Segunda parte
Cipriano siguió contando:
Una tarde Lucero llamó a los dos
hermanos. Con los ojos entornados se reincorporó en la cama y con voz firme
pidió al mayor que le hiciera el favor de contar cuantos pasos había desde la
puerta del patio hasta el final de la medianera. Manuel miró a Pascasio con
preocupación, pero para no contrariar al padre cumplió la orden sin hacer
preguntas. Cuando volvió, se acercó a la cama y mientras se arrodillaba para
hablar, Lucero susurró:
–Treinta y tres pasos, ¿no?
Manuel asintió y repitió la
respuesta. Efectivamente había contado treinta y tres pasos. El viejo sonrió
satisfecho y se quedó dormido.
En las semanas que siguieron hubo
muchos episodios como aquél. Una noche Lucero había hecho levantar a Pascasio
para corroborar que hasta el almacén de la esquina había ciento cuarenta y dos
pasos. Una escena como esta puede resultar ridícula. Pero inmediatamente deja
de serlo cuando hay al menos una persona honesta (como Pascasio, como Manuel)
capaz de dar fe de que el viejo jamás se equivocaba. Era como si su mente,
inutilizado ya el cuerpo, hubiera adquirido la misteriosa agilidad de imaginar
y de calcular los espacios con exacta precisión. Pero el viejo no calculaba en
metros, ni en leguas, ni en millas… Lo hacía en pasos. En pasos de alambrador.
Toda una vida de oficio habían hecho de su cuerpo una máquina de medición
humana, a tal punto que, durante el tiempo que duró su postrera horizontalidad,
no le era necesario recorrer la distancia para calcularla. Le bastaba la
imaginación de dos puntos distantes para recorrerlos en su plano mental y
traducir un número preciso de pasos.
El asombro de los hermanos se fue
transformando en curiosidad y finalmente en un enigma cotidiano. Lucero, al
menos una vez por día, calculaba una distancia. Una tarde de agosto recordó un trabajo
que le había hecho a un tal Velázquez y pudo concluir que, durante aquella
jornada, había dado, hacía unos veinte años, doce mil setecientos quince pasos.
Otras veces daba cifras de espacios
recorridos en lugares de los que ninguno de los presentes había oído hablar
jamás. En una ocasión dijo que desde su cama de pupilo hasta el portón de no se
qué asilo había treinta y dos pasos; que desde los brazos de su madre hasta la
cama en que en ese momento agonizaba, había solo uno. Nadie podía corroborar la
primera cifra pero atribuyeron a la fiebre la segunda.
El hecho de que un anciano fuera
capaz de esas hazañas no es menor, pero tampoco lo fueron las sucesivas y
agotadoras noches en que, confundido por el delirio o las pesadillas, Lucero
confundía personas, nombres propios y momentos de su vida. Pienso que no son
menores, porque en ese otro mundo paralelo que la mente recrea se deja adivinar
una vuelta al paraíso. Durante el momento en que sus ojos de chico parecían
asomarse a otros tiempos lejanos, la paz en el rostro hacía pensar que Lucero
se encontraba en un plano intermedio entre la vida terrena y el cielo que
prometen los hombres de fe. Si es cierto que Lucero pudo vivir, a un tiempo,
entre el cielo y la tierra, es porque quizás así lo determinó el Divino Propósito. Miguel de Unamuno
escribiría hacia 1911:
Es revivir lo que
viví mi anhelo,
y no vivir de
nuevo nueva vida
Es decir que otra de las formas del paraíso bien puede ser
la memoria: el acto de revivir los tiempos en que fuimos felices para el
deleite del espíritu. Un cielo perfecto, pensamos los hombres, sería aquel en
que no se nos negasen aquellos placeres de los que gozamos en vida. Así un
soldado dijo alguna vez “en el cielo, me gustaría participar a veces en una guerra, en una
batalla”[1].Quién sabe qué antiguas
canciones recordaba Lucero en aquellos lapsos. ¿Quién nos podrá decir qué
juegos, qué caricias, qué complicidad fraternal estaría reviviendo aquel hombre
cansado?

Para la hora del mediodía, el
anciano había recobrado una mínima voluntad. Los hijos lo rodearon, con firmeza
le sostuvieron las manos y en ese ámbito de amor y de sacrificios se le oyó
decir, como desde muy lejos, que ya no había pasos que midiesen las distancias
a uno y otro lado del portal. Con esas palabras entregó su vida como una
ofrenda de gratitud. Lucero había muerto.
Cuando Pascasio terminó la historia,
con humedad en los ojos me miró largamente en silencio. Yo, que siempre creí
que había palabras para todo, no pude más que apretar muy fuerte su mano y
quedarme callado. Nuestros silencios se entendieron a su modo.
Hasta aquí la historia que contó mi tío.
A los días de haber escuchado esta
historia, sentí alguna vergüenza por querer siempre buscar explicaciones y por
no saber simplemente sentir y callar. Al principio hablé de la teoría de Morgan.
¿Es posible que la suma de los hermanos y del padre haya creado en aquel ámbito
cerrado la ilusión de un último cielo en la vida de Lucero? Elijo pensar que
los hábitos de aquellos alambradores ya habían sido cifrados de antemano, y que
todos, tarde o temprano, cumplimos con nuestro destino. Si un pedazo de cielo
existió en aquella casa puede sospecharse por las palabras del padre. La
misteriosa precisión en la cifra de los pasos tal vez sea la prueba más gentil
de que ambos mundos (el posible y el imposible), por momentos, se entreveraron.
Cipriano no arriesgó ninguna teoría cuando le comenté todo esto. Tampoco lo había hecho al relatar la historia. Solo sonrió, como quien entiende toda la maquinaria compleja del mundo, pero deja que nosotros mismos busquemos la respuesta en lo más hondo del espíritu. Así era Cipriano.
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