Pasos de alambrador
(Primera parte)
Una tarde de abril, mientras
mateaba con Cipriano, se me ocurrió preguntarle por su facón. Siempre me había
llamado la atención ese cuchillo filoso y con ribetes de plata que nunca se
separaba del cinto de mi tío. Mientras cebaba, Cipriano me explicó que en los
pagos, el facón y el caballo eran cosas que debían cuidarse como a la vida
misma. A los pocos minutos (y esto era cosa corriente si uno hablaba con
Cipriano) la conversación derivó en otros temas que nada tenían que ver con
cuchillos. Sin ir más lejos, para cuando comenzaba a anochecer ya estábamos
hablando de historias de aparecidos y sobre la posibilidad de la vida después
de la muerte.
Cipriano siempre citaba
autores, libros, anécdotas. Todavía hoy no puedo entender de donde sacaba aquel
hombre todos sus conocimientos y me maravilla pensar que además de instruido,
mi tío era un hombre de acción con todas las letras. Siempre tenía alguna
historia con que matizar nuestras charlas y voy ahora a transcribir la
que me contó ese día, porque quiero que ustedes también sientan la posibilidad
de creer en lo sobrenatural. Tal vez aquel fue el propósito de Cipriano,
aquella noche, al contarme la historia de don Lucero. Lo único que voy a
agregar al relato es esta introducción, y ya verán ustedes por qué:
Leí hace unos días, en un ensayo
sobre la perspectiva científica, de Bertrand Russell, que el biólogo Lloyd
Morgan había expuesto, en la década del veinte, unos interesantes estudios
sobre lo que dio en llamar el Divino
Propósito. Me dieron alguna curiosidad aquellas exposiciones que conjugaban
la opinión científica con la religiosa en un ensayo sobre la evolución de las
especies. Según Morgan, en la disposición de un número indefinidos de
elementos, se deja adivinar una propiedad que no existe en los objetos
aislados. No tardé en recordar aquel cuento del budismo, que expone que el
carro es más que la suma de las varas, las ruedas, el caballo, etc. Aristóteles
había dicho, en otros términos, algo similar en cuanto al ser y su conciencia.
Ahora creo necesaria esta introducción –que insiste en entorpecer el relato–
porque es una de las maneras que encuentro para entender la historia de Lucero
Rodríguez.
Doy ahora paso a la historia:
Comenzó Cipriano su
relato:
A principios de 1987 había tenido la
posibilidad de viajar a mi pueblo natal por espacio de unas semanas, por
asuntos de trabajo. Dediqué toda la primera, es verdad, a visitar antiguos
afectos con los que veníamos postergando un encuentro para compartir el mate y
alguna charla. Entre esos afectos estaba el alambrador
Pascasio Rodríguez, del que guardo los mejores recuerdos.
Iluminado por los primeros
relámpagos llegué a casa de Pascasio. A los pocos minutos se desplomó una
pesada y calurosa tormenta. En aquel momento Pascasio estaba arreglando el
motor de una camioneta pero, al recibirme, interrumpió la tarea, preparó el
mate y cortó un chorizo casero que acompañamos con galleta y un queso que
–según explicó– había
comprado volviendo de Dolores.
Pascasio es alambrador. Desde muy
chico vivió en los campos, trabajando con firmeza en cualquier clima. Ahora, ya
cerca de los setenta años, se ha ido distanciando de la pesada labor diaria
para poder estar más tiempo en su casa, en favor de su familia. De poco
diálogo, este hombre parece entrenado en el arduo arte de hablar con los
silencios, y si el habla cotidiana fue siempre un sistema inasible para los
estructuralistas, más lo será ese otro sistema que comprende la ausencia de
palabras y que de igual modo traduce e identifica conceptos graves y profundos.
En su modo de maniobrar el cuchillo, en el fraseo pausado de las oraciones, en
la manera lenta y aplicada de cebar el mate hay mil palabras diciendo ayeres.
Para cuando nos habíamos puesto al
día en asuntos corrientes, ya había oscurecido. Acepté quedarme a cenar y no
puedo decir con precisión (¿pero quién exige precisión cronológica en un relato
en el que uno se abandona al goce de la palabra sin tiempos?) en qué momento la
conversación derivó en la historia de los últimos días en la vida de su padre,
don Lucero.
Mientras se cocinaba la cena tuvo
tiempo de contarme la historia que transcribo. Lo hago porque encierra un
enigma interesante a la vida de los hombres y porque creo que en las acciones
que se desarrollaron hay un poco del héroe interno que todos construimos alguna
vez y al que rara vez intentamos imitar.
Lucero Rodríguez había sido
alambrador y, si se quiere, el maestro – todo oficio es un arte en el que
siempre se reconoce a un maestro– de sus dos únicos hijos. Si ellos habían
salido alambradores, no era solamente por costumbre, sino que además había
rasgos naturales que uno podía atribuir a la herencia de sangre, como por
ejemplo el modo de caminar. Se dice que los alambradores caminan como midiendo
distancia, y era cierto que ambos hermanos habían recibido el paso de
alambrador de don Lucero; paso firme y simétrico, como el verso bravo de los
payadores; paso laborioso y rítmico, como el galope acompasado del caballo
manso o el trote traducido en cuerdas con que se acompaña una huella.

Eventualmente algún médico llegaba
hasta la casa, revisaba a Lucero y recomendaba la internación. El viejo
renegaba y los hijos debían disculparse y acompañar al médico hasta la puerta.
Los hermanos habían tomado una decisión, y si era voluntad del mundo que
aquella vida fuese recogida en términos de meses o de días, no encontraban
mejor morada para la muerte que la cama diaria que Lucero había entibiado toda
su vida. Si existe en la muerte alguna dignidad, la de Lucero sería morir bajo
el techo que habían levantado sus manos. Así, por lo menos, lo habían entendido
aquellos hombres y así habrían de cumplirlo.
Aquí comienza lo que para Pascasio
implica –tales fueron sus palabras– un enigma, un episodio fantástico. La vida
no ofrece mayores pruebas de fantasía, pero es en el modo de ver las cosas que
podemos atribuir a un episodio la intervención de una mano invisible.
Lucero se iba del mundo muy
lentamente, como queriendo quedarse un poco más. La tos interrumpía sus
conversaciones y había noches en las que no podía dormir. Sus almuerzos se
habían reducido a una manzana y un vaso de leche tibia. Con esfuerzo lograba
tomar el agua que sus hijos le ofrecían en la boca. Algunas mañanas lo
sorprendían con lucidez, entonces hablaba y recordaba anécdotas hasta que un
entresueño lo dominaba y lo abandonaba al descanso. Los hermanos lo oían con
satisfacción y luego velaban su sueño como a un tesoro.

Fue durante una tarde de tormenta
que el propio Pascasio oyó de boca de su padre un sueño atroz: Lucero caminaba
por una calle empedrada y un ángel de capa negra le cerraba el paso hacia el
final de una cortada. De su espalda sacaba una gran espada con forma de barreta
y la clavaba en el suelo. Lucero, mirando fijo al espectro, pronunciaba estas
palabras:
–Ciento doce pasos caminé hasta
encontrarte, mil trescientos quince todavía quedan hasta mi casa y tu espada se
hundió en esta calle tres metros y medio. Todavía no es mi tiempo. Yo soy el
que lleva la cuenta.
Mientras me relataba este episodio,
Pascasio miraba con profundidad desde el fondo de sus ojos azules, como
buscando alguna explicación o como si tratase de ver en el sueño el signo
sobrenatural de lo que ocurriría luego. Después de un silencio, siguió con la
historia...
(continúa)
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