El mundo, ese espejo
Por más resignado que suene, hay una
gran verdad que siempre acecha el juicio de las personas más sensatas y es que
a todo, aun a las peores calamidades, uno se acostumbra. Con total naturalidad
acabamos por asumir, no sin la resignación que viene a constituir nuestro sello
característico, las peores condiciones o maltratos, si es que duran el tiempo
suficiente como para entrar en nuestra rutina.
Lo que es yo, no puedo decir que
estoy afuera de aquel grupo. Esto es un poco por pereza, y otro poco porque se
me antoja que contra ciertos infortunios, que dependen más bien del destino,
nada se puede hacer. Desde muy joven he ido cediendo a distintas cosas:
pérdidas familiares, cataclismos económicos, venta de propiedades que había
llegado a imaginar como patrimonio de toda una descendencia infinita y cuyos
eslabones finales yo no llegaría a conocer, la anulación progresiva de ciertas
comidas que “atentaban contra mi buena condición” (tales fueron las palabras,
si mal no lo recuerdo, del doctor Améndola), etc. Lo cierto es que a todo me
acostumbré como un señor, sin más resultados desfavorables para mi salud que la
aparición, tan regular como insistente, tan dolorosa como inevitable, de unas
pequeñas llagas en la boca. Pequeñas pero suficientes, sería inútil negarlo,
como para renegar del mundo.
“Ante una situación de angustia o de
ansiedad, usted se enferma”, fue lo que me dijo un día un homeópata. En ese
momento yo creí que la sentencia era del todo justa y que no carecía, en el
fondo, de alguna lógica, de alguna verdad. Si hacía memoria, los dolores
aparecían ante situaciones de tensión y de preocupación silenciosa. Sin
embargo, un día conocí a Lucrecia. Aquel mismo día, sentados sobre lo que
alguna vez pudo haber sido la avenida Pueyrredón, creo haberle dicho, mientras
jugábamos con los pies en el agua, que la felicidad tenía cara de mujer y, como
no hay mujer que no asimile el menor elogio y se lo adueñe, Lucrecia sonrió y
acarició mi mano. Desde aquel día se terminaron mis problemas. Si bien es
cierto que nuestro encuentro tuvo como telón de fondo el trágico cambio que
revolucionó la vida en la ciudad, yo recuerdo aquella tarde como el principio
de una gran calma que desde hacía tiempo buscaba.

Creo que fue Andrade el que primero
comentó en la oficina sobre la aparición de la plaza. Como es de suponer, el tema
atrajo inmediatamente la atención de todos:
–Mi socio no miente, viejo –decía
Andrade–. Si alguno tiene ganas de verificarlo, que vaya. A mí, sinceramente,
no me dan ganas. Suficiente con andar esquivando edificios y verdín para llegar
hasta acá. Además, es lejos. Según mi socio, esta maravilla del antiguo mundo –todos
reímos– viene a quedar cerca de Belgrano.
–Yo iría, pero ¿para qué? Si me
dijeran que regalan algo, todavía. Pero semejante viaje nomás para saber si el
amiguito de Andrade dice la verdad, ni loco –dijo el Chueco.
–¿Dónde es eso, che?
–Según mi socio…
–¡Y dale con el socio!
–¡Pero dejálo hablar de una vez!
–Según mi socio, está a mitad de
camino entre Belgrano y Coghlan, pero antes hay que hacer un rodeo por Villa
Ortúzar y Colegiales para entrar, desde el oeste, por Villa Urquiza. Según
tengo entendido, el camino es un desastre surcado por antigüedades con moho,
todo un museo de hierros y terrazas con pasto. Si recuerdo bien, creo que sería
justo enfrente del viejo club “El Lazo”.
Nadie preguntó nada más, pero el
tema fue la gran novedad de la semana, mejor dicho lo fue hasta que la noticia
del divorcio del Chueco vino a ocupar el puesto. Yo intenté recordar el camino
que detalló Andrade, pero como soy flojo de memoria, lo apunté al dorso del
volante de una empresa de turismo que programaba visitas guiadas por el Museo
de Bellas Artes y el Teatro Colón. Semanas atrás, me había prometido a mí mismo
un paseo guiado por esos lugares, siempre y cuando lograra vencer el miedo a
las escafandras y tanques de oxígeno. Es más: había pensado que aquella pequeña
aventura podría romper con mi rutina, y que quizás hasta me hiciera
protagonista de una serie de acontecimientos que yo podría referir,
estoicamente ante los demás, en alguna reunión casera. Pero esta nueva
posibilidad de explorar antiguos barrios porteños, después de tantos años,
reanimó mi espíritu y se me presentó como una aventura menos arriesgada que la
anterior, aunque igualmente atractiva. Me dije que ese mismo fin de semana
partiría, con el botecito, para el lado norte de la ciudad y descubriría, de
paso, la veracidad de los argumentos del socio de Andrade.
Al día siguiente, (porque
increíblemente la mañana nos desborda de sensatez y su golpe de razón sabe cómo
desacreditar, con dulzura y con tristeza, los pensamientos más coherentes),
recapacité que a lo mejor semejante viaje no tenía sentido, y que los muchachos
podían incluso llegar a tomarlo como una estupidez. Finalmente, me dejé
convencer por la idea de que nadie tendría que enterarse, aun cuando todo el
asunto relacionado con la plaza fuese cierto. Además, ¿a quién le debía yo
explicaciones sino a Lucrecia? En efecto, mi mujer no hizo objeciones, e
incluso en un principio hasta se entusiasmó con la idea de acompañarme.
Afortunadamente, debió echarse atrás a último momento, cuando su grupo del club
Nuevos Aires le exigió su presencia
en la ceremonia anual de membresías.
Casi al alba, salí despacito,
dejándome llevar por las suaves corrientes de tránsito. Surqué las primeras
calles con energías de juventud, hasta desembocar en el canal de la avenida
Córdoba. Una vez allí, me relajé, guardé los remos, y confié a la correntada
mansa mi rumbo hasta Juan. B. Justo. Iba descubriendo, mientras tanto, los
frisos y las terrazas de antiguos edificios en los que años atrás jamás había
reparado. Sucede que, generalmente, en las caminatas diarias, yo solía mirar
hacia abajo, y todos los detalles exquisitos de la arquitectura se me escapaban.
Ahora por fin podía ver, bien de cerca, los balcones y las terminaciones
angulosas de los edificios más altos, de las cúpulas de antiguas capillas, de
viejos departamentos particulares que son, ahora, el refugio de miles de algas
y de ocasionales palomas. Ver el espectáculo hizo que me preguntara si las
altas torres no estarían reclamando, con soberbia y dignidad, la atención que
debió pertenecerles siempre, incluso cuando las personas se dejaron seducir por
las miniaturas tecnológicas y otras nimiedades semejantes.
Cuando pasé sobre el histórico cauce
del Maldonado, me afirmé a los remos y traté enérgicamente que la corriente no
me desviara del trazado que en plano mental me había dibujado. Con facilidad
pude abrirme paso entre antiguos paredones de hormigón, viejísimas ventanas
tapiadas y techitos de teja verdosa, sintiendo la frescura y la humedad de los
árboles, hasta desembocar en una amplia llanura de aguas quietas. Quién sabe
por qué razón ya me había imaginado que, pasando el puente, me esperaría esa
geografía tan particular, inundada de la nostalgia de ciudad vencida. Un pájaro
que descansaba sobre una antena de aluminio, al verse amenazado por mi
cercanía, ensayó un vuelo bajo muy cerca de mi cabeza, y por un momento creí
sentir cómo una pluma rozaba mi cara. No suelo ser supersticioso, pero con
gracia pensé si ese toque de alarma no sería un presagio, un aviso de que
todavía estaba a tiempo de volver atrás.
De a poco fui recuperando recuerdos,
como quien, pasados muchos años, avanza entre las sombras por los corredores de
la casa de sus abuelos, entre el recuerdo y la nostalgia. Avancé por arterias
dormidas durante unas dos horas hasta que me familiaricé con el barrio de mi
adolescencia. Las coincidencias suelen ser brutales cuando uno está buscando
algo y, una vez en la zona, me fue fácil recordar el camino al club “El Lazo”,
en donde los domingos mi padre solía jugar cartas con amigos y hasta donde yo
me llegaba, entre asustado y con vergüenza, para avisar que ya estaba la
comida, que tenía que volver a casa. El frente era alto, con ladrillos a la
vista, y un gastado cartel de chapa anunciaba, como al descuido, minutas y bebidas. Ahora solo se veía el
friso del techo, cubierto de ramas y de plantas nuevas, tapizado en verdín,
luciendo la decadencia y la dignidad de ruina en resistencia. Lo rodeé desde el
oeste, tratando de imaginar al club tal cual era en los tiempos de antaño.
Desemboqué en la callecita lateral y fue entonces que vi, desde el frente, la
plaza.

Até el botecito en un lateral y, por
una oxidada escalera de hierros, subí hasta la terraza. Contemplé en silencio
toda esa paz, caminé entre árboles, toqué las hojas húmedas y respiré.
Finalmente me senté bajo un olmo y descansé por un buen rato, dejando que la
luz cálida que se filtraba en aquel monte tupido me golpeara en la cara. Cerré
los ojos y sentí cómo el tibio aroma del verde me acunaba en entresueños.
Al cabo de unos minutos salí a
caminar aquella reserva, que parecía hacerse más y más extensa hacia su
interior. Me perdí en su centro, tan ocupado por ramas que por momentos tuve
que correrlas con la mano para poder mirar hacia delante. Es aquí donde
comienza mi verdadero relato. En ese recorrido estaba, cuando creí sentir que
otra vida se hacía presente entre los árboles. Silbé por unos segundos,
esperando que alguien hablara. Nada. Seguí buscando, abriéndome paso entre unos
helechos, tratando ahora de no hacer evidente mi presencia, hasta que vi (estoy
seguro) lo que parecía ser la cola de un largo vestido celeste. Avancé con
alguna dificultad y a unos tres metros la vi, tan abstraída en algún
pensamiento, tan delicadamente posada sobre el borde de la terraza, que me
pareció injusto venir a despertarla de su encantamiento. Era joven y hermosa,
con la mirada perdida en algún otro país lejano. Algo de anacrónico habría en
su presencia, porque su estampa parecía no coincidir con el contexto. Muchas
otras veces he tenido la sensación de estar en presencia de rostros o de
lugares que me parecieron atemporales, como si ocupando el mismo espacio que
yo, se remontaban a otros tiempos lejanos, de polvo y de historia. Esta mujer
me causó el mismo efecto, pero multiplicado mil veces por quién sabe qué
gravitación extraña. Un jilguero, que descansaba en la baranda metálica,
parecía no haberse dado cuenta de la proximidad de la mujer, porque no se
asustaba. Me sentí mareado y no pude contener la necesidad de vomitar. Cuando
pude despejarme del aturdimiento, un leve sonido se apagaba en mis oídos y cuando
por fin pude enfocar la mirada, nada había delante de mí que no fueran plantas
y el borde final de la terraza, desde donde la joven había estado contemplando
un Buenos Aires sumergido. Me asomé un poco por el límite, pero no vi ningún
bote y, cuando me oyó avanzar entre las hojas, el jilguero se voló.
De regreso a casa, traté de enumerar
detalles de mi visión pero, por más esfuerzos que hacía, no lograba recuperar
rasgos de aquel perfil suave y del vestido, salvando un prendedor que decoraba
el pecho a la altura del corazón, con borde plateado y mayor en tamaño a una
moneda, que reproducía un típico cuadro veneciano en la hora de la puesta del
sol. Es decir que aquella mujer era menos un rostro en mi memoria, que una
imagen ya gastada de Venecia y un vestido más típico de fines del siglo pasado
que de la actualidad.
Cuando llegué a casa, Lucrecia debió
haberme notado un tanto alterado y enfermo, porque preguntó si me sentía bien, mientras
buscaba con su mirada alguna pista que le revelase el origen de mi extrañamiento.
Traté de hablar poco, exageré bastante las complicaciones de mi viaje y atribuí
mi cansancio a la falta de ejercicios y a la pesadez de los remos. Después de
cenar, me fui a la cama. Toda esa noche, y las siguientes, soñé con el
prendedor de aquella mujer. A veces, la figura veneciana se volvía real y me
envolvía en la peligrosidad desesperante de calles ahogadas, de estatuas de
mármol en el fondo del agua, de vestidos claros que se rasgaban entre bosques
sumergidos; otras, la mujer de mi visión se me revelaba como una elaborada
fantasía de mi aburrimiento, como la salvación a mis días de rutina; muy de vez
en cuando, la misma mujer era real, y ocupaba un espacio en algún terreno
lejano, moría en su patria, me buscaba, me hacía protagonista de su
imaginación… Aunque estos eran solamente sueños, debo decir que en descifrar su
significado yo ocupaba gran parte del día, alejándome del diálogo con amigos y
de los afectos de mi mujer. A todo eso, también, había aprendido a
acostumbrarme. Hubo una tarde, en la oficina, en que el Chueco necesitaba desahogarse
de su triste separación y quiso pedirme un consejo, tal vez porque le urgía ser
escuchado más que aconsejado. Debió haber notado mi distanciamiento, mi
frialdad, porque entre acongojado y molesto me pidió que dejáramos la charla
para otro día. Para decirlo de una vez: me sentía incapaz de interactuar con
mis amigos, con mis compañeros, con Lucrecia. Aún en los momentos de
distensión, una parte de mi cabeza se empeñaba en desatar los imposibles nudos
del sueño y de la pesadilla. Finalmente, para seguir adelante con mi vida, pacté
conmigo mismo una gran farsa, un simulacro de olvido a cambio de mi buena
salud. Y así lo hice por cinco años, tiempo en el que comienza la segunda parte
de mi relato, el centro de atracción que vendría a revelarme el verdadero
significado de mis preocupaciones.
Como dije, cinco años habían pasado
de aquellos días. Mis sueños ya casi no eran motivo de preocupación y, con
alguna dificultad, casi podría decir que mis días habían vuelto a la normalidad
de antes. Una tarde, porque las cosas extrañas lo asaltan a uno cuando menos se
las espera, el encuentro sucedió.
No recuerdo bien por qué motivo me
había ofrecido como acompañante de Lucrecia en la cena anual de membresías del
club Nuevos Aires. Según Lucrecia, yo
me iba a divertir y hasta encontraríamos motivo de irónica complicidad los
comentarios del viejo Bruglianni, presidente del club, al que “le sobran las
ganas de ser distinguido, de ser protocolar, pero por más esfuerzos que haga,
no puede esconder el terrible aburrimiento que le causan estos ceremoniales”.
Llegamos cuando la ciudad terminaba
de ponerse a oscuras y las luminarias ornamentaban las calles con su doble
reflejo. Entramos al club por la puerta principal, decorada con algunos
cuadritos de antiguos miembros, con los nombres de los desaparecidos en la gran
catástrofe, con globos de colores y carteles de bienvenida. Por un amplio
pasillo fuimos escoltados hasta el salón principal, al que las barandas doradas
de la escalera central y las mesas repletas de bocados le daban una jerarquía
un poco disfrazada de vulgaridad. Me sorprendió la cortesía con que el resto
saludaba a Lucrecia, la importancia con que era presentada a los más nuevos, y
el respeto con que le devolvían los halagos. Entendí que mi mujer era alguien
importante en el club, que había ganado su reputación a fuerza de trabajo y de
esmero. Me entristeció no haber prestado más atención a sus actividades en el
pasado y, quizás para enmendar mis faltas, me preocupé por preguntar apellidos,
actividades y cronogramas que Lucrecia explicaba con devota dedicación. Creo no
mentir en absoluto si digo que la felicidad de Lucrecia, aquella noche, llegó a
ser completa y sincera mientras yo estaba a su lado. Creo no exagerar, tampoco,
si digo que todo esto duró hasta el momento en que la señora entró al hall,
escoltada por el presidente, y se presentó en nuestra mesa.
Alrededor del catering,
conversábamos con grupos ocasionales. Al terminar la orquesta una pieza de
Tartini, el mismo Bruglianni se nos acercó y solicitó a Lucrecia su
colaboración. Mientras me apretaba la mano, dijo:
–Mucho, y muy bien, me han hablado
de usted. Sepa que es un gusto contar con su presencia en el club Nuevos Aires y sepa, también, que los
grandes aportes de Lucrecia han llevado al club a incorporar muchos nuevos
socios que con su presencia, y principalmente con el pago de la cuota, permiten
el mejoramiento de la vida en esta ciudad emergente –terminó de apretar mi mano
y noté cómo Lucrecia contenía la risa. Mientras Bruglianni daba media vuelta,
mi mujer se acercó y me dijo al oído:
–¿No te dije?
–¿No te dije?
Y ya en voz alta:
–Enseguida vuelvo, no te vayas.
Mientras mi mujer se alejaba
siguiendo al viejo Bruglianni, entendí que si no había vuelto a sentir preocupaciones,
o a somatizar las enfermedades que por años me habían acosado, no era por la
ciudad nueva, sino más bien por el cariño y los cuidados de Lucrecia, que a
fuerza de voluntad había resistido mis puntos débiles, haciendo de ellos
insignificantes estados de ánimo de los que me rescataba una y otra vez.
Preocupado, me pregunté si el regreso a aquellos estados no sería el símbolo
fatal de la decadencia de nuestro amor o, al menos, del de Lucrecia por mí. Para
consolarme, volví a mirarla mientras caminaba. Su sonrisa confirmó la
insensatez de mis pensamientos.
Al volver, lo hicieron con un grupo
de nuevos miembros. El más importante de ellos, según unanimidad, era la señora
veneciana. Bruglianni me la presentó, haciendo los honores, y no fue más que
estrechar la mano de aquella señora mayor, que caí en un fuerte estado de mareo
y de confusión. Mirándola con detenimiento, no había nada en ella que pudiera
resultarme familiar, salvando el curioso prendedor de marco plateado, con el
cuadro veneciano en su ojal, a la altura del corazón.
Pasada la hora de las presentaciones
formales, en que los grupos se desarmaban para conversar a gusto, me separé de
Lucrecia para buscar a la señora, que Bruglianni había introducido como Nanette
Manzoni. La encontré junto al mirador principal, contemplando desde una ventana
abierta las aguas mansas de Buenos Aires. Me presenté.
No recuerdo, ahora, la charla
introductoria, porque como un desesperado puse toda mi voluntad en investigar
el origen de aquel prendedor que había estado ocupando mis sueños, años atrás.
Una vez superada aquella barrera, Nanette, ya en confianza, me relató su
historia, que viene a ser, en parte, mi historia.
–Toda mi vida viví en Venecia
–comenzó–, nunca imaginé ciudad más bella, con más encanto, pero no es menos
cierto que nunca había visitado otras ciudades de manera convencional. Quiero
decir que mi única barca, en una Venecia de juventud, era mi imaginación. Fue
mi abuelo quien me hablaba de Buenos Aires. Mi abuelo vivió muchos años en esta
ciudad, en su juventud, y cada noche yo le pedía que pintase aquellos gastados
cuadros de la pampa y de la ciudad en mi mente, con sus relatos. Fue tal la
impresión que sus palabras causaron a mi romántica visión, que llegué a sentir
un fuerte afecto por esta arquitectura porteña (que ya no voy a conocer tal
cual fue), por sus trenes, sus árboles. Muerto mi abuelo, seguí construyendo en
mi imaginación la ciudad imposible. He descubierto, con los años, que las
invenciones de la imaginación nunca son totales, es decir, se construye en base
a lo que ya se conoce. Imaginar es, en definitiva, comparar.
–Le voy a confesar, Nanette, que no
la sigo –dije.
–Verá, yo a usted lo recuerdo. Y
usted, si no se deja engañar por mi vejez, también debería recordarme.
–¿La plaza?
–La plaza –dijo Nanette, como
asintiendo–. Es así, entonces, como usted debe haberlo visto.
–No le entiendo.
–Cuando yo no tenía más que dieciocho años, un accidente horrible en el puerto me dejó inconsciente un par de días. La fiebre no me abandonaba, y la humedad oscura de mi cuarto empeoraba mi situación. Jugué, entonces, a imaginar un vergel para curarme. Construí, como lo hacía cuando mi abuelo me contaba historias, un espacio verde y limpio. Los detalles me abrumaban, y nada me costó adornar aquel espacio con árboles imposibles, con pájaros mansos, con soledad. Fui todavía más lejos, y jugué a inventar un Buenos Aires desconocido, la ciudad a la que me llevaban los relatos felices de mi abuelo. Recordará cuando le dije, hace un momento, que imaginar es comparar. Bien, digo esto porque, aún en mi imaginación de Buenos Aires, no logré concebir calles asfaltadas, árboles en la vereda, y terrenos baldíos que nunca había visto. No pude, en mi invención, quitar a Venecia de mi Buenos Aires. Imaginé, entonces, un Buenos Aires sumergido, porque fue mi única posibilidad. Los sueños no son, sin embargo, perfectos. Nadie entiende sus leyes, y siempre se nos cuela algún desconocido. Creo que usted entenderá a qué me refiero. No lo culpo, créame. Vea este prendedor –dijo, señalándolo–, lo tengo desde entonces como amuleto. Viendo su imagen ahora, bien puedo jugar a que ya no es Venecia la ciudad retratada, sino más bien un Buenos Aires nuevo, que es símbolo, a la vez, de mi vida nueva.
–¿Quiere decir que usted soñó con la
catástrofe, mucho antes de que sucediera?
–Eso lo dirá usted, yo no puedo
hacerme cargo de su teoría. Sé que me recuperé en aquel entonces, y sé también
que cuando me enteré de las grandes inundaciones, cuarenta años después, sentí
un llamado a la ciudad que me había rescatado de la fiebre y, tal vez, de la
muerte. Creo que, por derecho, me corresponde ahora morir en Buenos Aires.
Nos despedimos aquella noche y ya no
hemos vuelto a hablar. Hasta ahora, no he compartido mi historia con nadie. En
la oficina se reirían, el Chueco está cada vez peor como para acosarlo con
historias de fantasmas, y a Lucrecia la quiero lo suficiente como para no
preocuparla.
Hay un detalle que no deja de ser
curioso. No fue hasta la mañana siguiente a la charla con Nanette que volví a
sentir, al despertar, como un viejo recuerdo de juventud, con el característico
llamado punzante, los primeros dolores en la boca.
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