martes, 4 de julio de 2017

Otros palacios


No sé en qué momento escribir se me volvió una molestia; resolver una idea, una carga. Sin embargo, sé que la paz viene después de todo eso, cuando la historia, finalmente, pasa a ser de todos y ya no me pertenece. ''Pensás tanto que te hace mal'', decía un viejo conocido. Ahora sospecho que tal vez algo de verdad hay en ese aparente disparate, y que los pensamientos pueden operar más allá del terreno de lo virtual y lo abstracto. De todos modos, he tenido que hacer el pacto, conmigo mismo, de no sentir el peso de la frustración como una derrota cuando no se me ocurre una salida satisfactoria al problema literario. Como no siempre puedo cumplirlo, y porque la vida sí siempre sabe cómo resolver una trama, recurro, culpable de miseria, a la narración de episodios reales, como el que sigue.
De esta historia me enteré por boca del mismo protagonista, hará cosa de tres años atrás, una noche en que la mucha ginebra y los pocos parroquianos en el bar Roma nos habían invitado a la intimidad. El narrador, un tal Antonio, se pidió la botella entera para no andar interrumpiendo la anécdota con el continuo desfilar del mozo. Como yo nunca salgo sin mi grabador de bolsillo (estas cosas, créanme, son la salvación de los desmemoriados y de los escritores de imaginación corta), no tardé en colocarlo disimuladamente sobre la mesa: se sabe que un buen cuento acecha en cada historia referida. Lo que escuchamos esa noche el mozo y yo, es la historia que viene:

 Lo que les voy a contar sucedió hace algún tiempo, el día en que la depresión de un amigo, Santiago, ya era un pesar para todos los que no podíamos rescatar al tipo de la gran tristeza o, quizás, el día en que alguien trajo la noticia de un tal doctor Oura que, al parecer, estaba en boca de todo el mundo gracias a un importante tratamiento que por poco lo salvaba a uno de morirse. La cosa estaba al borde de la clandestinidad, porque el doctor Oura no era un personaje público, y todo lo que se comentaba sobre él oscilaba sobre el terreno de la conjetura y el chisme de barrio. No faltó quien oportunamente preguntara "¿doctor en qué?". Lo que sí recuerdo es que la mañana que, agarrado con una chinche en la puerta, encontré el anuncio que prometía "una vida nueva, libre de pasados dolorosos", inmediatamente pensé en Santiago. El anuncio nombraba al mentado doctor y decía, en grandes letras de imprenta, que cualquier consulta solo sería atendida por teléfono. Pasaron días, tal vez una semana, hasta que se me ocurrió levantar el tubo para consultar... No soy amigo del teléfono, al momento de atender un llamado, o de tener que discar un número, siempre me arropa una vergüenza que probablemente oculta una pereza general por tener que conversar. Aburrido en casa, una mañana me comuniqué al número del anuncio. Tras un prolongado silencio, la bocina del teléfono comenzó a sonar... Al cuarto intervalo me tranquilicé, porque pensé que ya no atenderían, y me hundí más en el sillón mientras esperaba otro número par de sonidos para colgar. Alguien atendió. Me incorporé, tímido y asustado porque no tenía ninguna introducción preparada; con un profesionalismo forjado por la rutina, una voz femenina dijo "buen día, ¿el señor tiene turno? Bien, en ese caso lo agendamos para mañana viernes, 21.30, si no hay inconveniente. Bien, el doctor lo espera, adiós". Por no animarme a preguntar, o para no sonar agresivo, no pude evitar el compromiso. Ahora tenía una cita, y ni siquiera era yo el paciente. Durante toda la mañana del jueves olvidé casi por completo el tema del doctor y mi visita. Salí, cerca del mediodía, a caminar por la costanera, del lado de los álamos. Recuerdo, ahora no sin cierto candor, con qué horror me sobresalté al encontrarme ya en la calle y darme cuenta de que había olvidado mi cédula. La mente suele anclarse tan obstinadamente a ciertos momentos dolorosos que termina por marcar hitos en la vida, referencias que en la vejez terminan siendo, me digo, puntos de encuentro obligado con otros hermanos del dolor. A los momentos de paz, debo reconocerlo, todavía me costaba adaptarme. Tan en estado de alerta debo haber pasado madrugadas enteras que, ante la posibilidad de un buen sueño, mi cuerpo todo reaccionaba como desconfiando de una posible traición. Estas impresiones personales podrán parecer, a simple vista, cuestiones ajenas al relato, pero entiendo que no omitir las aparentes naderías de quien lo narra pueda acaso arrojar cierta luz a los complejos episodios que se sucedieron aquel año a propósito de mi amigo y del doctor; es más: para ser franco, pienso que, a cierta edad, uno (yo, al menos) ya no puede decir qué recuerdos le pertenecen verdaderamente.
El perfume balsámico de las ramas, que aquel día se agitaban en saludos amables por sobre la vereda, suele invitarme a la reflexión. Aquella mañana, sin embargo, mi mente no era capaz de tejer pensamientos elaborados. Por el contrario, se dejaba pasear por entre una colección de recuerdos arbitrarios. “Son como fotos a las que puedo volver cuando yo quiera”, me dije. Cuando llegué al club, vi que los muchachos estaban acomodándose alrededor de la mesa, sobre la cual el Gringo repartía platos, cucharas, vasos. Invitado a comer, no pude rehusarme. Los muchachos, por aquel entonces, sabían cómo hacer que uno perdiera el tiempo en debates que no conducían a ningún lado, pero que no evitaban, tampoco, intermitentes peleas y momentos amargos. Es que una vez que las reuniones volvieron a hacerse públicas, no había ejército que detuviera el caudal de pensamientos y de doctrinas, medio agarradas de los pelos, que se vertían en aquella mesa regada de vino y tapizada por el revés de barajas sucias. Después de la comida, me disculpé y volví caminando a casa.
La tarde ahora se desdibujaba y se perdía en colores anaranjados, en el hormigueo de personas anónimas, en la rutinaria coreografía citadina de replegarse y prepararse para la noche. Yo también creía que en aquel ejercicio de sentirme una pieza más de la gran maquinaria me asemejaba a todos los demás; y que al creerme diferente al resto de las personas por prestar particular atención a detalles insignificantes, estaba reforzando aquella semejanza. Sin embargo, al pasar frente a un viejo edificio de la calle Arcos, vi una aerografía sobre la puerta de un medidor de gas que reproducía una gran bota acordonada, censurada por una marcial cruz de color rojo. Recuerdo, también, que inmediatamente pensé en Santiago (que, para variar, había faltado a la comida con los muchachos) y recordé mi entrevista con el doctor Oura. Ahora, si pensaba en dicha entrevista, me sentía animado. “Tener un plan en mente, es dar por sentado que la vida durará un día más”, pensé.
Aquella tarde se fue rápidamente entre sorbidos desganados al mate y la música de la radio. Cerca de las ocho, me di un baño caliente, me vestí y salí hacia el consultorio. La puerta del edificio en donde atendía el doctor era de vidrios polarizados, con un portero eléctrico colmado de botones, con dos grandes palmeras a cada lado y la presencia, no menos vivaz que aquellas palmeras, de un hombre vestido de grafa y con una franela en el bolsillo que, al verme, preguntó:
–Viene a ver al doctor, ¿me equivoco?
–Eso creo –dije, medio desorientado.
–Veinticinco años parado en esa puerta, le aseguro que conozco a la gente que se acerca. ¿A qué hora lo citó Lucía?
–Sí Lucía es la persona que me atendió por teléfono, a las nueve y media.
–Tiene para un rato. Ahí, en el recibidor, va a encontrar unos asientos y una mesita con revistas.
Esperé hojeando unas revistas de las que solo disfruté fotos de paisajes campestres y de frondosos archipiélagos aislados, porque el resto estaba escrito en chino, o japonés, o algo por el estilo. Cada tanto, de la puerta desde la que yo “sería llamado por la chica”, salía o entraba alguna persona que saludaba con ademán al portero y se iba. Más de una vez jugué con la idea de que de la oficina solo salía gente ebria o torpe, a juzgar por el mal equilibrio de los pacientes o por el exceso de cera con la que el portero lustraba el piso. De todas ellas, una, que había entrado y salido en repetidas ocasiones y que acompañaba a las otras hasta el recibidor, era llamativamente atractiva (será “la chica”, pensé).
Efectivamente, la mujer atractiva era Lucía, que me llamó por mi nombre desde el umbral. Cuando por fin estuve en la oficina, noté la primera cosa que me extrañaría aquella noche: el escritorio, si así podemos llamarle, era una tabla que se sostenía por dos palos encerados, muy similar a la barra de un boliche. Sobre nuestras cabezas y colgando del cielorraso, adornaban la oficina unos banderines verticales con inscripciones en japonés (“kanjis”, según me enteraría más adelante). Algunos de esos banderines se hamacaban tan bajo que más de una vez los toqué con mi cabeza. Lucía, del otro lado de la barra, tomó asiento en una alta banqueta y, sacando un anotador de un cajón lateral, comenzó una suerte de interrogatorio.
–Bueno, no voy a hacerle perder el tiempo. Seguramente oyó muchas cosas acerca del doctor. Sepa, sin embargo, que nadie está acertado a menos que haya completado el tratamiento: resulta que el doctor no tiene lo que podemos decir una vida social tan participativa, no sé si me explico… En fin, aclaro esto para que me deje, en un principio, hablar sobre los procedimientos a los que el paciente será sometido. Puede tomar asiento. Esta primera entrevista entre usted y yo será decisiva para que el doctor pueda decir con acierto si accederá a atenderlo o no. El doctor Oura confía en mi criterio: “usted tiene olfato para esto”, me ha dicho más de una vez; aunque, por otro lado, no tiene miedo de ser crítico y de reprocharme que a veces me involucro más de la cuenta. ¿Café? –preguntó. Mientras tanto, destapaba una de las tantas botellitas de agua que desfilaban sobre la barra como si fuesen los centinelas de una media docena de libros apilados como al descuido.
Acepté el café y mientras lo endulzaba ya comenzaba mi interlocutora a escribir en su cuadernito todo tipo de impresiones acerca de mi persona. Tuve que interrumpirla para aclarar que el paciente no era yo.
–En ese caso, ¿por qué cree que su amigo accederá al tratamiento? ¿Puede usted responder con solvencia a estas preguntas en nombre de él?
–De eso se trata, justamente. Yo solo vi el anuncio, pero me gustaría antes que nada conocer acerca del “tratamiento”. ¿Es Oura un terapeuta? ¿Es un psiquiatra con trayectoria? –dije, haciendo un esfuerzo por resaltar mi escepticismo.
Lucía me miró tiernamente, ladeando la cabeza, casi con un gesto maternal. “Usted me cae simpático”, dijo. Y agregó:
–Antes que nada, le aclaro que el tratamiento es tan efectivo como irreversible. Cuente un poco más sobre su amigo.
–Se trata, puntualmente, de tristeza. Más precisamente de un recuerdo doloroso, conocido por todos los que lo frecuentamos alguna vez, y que pareciera resistirse a todo tipo de olvido o distracción. Para que se dé una idea, mi amigo llegó a decir que su recuerdo no era diferente al Zahir que describen en ese cuento famoso, algo que no puede sacar de su cabeza. Claro, si Oura puede tratarlo y mediante alguna terapia resolver el asunto…
–No es terapia. Oura es científico, no un mero psiquiatra. La psicología no es más que un semillero de ideas retrógradas comparado con el descubrimiento del doctor.
–Bueno, no se ofenda, pero si hablara más claramente yo…
–Simple –interrumpió nuevamente Lucía–. El doctor escoge el recuerdo que causa dolor, lo quita… Borra, como quien dice, una parte de la memoria de su amigo y en su lugar transplanta otra diferente, nueva y revisada. ¿Qué le parece?
De un momento a otro me sentí sumamente mareado. Los banderines que colgaban del techo se agigantaban sobre mi cabeza, vi el cielorraso cada vez más cerca y no faltó mucho para que me fuera al suelo. Lucía, que parecía haber previsto ese pormenor, se había adelantado a mi malestar y por sobre la barra me sujetaba de la solapa. “Tranquilo, unas preguntas más y estamos”, creo haberle escuchado decir.
Ahí, precisamente, es donde mi memoria flaquea. Recuerdo, o creo, haber contado los problemas de Santiago, la época difícil, el asunto con su hermana, pero todo eso como si lo hubiera dicho dormido. No tengo registro firme de cómo ni durante cuánto tiempo hablé. Sí recuerdo que, después de haber hablado, lágrimas inesperadas humedecían mis mejillas. Lucía parecía haber llorado también, pero todo aquello, a pesar de los esfuerzos que he hecho a lo largo de los años por recuperar con fidelidad los acontecimientos, lo recuerdo como si hubiera sido vivido por alguien más, o como si lo hubiese visto, embriagado, a través de un cristal empañado. Recuerdo, eso sí, la delicadeza con que Lucía me abanicaba mientras me reponía de mi llanto y cómo había hundido mi taza ya usada en un recipiente con agua espumante.
Ya de pie, observé que el cuadernito sobre la barra era una madeja de anotaciones, tachaduras, colores y flechas. “Muy bien, lo llamaremos”, dijo. Y antes de cerrar la puerta tras de mí, ya en tono confidencial, agregó: “le veo posibilidades… al doctor le gustan los desafíos”.
Como ya podrán imaginar, ahora no solo sabía menos que antes, sino que además tenía un compromiso con aquella gente. Yo me había dicho, años atrás, que nunca nada ni nadie volvería a tomar el control sobre mis decisiones, que el capitán de mi barco sería yo, y sin embargo ahí estaba, un tiempo después, dejándome arrastrar por una serie de compromisos de los que me hubiera desentendido con enorme placer. Muchas veces he pensado que ser dueño de nuestro destino implica el dominio de una naturaleza inasible, no del todo revelada. Nuestros recuerdos, sin ir más lejos, quizás formen parte de esa insobornable materia que nos remite una y otra vez a la misma colección de imágenes y de músicas que, llegado el momento, trazarán una línea entre nuestra libertad y nuestra dependencia al pasado. Todo esto lo pienso ahora, una y otra vez, al repasar los oscuros episodios a los que me dejé arrastrar por aquel anuncio publicitario. Si yo hubiera tenido que describirme, me hubiera pintado como una persona un poco más firme: ahora sé que soy débil y que por esperar una magia casual puedo soportar todo tipo de manipulaciones.
Una vez en casa, ya tarde, puse la pava al fuego. Mientras contaba las cucharadas de yerba que con paciencia volcaba dentro del mate, pensaba con algo de gracia que el recuerdo más nítido de aquella visita estaba conformado, decididamente, por el profundo color negro de los ojos de Lucía. Llevé las cosas a la cama y mientras disfrutaba del abrazo cálido de la infusión recorriendo la garganta, un pesado sueño me arrastró a los límites de la mañana siguiente.
Como no quise postergar el encuentro con Santiago, al mediodía lo cité en un bodegón del barrio, famoso por el puchero de los domingos y los abundantes platos de locro con los que celebraban alguna fiesta patria. Frente a la mesita de aquel lugar, sentados frente a una gran ventana opacada por el polvo y la sombra, traté de convencer a Santiago sobre los poderes curativos de aquel tratamiento. Lo hice, ahora lo confieso, menos por una fe ciega en la ciencia del doctor que por el deseo de desligarme de una vez por todas de todo aquel asunto. Le conté sobre el anuncio, sobre Lucía, sobre las banderitas del consultorio. Santiago escuchaba con la mirada puesta en el plato.
–O sea que el tipo extirpa, digamos, lo que yo quiero olvidar. Mirá vos, che… ¿Y vos te creíste todo eso?
–Lo que yo crea no importa, lo importante acá es que vos te dejes de joder de una buena vez y hagas algo por los años que te quedan de vida.
Con alguna seriedad que se le adivinaba en el ceño, Santiago desprendió la miga de un pedazo de pan y, mientras agrupaba con el dedo meñique las migas en la mesa, me miraba como desconfiando de mi buen juicio. Por último, dijo:
–Mirá, lo que se dice probar, he probado de todo. Vos fuiste testigo, viejo: pastillas verdes, rojas, jarabes, menjunjes que parecían la cura definitiva, terapias. En el último año le di de comer más a los curanderos y psiquiatras que a mis propios perros. Si te gusta, voy. Pero nomás por darte el gusto y para que veas que aprecio tu preocupación.
Listo, ahora todo dependía de la voluntad de Santiago.
Había pasado, días más, días menos, una semana cuando algo cambió para siempre el modo en que había previsto mi compromiso con el consultorio y con Lucía: un llamado telefónico, en el que reconocí la voz de la secretaria, dijo: “Lo espero hoy a las veinte, plaza de Los Conquistadores. Sea puntual”. Miré el reloj. Si me apuraba un poco, todavía tenía tiempo de ducharme antes de salir.
Deambulé por la plaza mientras se hacían las veinte. Minutos luego, bajo la copa de unos pinos irregulares y hacia el centro del lugar, reconocí la figura de Lucía. Estaba espléndida bajo aquella luz de mercurio con que los faroles bañaban los senderos empedrados de la plaza. Ya más de cerca, noté que el antebrazo derecho de la mujer estaba envuelto por una venda que lo cubría hasta el codo. Debo haberla mirado con sorpresa, porque se apuró a explicar su torpeza y cómo una caída accidental de regreso a su casa le había causado una fuerte lesión.
–Nada serio, es cuestión de unos días. Arde un poco, pero los huesos están sanos.
Caminamos del brazo, yo a su izquierda, hasta una glorieta que encerraba un aljibe y, en ese ámbito de confidencialidad, Lucía habló:
–A ver… Esto no es que sea de vital importancia para el tratamiento, pero voy a necesitar cierta información que el paciente, por sí solo, no es capaz de dar, no sé si me explico. Hablé con Santiago, su amigo. Ya firmó las planillas de legales y cedió derechos sobre parte de su memoria. Oura no es un improvisado, como verá. Esto es serio. Su ayuda, sin embargo, puede hacer la diferencia entre un resultado eficaz y uno brillante.
–Bien, ahora si me dice el motivo de la cita, se lo voy a agradecer.
–Sí, usted pensará que esto se lo podía haber dicho por teléfono. Tiene razón. Pero yo quería verlo, en persona, porque quiero que conozca algunos detalles sobre la intervención que Oura no me permitiría revelar dentro del consultorio. No es deslealtad hacia Oura, ojo. Pero usted me cayó bien, no sé si me explico…
–Usted también me cayó bien. De hecho, espero que no tome como un abuso de confianza si le digo que estuve pensando en volver a verla –sentí que me precipitaba en la revelación–. Hubo cosas, la vez pasada, que…
–Sí, ya se irá enterando. No se apresure. Ahora tengo que volver al consultorio, pero voy a llamarlo. No me mire extrañado –su sonrisa, ahora, era de una simpatía magnánima–, sé de usted más de lo que recuerda haber contado.
Después de eso, apoyó su mano libre en mi pecho y agregó:
–Confío en que usted nos ayudará –cerró la frase con una sonrisa fresca y, en un impulso que no preví, me besó en la boca–. Adiós.
No sé explicar bien lo que sentí al volver a casa; con irónico encono hacia mí mismo, me comparaba con una marioneta cuyos hilos eran tirados por una mano invisible, ajena a mi voluntad. Yo no quería ningún tipo de compromiso, ni con el doctor, ni con Lucía. Aquella noche reflexioné, por primera vez, que si todo aquello era cierto, a lo mejor no solo la salud de mi amigo estaba en peligro, sino que también mi propio juicio podía verse amenazado por el accionar de un psicópata que tal vez nos estaba usando como a conejos de laboratorio. Para ser sincero, después de toda esa preocupación vino una meseta de alivio en que me dejé arrastrar por la fantasía de volver a encontrarme con Lucía. Ese fue mi último pensamiento antes de quedarme dormido.
Me despertó, a la mañana siguiente, el timbre del teléfono. Porque de mis manías era de lo único que me sentía realmente dueño, lo dejé sonar cuatro veces antes de atender. Era Santiago:
–¿Qué hacés, viejo? Atendé, estuve en el consultorio del Japonés… Capaz que tenés razón, che. Parece prometedor.
–¿Lo conociste a Oura?
–Al tipo no lo vi, me atendió una piba. Habló bastante, medio que me convenció.
–¿Entonces?
–Entonces la tengo que ver el jueves que viene, por la tarde, para la segunda sesión. Son tres en total, pero la primera fue para hacer unos chequeos previos. No es caro, y tengo garantía. Atendé otra cosa: capaz que te llaman, el tratamiento necesita de un “paciente de apoyo”. Por confianza, yo te anoté a vos.
Como no supe qué responder, le dije que estaba contento por él. Por dentro, temí que si algo malo pasaba pudieran reprocharme alguna cosa.
A las pocas horas, recibí un segundo llamado. La voz de Lucía habló con entusiasmo:
–Ya tenemos todo listo, si puede pasar el jueves por lo del doctor…
–Ese día no sé si puedo –inventé–, a lo mejor…
–El jueves a las siete de la mañana, lo espero. Adiós.
Aquel día apenas desayuné unos mates con tostadas. Junto a la puerta del edificio en donde atendía Oura, el portero repasaba con esmero una barandita de acero. Al verme, pareció alegrarse y me hizo pasar.
Mientras esperaba en la salita, miraba al portero allá afuera y por un momento (vaya uno a saber si inducido por una de las fotos de aquellas revistas, que mostraban una base de la marina en una isla del Japón, o acaso por el oportuno y estridente sonido de un auto que frenaba con violencia allá en la calle) creí confundir el verde de su traje de grafa con el del uniforme militar. Experimenté una suerte de taquicardia, una palpitación que no era la primera vez que sentía. Esas impresiones, tan empapadas de ansiedad y que ya creía superadas, volvían cada tanto para poner en jaque la sentencia que afirma que el tiempo cura todas las heridas. Supe que estaba nervioso por la entrevista, y para calmarme caminé por el corredor hasta que escuché la voz de Lucía invitándome a pasar.
Mientras se las ingeniaba para preparar un café, me contó sobre la entrevista con Santiago y el entusiasmo del doctor. Dijo que, al parecer, el tratamiento sería favorable y que el paciente se había mostrado entusiasta. Dijo, también, que la última intervención sería llevada a cabo el lunes siguiente, y que necesitaba de mi presencia en el consultorio. Que allí nos encontraríamos los tres, Santiago, ella y yo, para finalizar el tratamiento. Después, mientras endulzaba el café, dijo:
–Bueno, acá viene la parte confidencial. La vez pasada le adelanté algo, en la plaza, aunque usted debe haber quedado confundido. Resulta que el paciente nunca termina de conocer todo acerca del procedimiento, no sé si me explico… Eso, en parte, es lo que determina el éxito de la operación. Oura piensa que no es necesario revelarlo todo, pero yo quiero que usted lo sepa, por si pasa algo.
–¿Algo como qué? ¿Usted está desconfiando del doctor?
–Del doctor no… Mire, es complicado de explicar. Pero yo confío en su predisposición, y en que me dará una mano con Santiago. Usted tiene que saber cómo funciona el proceso, por si el día de mañana surge algún imprevisto.
Acto seguido, se sentó junto a mí y, en una libretita, empezó a hacer dibujos y a garabatear fórmulas que no entendí. Explicó que Oura había descubierto, años atrás, que en uno de los nervios del sistema nervioso central se esconde el conductor (creo que dijo “la autopista”) de la memoria, y que había logrado, mediante un procedimiento totalmente original, aislar esos impulsos y guardarlos para su posterior implante.
–Todo esto se lo explico para que lo entienda, pero créame que fueron décadas de pruebas y de muchos errores… Finalmente, descubrí, mejor dicho Oura descubrió, que mediante la estimulación de ese nervio lograba la apertura para poder quitar o agregar los nuevos planos de conciencia. En fin, toda una novedad que algunos no creen posible. Esta controversia le valió el abandono de su ciudad natal, Nagasaki, de la que huyó hace ya un tiempo. Pero bueno, lo que importa ahora es saber si usted está en condiciones de entender de qué consta el tratamiento que recibirá su amigo, si me ayudará a que esto llegue a buen puerto, y si firmará, en este momento, estas planillas y legales.
A continuación, habló de Ebbinghaus, de hipermnesia y dismnesia, y otras mil cosas más que no pude seguir. Después me preguntó si yo estaba dispuesto a aprender una serie de procedimientos operacionales, haciéndome responsable de la salud de mi amigo. Oportunamente dije que no, y estuve a punto de salir corriendo del consultorio. Evidentemente, Lucía notó mi fastidio y dijo como si hablara para sí:
–O sea que usted no va a aprender nada… Una lástima, habrá que buscar otro modo. Bueno, por ahora firme estas planillas, así seguimos con el tratamiento de su amigo como corresponde.
Acepté sin objetar, porque íntimamente deseaba que toda esa locura terminara pronto. Lucía recogió el papelerío en una carpeta y guardó todo en un cajón.
–Bueno, lunes a la misma hora –apenas me miró–. Sea puntual, por favor.
Llegó por fin el día pactado. Lucía me esperaba con la puerta del consultorio entornada. Acepté un café y un tiempo más tarde ya estaba despertando en una amplia camilla de blanca pulcritud.
–El pulso está bien. Reflejos… bien.
–¿Segura que se va a poner bien? –dijo una voz masculina.
–Claro, mejor que nunca.
Yo no sé por qué identificaba la voz de ese interlocutor con la de mi amigo. De todos modos, en mi estado de confusión placentera, similar a lo que se siente cuando se está volviendo de alguna anestesia fuerte, pensé que esa voz tal vez era la de Oura, y que finalmente yo iba a conocerlo. Cuando volví a ser dueño de mi voluntad, vi a Lucía ir y venir con un cuadernito en la mano. En la habitación no había nadie más.
Me senté en la camilla y traté de mantener el equilibrio. No intenté ponerme de pie, porque ya adivinaba la debilidad de mis piernas. Con un saltito, Lucía se sentó en la camilla a mi lado. Bueno, por ahora le voy a pedir que se relaje y que no pregunte nada. Todo le será revelado a su momento, por escrito si es necesario. Por ahora déjeme felicitarlo, porque el tratamiento de Santiago ha sido exitoso, y todo se lo debemos a usted.
–¿Dónde está Santiago? ¿Adónde se fue el doctor? No veo luz en la ventana, ¿qué hora es?
–Tranquilo, por favor. Vaya a su casa, mañana lo contactaremos para hablar mejor. Pero no se olvide que usted hoy fue el protagonista de una hazaña sin precedentes. Estoy orgullosa de usted –me besó en la mejilla y me ayudó a ponerme en pie.
Los días posteriores traté de no ver a nadie. Al Gringo lo crucé cerca de casa y le dibujé mil excusas para no aparecer por el club, ni ese día ni los que siguieron. No quería ver a nadie, ni hablar con nadie. De repente era como si salir de casa me diera miedo, pero no un miedo como el que sentí durante décadas, a propósito de lo que habíamos vivido la familia de Santiago y la mía, especialmente con la aparición del cuerpo de su hermana en aquel descampado, sino un miedo como a lo externo, miedo a estar bajo la luz del sol, cerca de los edificios, miedo a que las estructuras se desplomaran sobre mi cabeza. Es raro, lo entiendo, pero si quisiera ser exacto tendría que decir que había cambiado un miedo por otro. Por las noches, ya no me preocupaba tanto por cerrar la puerta con todas las trabas; sí, en cambio, por tener siempre cerca botellitas de agua. Muchas veces el cuerpo me pedía dormir en el suelo, cosa que realmente me sentaba de maravilla…
Yo no hubiera sabido juzgar los efectos del tratamiento, porque ni yo mismo recuerdo con fidelidad todo lo que se dijo en aquel consultorio, pero cuando estuve a punto de convencerme de que todo era ridículo, me encontré con Santiago: Había estado llamando a casa, según parece, para aclarar algunas cosas y para despedirse antes de un viaje importante, “de negocios”, y era de “vital importancia” despedirse del tipo que le había cambiado la vida para siempre. Acordamos una hora, en un bar. Yo ya sabía que no iba a asistir; tal vez por eso, porque Santiago me conoce bien, unas horas antes se me apareció en casa:
–¡Hola, viejito! Permiso, che.
–Pasá –dije resignado.
–¿Ahora usás sandalias para andar en casa? Permiso –dijo, mientras separaba una silla para ponerse cómodo–. Antes que nada, te quiero agradecer, y felicitar… Lucía no sabía cómo iba a resultar todo esto, pero tuvo buen olfato, como le digo yo siempre. Ya sé, calmate que a eso vine –dijo, mientras mostraba la palma de su mano en alto–. Te quería contar que esto, según cálculos de Lucía, nos benefició a los dos, casi por el mismo precio.
–¿De qué hablás?
–Me curaste, hermano. Aquel día, en el consultorio, me operaste como un profesional. Tengo una vida plena. En un principio, Oura tuvo sus dudas, pero una situación extraordinaria hizo necesario un método extraordinario… Resulta que yo ya había tenido una primera sesión, y una vez que eso pasa, las que le siguen no pueden hacerse esperar más de lo pactado. Como el doctor se había lastimado un brazo, no iba a poder operar en condiciones. Entonces, Lucía hizo un transplante momentáneo de la memoria profesional de Oura, cosa mucho más sencilla que la intervención que me esperaba a mí, y la depositó en tu memoria. Ojo, ella antes quiso enseñarte, pero te notó tan espantado que no encontró alternativa. Así, del mismo modo en que Oura llevaba un par de años viviendo en Lucía, por unas horas estuvo en tu cabeza, el tiempo justo que duró todo el asunto de mi operación… Ojo, no le quitemos mérito a Lucía, que te secundó en todo momento. Ella tuvo que manipularte un poco, viste cómo son las mujeres, para que vos accedieras, no sé si me explico. Por otro lado, vos sos el único que siempre mereció mi confianza… Yo, por ahora, vengo de diez. Mirá lo que te digo: estoy haciendo cosas que pensé que no iba a poder hacer más: salgo a comer afuera, la semana pasada nomás estuve con el Gringo y los muchachos, salgo a caminar, paseo a los perros, qué sé yo… Y con Lucía estamos bárbaro.
–¿Estás con Lucía?
–Lo que vino después, para ella, en parte fue como sacarse un peso de encima. Ojo: fue algo que decidimos los dos, hace unos días nomás. De paso te pido que me felicites, viejo –dijo abriendo los brazos–: estás frente al mismísimo doctor Oura. El mes que viene nos instalamos en un nuevo consultorio, más grande, con mejor luz. De a poco le voy tomando la mano.
Se puso de pie y agregó:
–Por ahí nos vemos la otra semana. Lucía me espera. Cuidate, viejo.

Aquí termina el relato de Antonio. Los que lo escuchábamos habíamos quedado con esa expresión de incredulidad que hace que tipos de mundo parezcan estúpidos. Para rescatarnos de tal estado, Antonio agregó unos detalles más, como para darnos el tiempo de asimilar la anécdota. Contó, entre otras cosas, que el Oura original había sido un investigador que vivió hasta el año 1957 en Nagasaki, ciudad que abandonó, como tantas otras, para instalarse en Corea, y que de ahí había ido saltando de país en país. Al conocer a Lucía, la más aplicada de sus discípulas, no tardó en darse cuenta que sería ella la indicada para extender su trabajo por encima de la frontera que representaba, para un hombre de casi ochenta años, la edad y los achaques.
–¿Y vos cómo estás? –preguntó el mozo.
–No, yo estoy fenómeno. Lo que sí, hay veces (no siempre eh, a veces nomás) que me despierto a la noche como aturdido. Es difícil de explicar, pero sueño con una enorme bola de fuego que me deja ciego, que me quema la piel, y enseguida me levanto a tomar agua. No sé… Como si una gran explosión me sacara del sueño para dejarme angustiado. Por lo demás, no me quejo: la ansiedad y los miedos, vaya uno a saber por qué, se fueron para siempre.


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