Ultima parte
“González discutió con el vasco en
el bar del Pardo. Allí el vasco aumentó su deuda y fue así que González pensó
en matarlo, envuelto en una ira irracional de avaricia y de vino. Salieron
separados, pero, a la mitad del camino, éste último alcanzó al vasco y lo
derribo del caballo, asestándole una puñalada en el pecho. Este detalle fue
fundamental para lo que vendría después, porque si González hubiera matado al
vasco en su propia casa, como se pensó desde el primer momento en que se
encontró el cuerpo en la habitación, se arriesgaba a ser descubierto entrando
al campo, o a ser visto por algún peón… Además, debía valerse de la borrachera
del vasco para asegurarse el éxito. Seguidamente montó y ató el cuerpo del otro
al caballo, paró en el almacén de Vena, escondiendo el caballo con el hombre
muerto en la parte de atrás. Pidió un trago que no alcanzó a probar (y que de
todos modos no hubiera probado, para no seguir emborrachándose) y antes de
salir procuró que lo vieran pelear de palabras con Iberra y que todos lo oyeran
decir que andaba desarmado, cosa que hizo a los gritos.

–Brillante, ¡brillante! Pero… Digamé
una cosa, Cipriano: ¿en todo su relato, que pruebas tuvo para decidir que
efectivamente el culpable había sido González y no otro?
–Sencillo, Acosta. En mi recorrido
nocturno desanduve el camino del asesino y las huellas sin herrar me llevaron
otra vez a la unión de los caminos en donde todavía estaba, seco por el sol,
picado por los gorriones, un montoncito de cáscaras de naranja amarga (naranjas
del tipo que solamente González compraba para comer con placer, según las palabras
de vena) y más al costado, envuelto en un trapo sucio, el puñal ensangrentado.
El asesino debe haber vuelto otra vez a este punto de cruce para asegurarse de que
nadie lo viese volver por el único camino posible a la casa del vasco. Una
corta visita al herrero me confirmó que González había vuelto al pueblo a
comprar algunos clavos y escuchar las versiones de la trágica y misteriosa muerte
del vasco, para corroborar el éxito de su estrategia.
Lo demás es cosa por usted conocida:
mandé un anónimo a González diciendo que yo mismo había visto todo el episodio.
En mi carta, exigía al asesino la suma de quinientos pesos a cambio de mi
silencio, o de lo contrario sumaría a mi declaración la muerte del chico
Acevedo, encontrado muerto en su casa de peón el mismo día en que se fechaba la
carta. Esto último no podía ser corroborado por González que desconocía el
paradero de Acevedo y ante el miedo de cumplir una doble condena y con la
avaricia de quién piensa que la libertad no vale quinientos pesos, el ingenuo avaro
se presentó ante las autoridades.
–Ahora entiendo –dijo Acosta, entre
risotadas.
– ¿Qué cosa?
– El gesto de horror que se dibujó
en la cara de González al ver que el chico Acevedo pasaba caminando, lo más
campante y con rumbo a la puerta de salida, por su lado, después de haber
escuchado la policía la versión del asesino. Es usted un genio, Cipriano.
–No se confunda, Acosta. Lo que se
logra gracias a la meditación tranquila, al puro ejercicio intelectual, tiene
sus méritos. Sin embargo, no puede ser nunca más valioso que la acción. En este
caso, Acosta, usted no es menos héroe que yo, que crecí tratando de parecerme a
usted en los rodeos, en la destreza con el rifle, hasta en el modo de anudar el
pañuelo al cuello. Los hombres intelectuales, he de reconocerlo, sirven muchas
veces para construir teorías más o menos útiles a la sociedad; pero los hombres
de acción son los que verdaderamente salvan al mundo.
Terminado el relato, tío Cipriano dejó caer la naranja al suelo. Nos
levantamos en silencio del banquito de piedras y volvimos al departamento
caminando con lentitud, mientras yo pensaba si podría asemejarme, alguna vez, a
mi tío.
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