Fumar
La
habitación era estrecha, de maderas tersas y algo coloradas, balsámica,
luminosa cuando se le abría de par en par la ventana. Algo tenía de
reconfortante; pero también de ataúd. De noche, sobre todo si el clima era
frío, inducían el sueño furtivos crujidos amables que dividían la madrugada en
capítulos de beatitud.
A veces la extraño, sobre todo por la carga
sentimental que me representaba ese ámbito construido con mis propias manos.
Hasta el modo de dormir era distinto en aquella habitación, pero principalmente
el modo de soñar, y es precisamente de esto de lo que quiero hablarles. En
aquel entonces (lo recuerdo por el calor y por el perfume en el aire que
anunciaba las vísperas de la navidad), durante días me asaltó el mismo sueño
recurrente: un hombre que fumaba. El hombre, acodado en la ventana, perdida la
mirada en el horizonte nocturno, baja la cabeza, atento el oído a mis
intervenciones, fumaba; elegantemente fumaba unos largos cigarrillos de fuerte
tabaco aromático. Nunca me respondía; en cambio, fumaba… Lo perturbador llegaba
con la mañana, porque no lograba despertar sin el insistente olor a humo
impregnado en las maderas y en las cortinas. Clara se quejaba, pero un día fue
terminante: “o le decís que acá no se fuma, o me voy a dormir a lo de mamá”.
La mudanza de Clara fue breve y en primavera, de
noche. Hordas de trémulos grillos nos aclimataron la despedida, también breve.
“En cuanto logre razonar con el amigo, te llamo”, le dije, y segundos más tarde
el taxi se alejaba por un triste punto de fuga que se abría entre los naranjos
de la vereda y el final de la calle. La tos que me asaltó me impidió precisar
si las lágrimas eran realmente por clara.
Esa noche traté de dormirme con la convicción de
ser firme y terminante. No tardó en aparecer el amigo de las noches, con su
traje satinado y sus ademanes de señor. Lo vi encender el cigarrillo, besarlo
apenas con sus labios, sentir el cálido abrazo de la combustión en su pecho y
exhalar plácidamente la tibia dulzura de la hoja quemada. Creo que por primera
vez en tanto tiempo levantó la mirada y, por debajo del ala de su sombrero, por
detrás de la nube grisácea, reconocí los ojos de mi abuelo. Nos miramos por un
tiempo; el abuelo exhaló de nuevo, y me extendió un cigarro. En vano repetí que
yo no fumaba, porque la mano seguía ahí, servicial (elijo esa versión, pero
ahora, sin embargo, dudo si no fui yo el que en realidad le arrebató el paquete
y le sacó uno del montoncito). La primera bocanada me pareció un infierno: el
calor entre mis dedos, las lágrimas en los ojos y la tos me parecieron, en
principio, desagradables. Pero, como era de esperarse, al poco tiempo ya
fumábamos sincronizados como engranajes; él con firmeza, yo como si recuperara
un hábito olvidado. Aun estando en un sueño recuerdo haber pensado en la imagen
de grandes chimeneas nocturnas entibiando el mundo. Me desperté sintiendo el
típico olor a humo, el recurrente sabor a tabaco en la boca, pero vestido de
felicidad: por fin, después de tantos años, había recuperado la cara y el gesto
grave de mi abuelo, que nos había abandonado en la navidad de un año ya perdido
para siempre, entre el dolor disimulado con estoicismo y la vergüenza de sentirse postrado y débil; a fuerza de voluntades yo había sabido alejar esos últimos
días de agonía de mi memoria (pero el esfuerzo era mayor cada vez que un árbol
iluminado, un adorno colorido o el aroma de la vainilla del pan dulce amenazaban
con anclarme al recuerdo final de quien había sido mi héroe).
“Creo que voy a poder resolverlo”, le dije a
Clarita por teléfono y esa noche me acosté más temprano, tan ansioso por fumar
junto a mi abuelo me encontraba. Tal como lo esperaba, apareció. Buscó en el
paquete otro cigarrillo, pero su ceja enarcada me dijo que solo quedaba uno,
que me apuré a encender yo. Mientras lo fumaba, noté que mi abuelo, acodado en
el marco de la ventana, por fin hablaba:
–Fumar no hace nada bien; pero fumar dormido, y en
una pieza como esta, menos.
–Yo ya no fumo, abuelo. Y creía que vos tampoco.
–Fumo ahora, para vaciarte los paquetes. Pero dejá
de embromar de una vez, que Clara es más importante.
De repente lo perdí entre nubarrones grisáceos. Mi
cuerpo se incendiaba por dentro, como si corriese a través de un túnel oscuro y
crujiente que me asfixiaba; todo el ámbito era como un féretro sobre brasas…
Recuerdo la carrera hasta la planta baja, el intento inútil por salvar unas
cosas que Clara atesoraba en una cajita, el fuego masticando mi habitación y
visto desde la calle. Creo que la última visión que tengo de la casa es la del
árbol de navidad orquestando con indiferencia su trama de luces entre el humo
espeso.
Fue uno de los bomberos el que me dijo, más tarde,
que había encontrado la colilla del cigarro entre los restos de la cama. En
nuestra nueva habitación (en la que entibiamos la cama hace ya casi un año)
hemos estado bastante cómodos; como episodio aislado diré que solamente anoche,
y después de tanto tiempo, nos despertó de súbito una incomodidad. Apagué, por
las dudas, las luces del árbol; pero ese no era el problema. Juro que abrimos
las ventanas y todo, pero de algún lado, tal vez de algún segmento vecino,
insistía en filtrarse un débil hilo de invertebrado humo gris. Pero lo que nos
llamó la atención fue el olor, sobre todo el olor; como de cenizas de tabaco.
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