miércoles, 22 de marzo de 2017

El varnam

El varnam, como se sabe, es probablemente uno de los bailes más complejos que existen. No solo por las difíciles combinaciones de pies, sino, además, por la sutil intención, propia de la naturaleza de esta danza, que obliga a los ejecutantes a mantener una concentración y un compromiso con la interpretación pocas veces visto.
En mi país se baila el varnam; pero, como sucede con este tipo de bailes, los que lo bailamos somos pocos. Tan pocos que casi formamos una pequeña cofradía en la que se destacan la envidia, los celos, las críticas y una carrera invisible pero latente por imponer cada cual su punto de vista como doctrina absoluta. Claro, el público en nuestras funciones es, casi siempre, el mismo: alumnos, amigos y una gran cantidad de colegas que asiste menos por el disfrute del varnam que por el secreto deseo de saber quién es mejor.
Todo esto, ya lo imaginarán ustedes, nunca se habla entre nosotros (nunca se sabe quién es de confianza), pero es una realidad que ha derivado en un hecho curioso: la asistencia a los espectáculos de varnam es una posibilidad para demostrar la vanidad de los que, luego del espectáculo, se florean en decoradas explicaciones y lustradas críticas sobre los detalles que gustaron, sobre los pasos que no salieron bien, sobre los vestuarios mal combinados o el poco criterio de los bailarines para montar un espectáculo sin el nivel de estudios mínimo y necesario (y casi nunca suficiente). Todo esto demuestra, para decirlo de una buena vez, que asistir a un show de varnam ha dejado de ser la posibilidad de disfrutar de un arte tan antiguo y tan misterioso y se ha convertido en una ocasión para colmar el debate posterior de salvajes autorreferencias y egocentrismo.
Por eso, en nuestro último show, mis compañeros y yo quisimos salvarnos (al menos por una vez) de esa miseria y se nos ocurrió lo que llamamos el “varnam subjetivado”. La idea nació del deseo primitivo e inocente de querer ofrecer un espectáculo a la medida de todos los asistentes, y su mecánica era más o menos la siguiente: Se iniciaba la noche con un instrumental y, casi de inmediato, yo interrumpía las armonías trazadas por el citarista para preguntarle al público, a viva voz, si la melodía era de su agrado o si necesitaba de una mayor intensidad. No faltaron aquellos que, desde las últimas filas, confesaban haber sentido esa necesidad de intención; entonces, el citarista se perdía en fraseos intensos y vibratos exquisitos. Al comenzar el primer cuadro, en el que cuatro de nosotros ejecutábamos una pieza a compás de tambores, otro compañero recorría el auditorio para saber si los vestuarios habían sido bien escogidos. Ante una discusión en la primera fila entre dos colegas, no dudamos en detener el baile y escuchar quién de los oradores tenía más razón, si el que opinaba que los trajes eran demasiado coloridos o si el que, reforzando su opinión en el hecho de haber visitado la India dos veces, opinaba que el vestuario era correcto y hasta elegante.
A la mitad del espectáculo, preguntábamos qué pensaban de los pasos elegidos, si era muy evidente la adhesión a determinadas escuelas y maestros y si se notaba el esfuerzo y la destreza de los bailarines en los episodios narrados mediante los movimientos. La noche se estiró hasta entradas las primeras luces del día. En todo el espectáculo hubo cientos de intervenciones, y todas fueron escuchadas. Finalmente, nuestro equipo pudo satisfacer a la mayoría del público que salía de la sala con el ego satisfecho y, ya lo adivinarán, con una extraña sensación de no haber visto nada.
Ahora sospecho que en algún momento mis colegas deben haber olvidado lo que los acercó al varnam, esa fuerza invisiblemente poderosa que como un torrente se queda a vivir en la sangre para siempre y nos hace artistas, poetas y escultores de imaginativas secuencias que duran lo que dura el baile; menos preocupados por atender a esa magia, han usado al arte como instrumento de protagonismo y, lo que es peor, han olvidado que la verdadera y elevada aspiración artística está en la ejecución, y no en la crítica.
Yo, por mi parte, comparto la opinión de mi compañero que aquella noche, medio resignado mientras apagaba las luces de la sala, me dijo “al final, todos muy contentos… pero me parece que para complacer a todos, hubiera alcanzado con bailar para mí”.



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