viernes, 3 de agosto de 2012


Segunda parte 
Cipriano siguió contando:

Una tarde Lucero llamó a los dos hermanos. Con los ojos entornados se reincorporó en la cama y con voz firme pidió al mayor que le hiciera el favor de contar cuantos pasos había desde la puerta del patio hasta el final de la medianera. Manuel miró a Pascasio con preocupación, pero para no contrariar al padre cumplió la orden sin hacer preguntas. Cuando volvió, se acercó a la cama y mientras se arrodillaba para hablar, Lucero susurró:
–Treinta y tres pasos ¿no?
Manuel asintió y repitió la respuesta. Efectivamente había contado treinta y tres pasos. El viejo sonrió satisfecho y se quedó dormido.
En las semanas que siguieron hubo muchos episodios como aquél. Una noche Lucero había hecho levantar a Pascasio para corroborar que hasta el almacén de la esquina había ciento cuarenta y dos pasos. Una escena como esta puede resultar ridícula. Pero inmediatamente deja de serlo cuando hay al menos una persona honesta (como Pascasio, como Manuel) capaz de dar fe de que el viejo jamás se equivocaba. Era como si su mente, inutilizado ya el cuerpo, hubiera adquirido la misteriosa agilidad de imaginar y de calcular los espacios con exacta precisión. Pero el viejo no calculaba en metros, ni en leguas, ni en millas… Lo hacía en pasos. En pasos de alambrador. Toda una vida de oficio habían hecho de su cuerpo una máquina de medición humana, a tal punto que, durante el tiempo que duró su postrera horizontalidad, no le era necesario recorrer la distancia para calcularla. Le bastaba la imaginación de dos puntos distantes para recorrerlos en su plano mental y traducir un número preciso de pasos.
El asombro de los hermanos se fue transformando en curiosidad y finalmente en un enigma cotidiano. Lucero, al menos una vez por día, calculaba una distancia. Una tarde de agosto recordó un trabajo que le había hecho a un tal Velázquez y pudo concluir que, durante aquella jornada, había dado, hacía unos veinte años, doce mil setecientos quince pasos.
Otras veces daba cifras de espacios recorridos en lugares de los que ninguno de los presentes había oído hablar jamás. En una ocasión dijo que desde su cama de pupilo hasta el portón de no se qué asilo había treinta y dos pasos; que desde los brazos de su madre hasta la cama en que en ese momento agonizaba, había solo uno. Nadie podía corroborar la primera cifra pero atribuyeron a la fiebre la segunda.
El hecho de que un anciano fuera capaz de esas hazañas no es menor, pero tampoco lo fueron las sucesivas y agotadoras noches en que, confundido por el delirio o las pesadillas, Lucero confundía personas, nombres propios y momentos de su vida. Pienso que no son menores, porque en ese otro mundo paralelo que la mente recrea se deja adivinar una vuelta al paraíso. Durante el momento en que sus ojos de chico parecían asomarse a otros tiempos lejanos, la paz en el rostro hacía pensar que Lucero se encontraba en un plano intermedio entre la vida terrena y el cielo que prometen los hombres de fe. Si es cierto que Lucero pudo vivir, a un tiempo, entre el cielo y la tierra, es porque quizás así lo determinó el Divino Propósito. Miguel de Unamuno escribiría hacia 1911:

Es revivir lo que viví mi anhelo,
y no vivir de nuevo nueva vida

Es decir que otra de las formas del paraíso bien puede ser la memoria: el acto de revivir los tiempos en que fuimos felices para el deleite del espíritu. Un cielo perfecto, pensamos los hombres, sería aquel en que no se nos negasen aquellos placeres de los que gozamos en vida. Así un soldado dijo alguna vez “en el cielo, me gustaría participar a veces en una guerra, en una batalla”[1].Quien sabe qué antiguas canciones recordaba Lucero en aquellos lapsos. ¿Quién nos podrá decir qué juegos, qué caricias, qué complicidad fraternal estaría reviviendo aquel hombre cansado?
Una mañana Pascasio y Manuel entibiaban leche para el desayuno de Lucero. Manuel, como otras veces, lo despertaba entonando bajito alguna canción olvidada que su padre completaba con alguna dificultad. Lucero, aquella mañana más que otras veces, parecía desentenderse del mundo. Parecía no comprender la melodía y sus ojos simulaban estar viendo otras cosas, en otros lugares. Repetía palabras, hablaba en voz baja como para sí mismo, se reía con la ternura de los recién nacidos. Ninguno de los hermanos fue capaz de interrumpir aquella dicha porque, mientras duraba, ellos también eran felices y si la agonía de la vejez había privado al anciano del goce en este mundo, una voluntad ajena se la prodigaba en aquél otro, a su complejo modo de recuerdos y de olvidos.
Para la hora del mediodía, el anciano había recobrado una mínima voluntad. Los hijos lo rodearon, con firmeza le sostuvieron las manos y en ese ámbito de amor y de sacrificios se le oyó decir, como desde muy lejos, que ya no había pasos que midiesen las distancias a uno y otro lado del portal. Con esas palabras entregó su vida como una ofrenda de gratitud. Lucero había muerto.
Cuando Pascasio terminó la historia, con humedad en los ojos me miró largamente en silencio. Yo, que siempre creí que había palabras para todo, no pude más que apretar muy fuerte su mano y quedarme callado. Nuestros silencios se entendieron a su modo.

Hasta aquí la historia que contó mi tío. 
A los días de haber escuchado esta historia, sentí alguna vergüenza por querer siempre buscar explicaciones y por no saber simplemente sentir y callar. Al principio hablé de la teoría de Morgan. ¿Es posible que la suma de los hermanos y del padre haya creado en aquel ámbito cerrado la ilusión de un último cielo en la vida de Lucero? Elijo pensar que los hábitos de aquellos alambradores ya habían sido cifrados de antemano, y que todos, tarde o temprano, cumplimos con nuestro destino. Si un pedazo de cielo existió en aquella casa puede sospecharse por las palabras del padre. La misteriosa precisión en la cifra de los pasos talvez sea la prueba más gentil de que ambos mundos (el posible y el imposible), por momentos, se entreveraron. 
Cipriano no arriesgó ninguna teoría cuando le comenté todo esto. Tampoco lo había hecho al relatar la historia. Solo sonrió, como quién entiende toda la maquinaria compleja del mundo, pero deja que nosotros mismos busquemos la respuesta en lo más hondo del espíritu. Así era Cipriano. 

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