacado en la división de mensajería del ejército y que además le había dado cierto renombre entre los colombófilos del cuartel: la cría de palomas mensajeras. En aquella época, las palomas eran populares entre los batallones, porque allí donde fallaban los equipos de radio se hacía necesario ese misterioso don que hace a las palomas encontrar el camino de regreso a casa. Y a Bianco, por otro lado, siempre le habían fascinado las palomas: en su casa paterna, cuando él era muy chico, su padre supo tener una pareja de mensajeras que cada tanto participaba en alguna competencia. Lo cierto es que ahora tendría la tranquilidad y el lugar necesarios para ocuparse de lo que le daría felicidad e incluso (pero esto es una conjetura mía) para entender un misterioso fenómeno que a lo largo de su vida, al menos un par de veces, se había repetido de manera inquietante.
Ahora volvamos a Lorenzo y a Curamalal. En aquella época, en el pueblo había más gente y más actividad que ahora, porque el tren le daba un poco de vida. La oficina de Ferrocarril del Sud, que constaba de dos grandes galpones y de una torre con un tanque de agua, era uno de los edificios principales junto a una escuelita y una capilla. Lo demás eran grandes hectáreas de nada, casitas separadas por varias cuadras que probablemente ya no sean más que taperas. El encanto de la zona, si tuviésemos que anotar alguno, era la gran paz que daban sus montes, la sombra siempre fresca allí donde había eucaliptos y los sonidos de la llanura, que dan la rara ilusión de que la pampa fuese más chica, más accesible, y no ese desierto disfrazado de verde en el que uno puede asfixiarse de infinito: el canto de pájaros siempre invisibles, el acorde de los pastos cuando son pulsados por el pulgar del viento, el sonajero de las ramas altas y el misterioso arrullo de las torcazas que equilibra la tropilla de sonidos y envuelve a toda la llanura en un clima de ebria ensoñación. Sin embargo, si uno visita esos lugares hoy en día, solo encontrará abandono y una sensación de dulce y esperada melancolía: las ruinas siempre dicen más, porque son innumerables futuros posibles a los que no se les dio la oportunidad; y nuestra pampa sobre todo, destinada a la inmensidad, pudo haber sido todo menos un lugar destinado al olvido.
Los días pasaban lentos y agradables. Lorenzo tenía todo lo que necesitaba un hombre solo: techo y tierra fértil. Había aprendido los ciclos de siembra y hasta tenía un par de animales (gallinas y algunas ovejas). Sin embargo, su tesoro era el gran galpón que había destinado a sus palomas. Con gran habilidad había fabricado en madera unas cuadriculas que, contra las paredes de ladrillo rojo, hacían de casitas de cada una de sus mensajeras. Cada animal tenía destinado un espacio de veinte por veinte, y en los meses de frío todos eran pasados a unos jaulones en el fondo del galpón, en los que había colocadas unas potentes lámparas que pendían de largos cables.
Empezó con pocas. Una parejita de buchonas. Pero al año ya tenía unas doscientas palomas, a las que él mismo les fabricaba los anillos, limpiaba las alas y soltaba cada tanto para que volviesen al palomar. No es que estuviera particularmente interesado en el deporte ni en las competencias: a Bianco, que era ahora un tipo simple y sin obligaciones, lo hacía feliz tener palomas.
Muchas veces fue a Azul a visitar a Félix Piazza. Casi siempre se quedaba a pasar el fin de semana. Piazza tenía mucho aprecio por Bianco, y en su casa siempre le estaba preparada la habitación de huéspedes. Cuando llegaba a Azul en el tren, lo hacía con una cajita en la que llevaba un par de palomas elegidas al azar. Desde el patio de la casa de Félix, las soltaba y las veía perderse en el cielo, como desorientadas; pero cuando volvía a Curamalal, ahí lo estaban esperando, paradas sobre alguna cumbrera del galpón o en la cola del molino. Bianco no era de hablar mucho, la costumbre militar de ser preciso a lo mejor le había restado palabras, y cada vez que Piazza (que era un italiano de conversación animada) le preguntaba de dónde sacaba las palomas, Bianco solamente respondía que él nunca había comprado una sola paloma. Nunca supimos si lo decía como en broma o si lo decía porque el respeto que le inspiraban las palomas lo obligaba a descartar la posibilidad de entreverarlas con una operación comercial. Según mi abuelo, que fue muy amigo de Piazza, al industrial lo intrigaba profundamente esa fascinación de Bianco por las mensajeras. Y un día de invierno, en el que el mate tibio enfatizaba la soledad de la ciudad, Piazza juntó valor y le preguntó a Bianco sobre las palomas. Entonces Bianco contó. Pero no contó solamente sobre sus palomas, habló de todo: de su adolescencia, de su pasado militar, de su decisión repentina de cambiar de vida, de Cher Ami y de todo lo que vivió entre la noche del embarco y la llegada a Azul. A Piazza le costó asimilar toda la historia, pero de alguna manera después de aquella tarde se volvieron más unidos. Algunas veces Bianco le dejaba una paloma que Piazza devolvía días más tarde con un mensajito en su pata, generalmente un saludo o alguna broma. A esa costumbre la mantuvieron durante años, al menos hasta que la salud de Bianco empeoró.
Habían pasado más de quince años, y Lorenzo se hacía cada vez menos frecuente en Azul. A Piazza le costaba hacerse un espacio para dejar sus obligaciones y visitar Curamalal, entonces lo enviaba a mi abuelo para que se asegurara de que a Bianco no le hiciera falta nada. Cada dos semanas, a veces cada viernes, mi abuelo llegaba hasta su casa con algunos alimentos, bebidas o productos de la fábrica, que Piazza enviaba como regalo. En una de las visitas, mi abuelo encontró a Bianco recostado sobre el piso de la cocina: había sufrido un ataque al corazón que, aunque leve, fue el anuncio de que el hombre necesitaba otra compañía más allá de sus palomas mensajeras.
Costó convencerlo de abandonar Curamalal, pero Piazza tenía la virtud de la palabra y no dejaba propósito sin cumplir. Al año siguiente, Bianco era parte de la casa que Félix Piazza había construido sobre la actual calle Uriburu, una mansión de principios de siglo que había sido especialmente refaccionada a gusto del industrial. En ella, Bianco tuvo su habitación y su cocina, y hasta un patiecito colmado de plantas para que pasara las tardes de manera tranquila. La casa de Curamalal no fue vendida ni rematada, simplemente se mantuvo cerrada. El mantenimiento corría por cuenta de Félix. El galpón de las mensajeras, una vez vacío, se cerró con candado y no se volvió a abrir hasta la tarde que será el centro de este relato. Las palomas, por otro lado, habían sido vendidas o regaladas. No fue fácil deshacerse de semejante cantidad, sobre todo porque parecían multiplicarse cada vez más cada semana. Según mi abuelo, era como si por la noche alguien volviera a llenar los casilleros con palomas nuevas. Y no era que las viejas palomas regresaran, porque sus dueños actuales aseguraban que jamás habían sido soltadas, era más bien como si aparecieran de la nada. 
Cuando ya se hizo imposible seguir viajando a Curamalal, porque la familia de los Piazza también tenía sus problemas y sus asuntos, decidieron dejar las pocas palomas que quedaban a su suerte, y durante unos cinco años ya nadie más volvió a abrir el galpón. Si bien el encierro no era total (Bianco había construido entradas en el techo, para que las palomas que regresaban de sus vuelos tuviesen siempre refugio), ahora dependían de su propio instinto de supervivencia. A Bianco no fue necesario mentirle, porque a esas alturas ya casi no hablaba con nadie, y apenas reconocía a la gente nueva. No era un hombre viejo, pero pasaba casi todo el día dormitando en el patio, con una frazada que apenas le cubría las piernas.
Dice mi abuelo que un día, en los años anteriores a la Segunda Guerra, unos alemanes se habían instalado en las cercanías del arroyo Curamalal, y que nunca nadie supo bien para qué. Nuestra imaginación conjeturaba ideas de todo tipo, pero la más recurrente era la propuesta por un tal Maschmeier, alemán al que Piazza había comprado la cervecería cuando estuvo a punto de quebrar y que se había quedado a vivir de todos modos en Azul. Según Maschmeier, que tenía contacto regular con uno de sus hijos en Berlín, los soldados del régimen nazi estaban interesados en la comunicación por palomas mensajeras. Con los años supimos que, efectivamente, muchas palomas fueron utilizadas en el frente, pero nunca pudimos corroborar que aquellos alemanes del arroyo estuvieran siguiendo el rastro de Bianco y su palomar. Sin embargo, y por precaución, mi abuelo y Félix, que eran los únicos que ahora conocían la historia del teniente, hicieron el pacto de no hablar sobre el tema hasta que la cosa estuviese más tranquila, y es por eso que hoy en día son poquitos los que saben de las palomas de Curamalal.
En el año 50 mi abuelo hizo una visita a la vieja estancia, para ver en qué estado estaba todo. La casa estaba igual, lo mismo el molino y el galpón. Por curiosidad, mi abuelo volvió a abrir el portón para ver el interior: estaba vacío. Es claro, la necesidad de alimentos y el acostumbramiento a la vida silvestre habrían llevado a las palomas por otros rumbos. Esa visita fue la última de esa década… Y en el 61, el año en que Bianco cumplía 77 años, algo pasó; algo que llevó a mi abuelo una vez más a visitar Curamalal. Lo que nos contó un día, a papá y mí, fue lo que sigue:

Estábamos en la casa de Piazza, porque todos los viernes después de la fábrica nos reuníamos ahí con un grupo de gente amiga. Félix, claro, ya había fallecido, pero los hijos y un par de sobrinos hacían una comida para los que habíamos estado siempre en la empresa; y ahí pasábamos la noche hablando, repitiendo anécdotas, escuchando la guitarra de algún cantor. A Bianco lo dejaban en su habitación, porque cuando había gente no le gustaba hacerse ver, y hasta creo que pocos de los que iban a la cena conocían la existencia del viejo. A pedido de Félix, hombre al que lo describía una eterna bondad, el viejo tendría un lugar en la casa hasta que el destino le dictara otros rumbos. Esa noche, después de haber comido, me acerqué hasta el cuarto de Bianco para llevarle un poco de carne y un vaso de vino, pero antes de llegar escuché unos golpes suaves. Dejé la bandejita en una banqueta y corrí para ver qué pasaba. Como el viejo no atendía a mi llamado y como los golpes en el interior no paraban, abrí. Ni bien entorné la puerta, escuché un aleteo violento; cuando abrí más la puerta, me asustaron un par de palomas que salieron atropelladas, volando por encima de mi cabeza. Adentro estaba Bianco, recostado en la cama como si nada, apenas despertando de un sueño ligero. Me miró como no entendiendo, y cuando me reconoció me preguntó si pasaba algo. Le expliqué que unas palomas se le habían metido en la pieza, pero no reaccionó como esperé… Se rascó la cabeza, se sentó en la cama, y me dijo “te tengo que pedir un favor”. Y así fue que a la semana siguiente, creo que fue un domingo por la tarde, yo estaba manejando desde Azul a Curamalal con Lorenzo Bianco de acompañante. Vaya uno a saber por qué, el viejo había querido volver, una vez más y de repente, a su casa de antes; y le dimos el gusto.
El camino estaba un poco descuidado desde mi última visita, casi diez años atrás. El pastizal era altísimo, y de la casa apenas se veía una mitad, como si flotara en un mar de cardos y pajonales. El molino se erguía como señalando la ubicación, y el galpón se dejaba estar, soberbio y oxidado. Paré el motor justo en frente del portón, y antes de bajar Bianco me apretó el brazo. “Pará”, me dijo. “Félix te habrá contado de Cher Ami, ¿no?”. Yo asentí, asombrado de escucharlo al viejo articular una frase tan larga y con semejante lucidez. En la casa apenas hablaba, y creíamos que era una facultad que había perdido o que él mismo se había negado. “A Cher Ami la devolvieron en barco a América, pero no llegó nunca. Lo que llegó fue una paloma que hicieron pasar por Cher Ami. Los taxidermistas se asombraron de que fuera hembra, porque al original lo habían anotado como palomo. Era un palomo, claro… Pero a Cher Ami nunca lo encontraron en la jaula en la que viajaba, y el capitán mandó a reemplazarlo por otra paloma, porque la prensa ya esperaba ansiosa al héroe de guerra. Y de Cher Ami… no sé, nunca se supo nada. Te cuento esto para que no te asustes. En casa de Félix tuve un tiempo muy tranquilo, pero hace unos meses empezaron otra vez esos sueños con palomas, no me las puedo sacar de la cabeza, ¿sabés? Y yo siempre me acuerdo de Cher Ami, y de las palomas que me acompañaron acá mismo (señaló al galpón)”. “Bueno, Lorenzo, tranquilo”, le dije. “Pará, pibe”, me dijo él, “no te apurés. Este lugar es muy especial, es, en todo el mundo, mi única casa, el único lugar que sentí como una casa. Mis palomas sentían lo mismo, esta es la casa a la que se vuelve después de mucho y mucho andar. Por eso te pedí de venir”. 
Cuando terminó, abrí la puerta del auto y caminé al galpón. El viejo se quedó sentado, mirando desde el asiento con una sonrisa. El candado estaba intacto, y cuando giré la llave sonó con un golpe metálico y seco. Me lo puse en el bolsillo, y cuando empecé a correr las cadenas el corazón se me aceleró: ¿alguna vez sintieron ese latido de pánico que trasmite un canario, por ejemplo, cuando uno se para cerca de la jaula? Algo así sentí, una palpitación ajena y multiplicada miles de veces. Miré al viejo, que me espiaba agachando la cabeza, con los ojos llenos de ansiedad. Saqué las cadenas; cuando cayeron al piso fue como si hubiesen agitado algo en el espíritu tranquilo de Curamalal. Abrí de par en par el portón. Salieron, pidiendo cielo, como en un torrente de plumas y arrullos que me tiró al suelo. Por encima de mi cabeza vi un mar de palomas, libres y salvajes, oscureciendo el monte. Adentro todavía quedaban otras cientos, en sus cajitas, inflando el pecho en potentes sonidos altaneros. Volví la cabeza hacia el auto y vi que de pie estaba Lorenzo Bianco, con los brazos abiertos mirando el cielo, colmado, sintiendo la brisa de los aleteos en la cara y el canto de sus palomas como una música recuperada después de mucho tiempo.
No pude sacarle explicaciones ni tampoco convencerlo de volver. Con gente amiga le acomodamos la casa, y lo instalamos con la compañía de una enfermera hasta el verano del 65, en el que murió a los ochenta y un años. Antes de que se vendiera todo, fui a mirar una vez más la casa y el galpón del teniente coronel Charles Whittlesey. No volví a ver ni una sola paloma.




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