Aprovechando la lluvia de ayer, me puse a revolver viejos
cajones con fotos. Entre mate y mate iba viendo recortes de diarios que tío
Cipriano guardaba (vaya uno a saber porqué), monedas antiguas, la hoja de un
cuchillo que el tío pensaba regalarme después de fabricar el mango (trabajo que
quedó inconcluso), y unos sobres con cartas personales que no me atreví a leer.
Hubo una, sin embargo, que me llamó poderosamente la atención... En un sobre
color café, muy gastado y muy frágil, había una carta escrita a mano, con
tinta negra y caligrafía de siglo pasado que me atrapó de una manera tal que no
pude resistir el impulso de leerla.
Mayor fue mi sorpresa cuando encontré que aquello que
parecía una carta era en realidad una suerte de autobiografía escrita por el
mismo padre de Cipriano. Mi tío jamás había hablado del pasado de su padre, del
que tantas preguntas yo tenía. En ese momento, frente a mis ojos, tuve un breve
resumen de aquel hombre misterioso.
Luego de haber leído aquella historia (con el estilo habitual
de la época), entendí un poco más la estirpe de tío Cipriano. Mi tío llevaba en
la sangre toda una tradición de vida salvaje, de coraje y de heroísmo; de
potros, de llanura, de rudeza.
Comparto con ustedes la carta, escrita por el mismo padre
de tío Cipriano, don Pedro Burgos:
"La siguiente es
una revisión de algunos hechos significativos en mi vida. Muchas veces me habré
equivocado y tantas otras habré sido el autor de acciones que no me
enorgullecieron, más siempre seguí a mi corazón que, como un farol en la noche,
me guió en esta pampa salvaje. Creo que todos esos acontecimientos de algún
modo me justifican.
Debe saber quien lea
estas páginas que no busco en ellas el perdón o la lástima, pero es necesario
que sepan que muchas veces los hombres de honor también nos rebajamos a las
confidencias, talvez porque en algún momento todos sentimos -muy íntimamente-
la necesidad de compartir nuestro sufrimiento con el mundo.
También me gustaría
creer que en el juicio personal de cada lector pueda interceder –aunque sea
como un atenuante– la consideración de que quien escribe es un hombre trabajado
por los años, el desierto y la soledad".
P. B.
Setiembre, 1831.
Mi nombre es Pedro Burgos y soy nativo de esta tierra
pampa. Nací muy cerca del arroyo Los
Huesos, en un pueblo chico a unas leguas de La Colorada.
Soy alto, de barba
despareja, de manos fuertes. He trabajado sobre la escarcha que hace nido en
los cardos en las mañanas de julio, pero también bajo el sol abrasante del
enero. Recorro solo y de a caballo los desiertos de la pampa. También he matado
a un hombre en un confuso episodio que daré a conocer más adelante.
Mi padre era peón
de una estancia en un paraje al que llaman La Pastora. Mi madre
murió cuando yo todavía no tenía los cinco años cumplidos; mis recuerdos de
ella son vagos y están más cerca del sueño que de la memoria. Aún así, guardo
en la mente una melodía que cantaba mientras trajinaba entre el patio y la
cocina, y la voz dulce y limpia de una mujer joven y acaso bella.
Mi crianza
estuvo, entonces, a cargo de mi padre y de una de las personas más importantes
en mi vida: el viejo Salvador. Este era un herrero fuerte y parco que trabajó
con mi padre; hombre de ademanes toscos y de corazón noble; de pocas palabras y
de mucha sabiduría.
Del viejo
Salvador aprendí muchas cosas de la llanura y del desierto, y también las
destrezas con el rifle y el lazo. Cuando ya había cumplido los dieciocho, yo
tenía fama de tirador infalible en toda la provincia. Perdonen ustedes si peco
de engreído, pero sepan que jamás erré un tiro ni desperdicié una bala.
Una vez, mientras
tomaba una ginebra en la pulpería de Galván, se llegó hasta el mostrador un
mozo que me desafió a una competencia de tiro. Acepté gustoso y todos los
presentes salieron amontonados a la calle.
Sobre el suelo se
colocaron siete botellas de grapa y un vaso chico de vino, de esos que llaman
vaso tramposo. Mi rival se alejó setenta pasos, dio media vuelta y haciendo
puntería, disparó dejando seis botellas rotas. Todos quedaron asombrados por la
habilidad de aquel forastero y volvieron a colocar nuevas botellas. Yo, por mi
parte, caminé hasta mi moro y montando al estilo criollo, me fui alejando
despacito de la multitud. Muchos se rieron, y hasta hubo quien me llamó
cobarde…
Cuando
me encontré a unos doscientos metros de las risas y de las burlas, frené mi
caballo y saqué del recado mi rifle. Apunté y disparé, dejando las siete
botellas de grapa convertidas en miles de vidrios rotos desparramados por el
suelo polvoroso. Taconeé mi moro, y así nomás al galope como venía, puse mi
última bala en el vaso chico de vino, que voló por el aire ante el
estupor de todos.
Historias como
estas, tengo varias; pero una sola está bien para que sepan ustedes hasta que
punto era bueno tirando.

Durante semanas
anduve recorriendo, de norte a sur, los diferentes parajes y pueblos. Al sur de
Tandil, en la estancia Nazarenas,
paré una semana completa. Como hacían falta peones, me conchabaron para unos
trabajos de arreo y me dieron lugar en un galpón. Todas las mañanas mateábamos
en ronda con los demás peones y enseguida salíamos a la llanura para guiar el
ganado hasta los corrales de un campito en Roque Pérez. Siempre disfruté de
este tipo de trabajos, que ponen a prueba la habilidad como jinete y la
destreza para el lazo.
Una tarde,
durante una yerra, tuve que correr a un toro que salió desbocado del establo.
Monté en mi moro y a los pocos metros lo emparejé; saqué mi lazo trenzado y en
un movimiento rápido hice frenar la bestia, al tiempo que la maneaba. Este tipo
de acciones eran frecuentes por aquella estancia y realmente extrañé esos días
cuando partí nuevamente, siguiendo mi destino de solitario.
Dos años después
de haber vagado sin rumbo fijo, de haber callado mis manos en trabajos a campo
abierto, di por fin con un grupo de granaderos que estaban reclutando jinetes
para la campaña. Yo nunca hubiera querido tener asuntos con la milicia, pero
por ese entonces la doctrina pisaba fuerte y, además, me estaba escaseando la
plata.
Se dio entonces
que yo, Pedro Burgos, me encontré vistiendo las prendas militares y en medio de
un grupo de jinetes y soldados de distintas procedencias.
Las jornadas eran
agotadoras. Desde muy temprano recorríamos el campo abierto, vadeando arroyos y
trepando sierras, en busca de las tolderías. Al frente de la formación
cabalgaba un grupo de soldados con clarinetes que eran los encargados de dar
señal de alarma ante la presencia de algún malón. Yo desconfiaba de la utilidad
de este grupo, porque sabía que el indio es inteligente, y cuando menos se lo
espera, uno los tiene encima. Lamentablemente, mi desconfianza encontró
fundamento una tarde en que estábamos cruzando el arroyo Guayaimanca, rumbo a
los pagos en los que entrenaba el general Rauch.
Comenzaba a
oscurecer. Todos seguíamos al grupo en silencio y, según nos habían dicho,
estábamos cerca de un campamento indio. La idea era atacarlos por sorpresa,
tratando de respetar mujeres y niños, que serían llevados a los cuarteles como
prisioneros. La luna comenzaba a brillar y algunas estrellas que se asomaban
hacían que la pampa pareciera aún más inmensa, aún más solitaria. Yo tenía mi
rifle preparado.
De repente, antes
de que pudiésemos ver las tolderías, un malón de por lo menos cien indios a
caballo salió de atrás de un monte, gritando, levantando polvo, formados en
media luna. Eran increíblemente veloces. Montaban a pelo limpio con una
destreza tal que despertaba envidia.
No tardó en
llevarse a cabo una lucha sangrienta, a tientas, teñida de terror y talvez
inútil. Yo no sentía deseo de disparar mis balas contra el coraje de aquellos
hombres salvajes que se defendían. Recordé la historia que el viejo Salvador me
contaba de un indio que, cercado por la milicia y obligado a entregar su
territorio, prefirió darse muerte con la moharra de su lanza a tener que someterse
a una voluntad extranjera.
Lo que sigue a
continuación merece ser contado con detalles. Miré a un lado y contemplé con
horror cómo dos soldados de mi bando habían tomado a un indio por los pelos. Lo
tenían en el suelo, y lo estaban matando a golpes. El indio no gritaba; seguía
luchando. Cargué mi rifle y apunté… Muchas veces uno no hace lo que cree
correcto, solamente por cumplir con ciertas convenciones; pero yo fui criado de
otra manera. Que me perdone el cristiano que lea estas líneas, porque aquí debo
contar que con mi rifle di muerte al soldado que sujetaba al indio. Cargué
nuevamente y disparé en la rodilla del soldado que quedaba. El indio se paró.
Me miró por un instante que me pareció infinito y, en un gesto que entendí como
gratitud, volvió a la batalla, acaso con estoicismo.
Muchos abriles
pasaron de aquella tarde. En mis siguientes andanzas, conocí muchos pueblos y
muchas caras, pero todavía sigo mi destino de solitario, con mi rifle y mi
moro. Algunas tardes bajo al poblado a buscar ginebra. De noche miro hacia el
cielo y pienso en mi pueblo, en la soledad y en la tristeza que me ha dejado la
vida nómade. Sin embargo, cuando vuelva a amanecer, yo me habré ido. Siempre
buscando otro destino.
Y siempre solo.