El
gorrión de costa oscura
Aunque trato, nunca puedo acordarme de cómo era la casa de la tía Graciana. Apenas
me acuerdo, si hago el esfuerzo, de una parte de la sala, de un sillón, de un piano contra
la pared, de la cocina… Seguramente la casa no era tan distinta a la de mis
abuelos, con un patio en el medio, con algún limonero o una parra, con una sala
grande; eso, sin embargo, no importa. Voy a rescatar algo mucho
menos trivial.
La tía Grace, porque así se llamaba antes de llegar a nuestro país, había
nacido en Canadá. No sé bien a qué edad la trajeron para Buenos Aires (ya era
anciana) y, por último, a Azul, donde pasó sus últimos días en la casa de la
calle Tucumán, en el barrio Monte Viggiano. La tía, cuando yo la conocí, ya
vivía sola, o casi sola: lo único que se había traído de su país era una
jaulita con un gorrión. Yo, que no me acuerdo ni de la casa ni de la voz de tía
Graciana, me acuerdo de aquella jaula y del pajarito gris, chiquito, casi
triste; donde estaba la tía, estaba el gorrión.
Me cuenta papá que en verano, cuando salían al patio por la tarde,
ella llevaba la jaulita y la colgaba en la pared, siempre cerca suyo. Por la
noche, la jaula era depositada sobre una cómoda, cerca de la habitación. Así la
tía había pasado sus últimos años, siempre junto a ese pájaro que la había
acompañado por todo el continente.
Un día, alguien notó que el gorrión apenas emitía un chillido delgado y
pálido, siempre igual, y siempre gris. Era, por decirlo de alguna manera, como
el remedo descolorido de una canción opaca y deslucida. Yo me acuerdo de la
melodía, y creo que todo aquel que haya pisado alguna vez la casa de la calle
Tucumán todavía podría silbar los tonos del gorrión. Yo no sé cómo cantan los
gorriones, pero este pájaro en particular parecía haber aprendido una escala
tonal (quién sabe dónde, quién sabe cómo) que repetía incansablemente y que no
se parecía a ningún otro canto, sobre todo por el matiz triste y afónico, como
de cantor viejo y enfermo. No me acuerdo quién dijo, una vez, que la melodía
era similar a la de un tango, y que a lo mejor el pájaro la había aprendido de
la tía, pero nunca supimos si a la tía le gustaba o no el tango.
Una tarde, Miguel Marateo nos había visitado en la casa de la tía.
Miguel, experto en pájaros (y en almas), esa tarde apenas prestó atención a la
conversación de mi papá; en cambio, se había quedado prendado del gorrión.
Según dijo, ese pájaro estaba casi extinto en todo el mundo, y hasta arriesgó
que esa jaula que teníamos frente a nosotros guardaba la libertad de uno de los
últimos “gorriones de costa oscura”, tal era el nombre con el que se conocía a
la especie. Pero eso no llamó la atención de nadie; lo que causó alarma fue la
respuesta de tía Graciana cuando Marateo preguntó por la edad del gorrión.
Miguel había explicado que, en libertad, un pájaro como aquel apenas sobrevivía
los tres años; tía Graciana cerró los ojos, como si contara los años, y dijo
que el gorrión la había acompañado por lo menos veinte… Nos miramos con
incomodidad. Miguel miró a papá, la miró a la tía y, como es un hombre comedido
y discreto, cambió de tema con cierta habilidad. Era claro que todos habían
pensado que la tía ya desvariaba, pero la verdad era que aunque nadie sabía
bien la edad del pájaro, papá sí podía dar fe de que la tía había desembarcado
con el gorrión en el puerto de Buenos Aires hacía por lo menos cinco años. El
tema quedó ahí y ese día Miguel se había marchado un poco consternado, no
porque desconfiara de los amigos, sino porque sabía demasiado sobre la vida de
los pájaros. Pero lo que pasó después fue todavía más asombroso.
Pasaban los años y tía Graciana envejecía muy despacito. Siempre decía
que ya estaba cerca del “último umbral”, y que no tenía miedo sino tristeza,
porque la vida siempre le había parecido maravillosa. Sentadita en su silla, el
mentón descansando sobre la palma abierta de su mano, la tía pasaba los días en
compañía del gorrión, que parecía envejecer junto con ella, feliz y
pausadamente, como si quisiera quedarse siempre un poquito más solamente para
esperarla. Aunque cada vez con menos frecuencia, cada mañana emitía su melodía
triste que, de alguna manera, generaba un clima familiar para todos los que
frecuentábamos la casa, haciendo de la cocina un ámbito cerrado, como de
ensueño, como de fantasía. No miento si digo que, al recordar aquel trino,
hasta puedo evocar el verde sabor áspero del mate cebado minuciosamente por la
mano temblorosa de la tía.

Creo que fue un sábado cuando sacamos al gorrión de la casa y lo llevamos
a la nuestra, apenas a tres cuadras. La mañana del domingo nos despertó la
melodía triste del gorrión. Lo que vimos cuando nos acercamos, sin embargo, no
tiene una explicación satisfactoria que no incluya lo fantástico: el canto, ahora,
era entonado por otros gorriones en nuestro patio (si me preguntan, tengo que
decir que de algún modo los pájaros habían aprendido aquellos mismos tonos
tristes). La jaula, por otro lado, estaba vacía: solamente vimos, a un costado
del tachito del agua, un montón como de cenizas.
Dice Marateo que esa especie se extinguió oficialmente en el año 1987.
Nosotros sabemos que en Azul el gorrión desapareció en 1995, un par de días
después de la muerte de tía Graciana. Nos gusta pensar que aquel último gorrión
de costa oscura había retrasado su muerte solamente para acompañar a la tía y
que a lo mejor la especie no desapareció del todo: todavía sobrevive en una
melodía que, cada tanto, se escucha cuando mateamos bajo la parra, en el patio
de nuestra casa.