Chimangos
Federico Santarcángelo
(relato premiado por la SADE filial Lomas de Zamora)
Cómo me hubiera gustado inventar una historia
como esta… Y empiezo así, con esa frase desconsolada, no como pidiendo
disculpas por no tener otra cosa que ofrecer que el relato de algo que pasó de
veras, sino como alertando a los que piensan que ya lo han escuchado todo.
La historia tiene dos partes. A la primera me
la contó una persona amiga, hace unos días nomás, en Montevideo (lo que son las
cosas: uno, que anda por ahí buscando estímulos que alimenten la imaginación,
puede llegar a sentir como un golpe directo al orgullo el hecho de que a
alguien más, alguien que puede vivir tranquilamente sin la menor intención de
escribir un cuento, tenga para contar una anécdota tan rica, tan simple y tan a
la vista). A la segunda parte… bueno, paciencia.
Por casi veinte años, y hasta que me jubilé de
la empresa eléctrica, estuve viajando todas las semanas a Montevideo. Hoy, con
menos obligaciones, y al menos una vez al mes, sigo viajando, pero para saludar
viejos amigos y para incentivar un poco mi nueva afición por la escritura
(todos saben que el paisaje, tarde o temprano, siempre da ideas). En el último
viaje me encontré con Manuel, amigo de un amigo, con el que hacía años no charlaba.
Ese día Manuel había empezado a hablar de las cosas de siempre: el Montevideo
de antes, los barcos nuevos, los trenes viejos (para mí que lo hacía para darle
otro gustito al mate y como justificando el encuentro con temas en común).
Pero, al rato, la charla por fin hizo nido en algo interesante y nos arrimó a
la historia de un tal Ramón: hombre solo, que había vivido sus últimos años
solo, que, encima, había muerto solo y al que, como coronación hiperbólica de
la soledad, el destino no había querido homenajear ni con la compañía de los
cenitales durante su responso: mientras lo velaban, un apagón general había
dejado sin luz a toda la ciudad. De eso (me refiero al apagón) me acuerdo,
porque a mí me habían encargado el arreglo de la central afectada. La historia
de Manuel empezó así:
–De la casita de Ramón, bueno…, no voy a decir
que era un rancho, pero era algo menos que humilde –explicó–. Sencilla, con
pocas cosas; cálida, digamos. Pero eso no siempre fue así. En su momento Ramón
había tenido una esposa joven y linda, compañeraza, con la que tuvo un hijo:
Víctor. Los tres vivían en las afueras de Montevideo, en una parte del campo
que viene a quedar como escondida. La casa, clavada entre dos elevaciones de
terreno que le hacían de escudo contra los vientos, podía verse de lejos. Yo lo
visitaba cada tanto. Pero después de lo que pasó se lo fue comiendo la tristeza
y no hubo forma de rescatarlo. Qué sé yo… cosas que tiene el cáncer. Un día,
Claudia, así se llamaba la señora, se sintió cansada; otro, con dolores; y una
tarde nos vimos, los que habíamos sido amigos, parados alrededor de la madera
humilde que la guardaba, en la casa de sepelios. A Víctor, el hijo, lo vi esa
tarde y nunca más. Creo que se fue a Buenos Aires, o a Santa Fe. Pero Ramón,
que no era ni joven ni religioso, sintió la pérdida como un final. Mirá lo que
es la vida: habían pasado cinco años, o siete, no sé… muchos años, porque
cuando uno es viejo y tiene cicatrices el tiempo se amontona, y arrasa y duele.
Pero, como te decía, un día me lo crucé en Cerro Norte: iba en bicicleta, con dos
bolsas como de maíz o de trigo. Me invitó a matear y a la semana me le aparecí.
No te voy a aburrir contándote el estado general de Ramón, pero para que te des
una idea era más o menos como el de la casa: dejado y gris. ¿Y sabés lo que
tenía adentro? Chimangos. Sí, los pájaros. Dos. Una pareja de chimangos que lo
vigilaban desde una cumbrera. De a ratos, Ramón estiraba la mano, soltaba un
puñadito de maíz, y los bichos bajaban y picoteaban del piso. Atendé: yo no sé
si esto es por sugestión o por fantasías mías, pero juraría que, durante las
dos o tres veces que los temas de la conversación derivaban en asuntos de la
familia, los chimangos se ponían nerviosos, estiraban las alas, chillaban, qué
sé yo. Según Ramón, los pájaros se habían entrado una tarde y ya no hubo forma
de echarlos. Bromeaba con que la casa ahora era de ellos, decía en chiste que
el que tenía que pedir permiso era él y cosas así. Contó, también, que por la
mañana les gustaba volar en círculos, como planeando sobre los vientos del río,
y que a la tarde ya se metían a la casa. Cuando me contaba esto, Ramón los
miraba como esperando que la pareja aprobara sus palabras. ¿Me creés si te digo
que le respondían con saltitos y cabeceos? Yo mucho interés no le prestaba
cuando me hablaba de los pájaros esos; en secreto y con pena me preguntaba si
en realidad no lo hacía para esquivar temas más importantes, como la
desaparición de su hijo… Del pibe no se supo más nada; el rumor, en esa época,
era que una cirrosis lo había consumido a los treinta y que Ramón supo del
desenlace por telegrama, semanas más tarde. No sé. Mirá, no quiero desviarme
del tema, pero escuché un día que Víctor había culpado a Ramón de la enfermedad
de la mamá. Ramón chupaba, eso lo sabemos todos… Andá a saber qué calvarios habrán
vivido en esa casa como para que víctor, un día, le haya encajado una trompada
como aquella al viejo. Pero ese es otro tema… –ahora la mirada de Manuel se
posaba en las columnas de humo que salían del mate, lentas hacia el techo, como
si pidieran quedarse un poco más para seguir escuchando–. Pero bueno, vuelvo a
lo que te estaba contando: en un momento Ramón me pidió que mirara con atención
las patas de los animales. Tenían un anillo cada uno. Se los había hecho él
mismo, de alpaca; de lejos me pareció que hasta estaban adornados con unos
firuletes. Y bueno, entre amargos y puchos se nos pasó la tarde y cuando ya se
hacía de noche me fui. Cuando salió Ramón a despedirme, atrás salieron los dos
chimangos: ¡parecían guardaespaldas! Yo me imagino que los tendría ahí para no
estar tan solo; cuando uno se entretiene, espanta por un rato a la muerte… Esa
fue la última vez que vi a mi amigo, porque por temas de trabajo yo estuve
viajando bastante y cuando me quise acordar el almanaque se había hecho finito
y el año ya era un recuerdo más de haber cinchado y de embromarse. De la muerte
de Ramón me enteré en lo del turco, el forrajero. Ramón había faltado dos
semanas seguidas al boliche y entonces el turco lo mandó a buscar. Calculan que
estuvo enfermo unos días y que si no pidió ayuda habrá sido de porfiado que era.
No sé… Atendé: dicen, los que entraron después, que los dos pájaros eran como
pilares, uno a cada lado de Ramón; y que hubo que sacarlos con un palo para
poder juntar el cuerpo, tan bravos se ponían cuando se le acercaban al muerto.
Qué cosa los animales, ¿no? Pueden ser fieles hasta en la muerte. Pero lo raro
no termina ahí. Mirá lo que es la vida: hay destinos que parecen estar marcados
por la desgracia. En el velorio de Ramón se cortó la luz. Hasta que trajeron
velas pasaron horas y lo más triste de todo es que la noticia del corte hizo
que la muerte del tipo no apareciera ni en el diario. Es como si se hubiera
muerto a escondidas; o, más que muerto, como si se hubiese escapado de la vida.
Eso te lo creo, ves: si lo pienso bien, él hubiera querido irse así, sin
barullo. Del famoso apagón que dejó a todo Montevideo a oscuras, bueno, al
final se supo la causa. Aunque yo de electricidad no entiendo nada (vos
seguramente sabrás bien cómo fue), supe por los diarios que la distancia mínima
entre dos cables de alta tensión había sido acortada por algún “agente de la
naturaleza”. A veces me da rabia pensar que esos “agentes”, una rama, el
viento, o andá a saber qué, hayan conspirado para decorar la muerte de Ramón
con la oscuridad, como si el tipo, que de amigos ya apenas tenía dos chimangos,
no se mereciera más que eso; pero otras veces pienso diferente: pienso que lo
dejaron irse a oscuras para que encontrara más fácil las dos estrellas que
había perdido.
Ahí Manuel interrumpió el relato, porque debe
haber visto mi cara de asombro. Y acá viene la segunda parte de la historia... Excitado
por la ansiedad de haber encontrado una coincidencia fantástica, dije:
–No… ¡No lo puedo creer! La semana del apagón me
habían mandado para acá para verificar lo de la falla. Cuando llegamos, mis
colegas encontraron, justo abajo de la torre de alta tensión quemada, los dos
bultos calcinados. Yo los envolví en un trapo y cuando los estaba por meter en una
bolsa me llamó la atención el brillito metálico…
Me saqué los dos anillos de alpaca que desde ese
día llevo en cada uno de mis meñiques y los hice rodar en la mesa para que
Manuel los viera. Ahora el asombrado era él, que con estupor leía, grabados uno
en cada anillo, los dos nombres del abandono.
No hay comentarios:
Publicar un comentario