El varnam
El varnam, como se sabe, es
probablemente uno de los bailes más complejos que existen. No solo por las
difíciles combinaciones de pies, sino, además, por la sutil intención, propia
de la naturaleza de esta danza, que obliga a los ejecutantes a mantener una
concentración y un compromiso con la interpretación pocas veces visto.
En mi país se baila el varnam;
pero, como sucede con este tipo de bailes, los que lo bailamos somos pocos. Tan
pocos que casi formamos una pequeña cofradía en la que se destacan la envidia,
los celos, las críticas y una carrera invisible pero latente por imponer cada
cual su punto de vista como doctrina absoluta. Claro, el público en nuestras
funciones es, casi siempre, el mismo: alumnos, amigos y una gran cantidad de
colegas que asiste menos por el disfrute del varnam que por el secreto deseo de
saber quién es mejor.
Todo esto, ya lo imaginarán
ustedes, nunca se habla entre nosotros (nunca se sabe quién es de confianza),
pero es una realidad que ha derivado en un hecho curioso: la asistencia a los
espectáculos de varnam es una posibilidad para demostrar la vanidad de los que,
luego del espectáculo, se florean en decoradas explicaciones y lustradas críticas
sobre los detalles que gustaron, sobre los pasos que no salieron bien, sobre
los vestuarios mal combinados o el poco criterio de los bailarines para montar
un espectáculo sin el nivel de estudios mínimo y necesario (y casi nunca suficiente).
Todo esto demuestra, para decirlo de una buena vez, que asistir a un show de
varnam ha dejado de ser la posibilidad de disfrutar de un arte tan antiguo y
tan misterioso y se ha convertido en una ocasión para colmar el debate
posterior de salvajes autorreferencias y egocentrismo.
Por eso, en nuestro último show, mis
compañeros y yo quisimos salvarnos (al menos por una vez) de esa miseria y se
nos ocurrió lo que llamamos el “varnam subjetivado”. La idea nació del deseo
primitivo e inocente de querer ofrecer un espectáculo a la medida de todos los
asistentes, y su mecánica era más o menos la siguiente: Se iniciaba la noche
con un instrumental y, casi de inmediato, yo interrumpía las armonías trazadas por
el citarista para preguntarle al público, a viva voz, si la melodía era de su
agrado o si necesitaba de una mayor intensidad. No faltaron aquellos que, desde
las últimas filas, confesaban haber sentido esa necesidad de intención; entonces,
el citarista se perdía en fraseos intensos y vibratos exquisitos. Al comenzar el primer cuadro, en el que cuatro
de nosotros ejecutábamos una pieza a compás de tambores, otro compañero
recorría el auditorio para saber si los vestuarios habían sido bien escogidos.
Ante una discusión en la primera fila entre dos colegas, no dudamos en detener
el baile y escuchar quién de los oradores tenía más razón, si el que opinaba
que los trajes eran demasiado coloridos o si el que, reforzando su opinión en
el hecho de haber visitado la
India dos veces, opinaba que el vestuario era correcto y
hasta elegante.
A la mitad del espectáculo,
preguntábamos qué pensaban de los pasos elegidos, si era muy evidente la
adhesión a determinadas escuelas y maestros y si se notaba el esfuerzo y la
destreza de los bailarines en los episodios narrados mediante los movimientos.
La noche se estiró hasta entradas las primeras luces del día. En todo el
espectáculo hubo cientos de intervenciones, y todas fueron escuchadas.
Finalmente, nuestro equipo pudo satisfacer a la mayoría del público que salía
de la sala con el ego satisfecho y, ya lo adivinarán, con una extraña sensación
de no haber visto nada.
Ahora sospecho que en algún
momento mis colegas deben haber olvidado lo que los acercó al varnam, esa
fuerza invisiblemente poderosa que como un torrente se queda a vivir en la
sangre para siempre y nos hace artistas, poetas y escultores de imaginativas
secuencias que duran lo que dura el baile; menos preocupados por atender a esa
magia, han usado al arte como instrumento de protagonismo y, lo que es peor,
han olvidado que la verdadera y elevada aspiración artística está en la
ejecución, y no en la crítica.
Yo, por mi parte, comparto la
opinión de mi compañero que aquella noche, medio resignado mientras apagaba las
luces de la sala, me dijo “al final, todos muy contentos… pero me parece que
para complacer a todos, hubiera alcanzado con bailar para mí”.
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