Otros palacios
No sé en qué
momento escribir se me volvió una molestia; resolver una idea, una carga. Sin
embargo, sé que la paz viene después de todo eso, cuando la historia,
finalmente, pasa a ser de todos y ya no me pertenece. ''Pensás tanto que te hace
mal'', decía un viejo conocido. Ahora sospecho que tal vez algo de verdad hay
en ese aparente disparate, y que los pensamientos pueden operar más allá del
terreno de lo virtual y lo abstracto. De todos modos, he tenido que hacer el
pacto, conmigo mismo, de no sentir el peso de la frustración como una derrota
cuando no se me ocurre una salida satisfactoria al problema literario. Como no
siempre puedo cumplirlo, y porque la vida sí siempre sabe cómo resolver una
trama, recurro, culpable de miseria, a la narración de episodios reales, como
el que sigue.

El perfume balsámico de las ramas, que aquel día se agitaban en saludos
amables por sobre la vereda, suele invitarme a la reflexión. Aquella mañana,
sin embargo, mi mente no era capaz de tejer pensamientos elaborados. Por el
contrario, se dejaba pasear por entre una colección de recuerdos arbitrarios.
“Son como fotos a las que puedo volver cuando yo quiera”, me dije. Cuando
llegué al club, vi que los muchachos estaban acomodándose alrededor de la mesa,
sobre la cual el Gringo repartía platos, cucharas, vasos. Invitado a comer, no
pude rehusarme. Los muchachos, por aquel entonces, sabían cómo hacer que uno
perdiera el tiempo en debates que no conducían a ningún lado, pero que no
evitaban, tampoco, intermitentes peleas y momentos amargos. Es que una vez que
las reuniones volvieron a hacerse públicas, no había ejército que detuviera el
caudal de pensamientos y de doctrinas, medio agarradas de los pelos, que se
vertían en aquella mesa regada de vino y tapizada por el revés de barajas
sucias. Después de la comida, me disculpé y volví caminando a casa.
La tarde ahora se desdibujaba y se perdía en colores anaranjados, en el
hormigueo de personas anónimas, en la rutinaria coreografía citadina de replegarse
y prepararse para la noche. Yo también creía que en aquel ejercicio de sentirme
una pieza más de la gran maquinaria me asemejaba a todos los demás; y que al
creerme diferente al resto de las personas por prestar particular atención a detalles
insignificantes, estaba reforzando aquella semejanza. Sin embargo, al pasar
frente a un viejo edificio de la calle Arcos, vi una aerografía sobre la puerta
de un medidor de gas que reproducía una gran bota acordonada, censurada por una
marcial cruz de color rojo. Recuerdo, también, que inmediatamente pensé en
Santiago (que, para variar, había faltado a la comida con los muchachos) y
recordé mi entrevista con el doctor Oura. Ahora, si pensaba en dicha
entrevista, me sentía animado. “Tener un plan en mente, es dar por sentado que
la vida durará un día más”, pensé.
Aquella tarde se fue rápidamente entre sorbidos desganados al mate y la
música de la radio. Cerca de las ocho, me di un baño caliente, me vestí y salí
hacia el consultorio. La puerta del edificio en donde atendía el doctor era de
vidrios polarizados, con un portero eléctrico colmado de botones, con dos
grandes palmeras a cada lado y la presencia, no menos vivaz que aquellas
palmeras, de un hombre vestido de grafa y con una franela en el bolsillo que,
al verme, preguntó:
–Viene a ver al doctor, ¿me equivoco?
–Eso creo –dije, medio desorientado.
–Veinticinco años parado en esa puerta, le aseguro que conozco a la gente
que se acerca. ¿A qué hora lo citó Lucía?
–Sí Lucía es la persona que me atendió por teléfono, a las nueve y media.
–Tiene para un rato. Ahí, en el recibidor, va a encontrar unos asientos y
una mesita con revistas.
Esperé hojeando unas revistas de las que solo disfruté fotos de paisajes
campestres y de frondosos archipiélagos aislados, porque el resto estaba
escrito en chino, o japonés, o algo por el estilo. Cada tanto, de la puerta
desde la que yo “sería llamado por la chica”, salía o entraba alguna persona
que saludaba con ademán al portero y se iba. Más de una vez jugué con la idea
de que de la oficina solo salía gente ebria o torpe, a juzgar por el mal equilibrio
de los pacientes o por el exceso de cera con la que el portero lustraba el
piso. De todas ellas, una, que había entrado y salido en repetidas ocasiones y
que acompañaba a las otras hasta el recibidor, era llamativamente atractiva (será
“la chica”, pensé).

–Bueno, no voy a hacerle perder el tiempo. Seguramente oyó muchas cosas
acerca del doctor. Sepa, sin embargo, que nadie está acertado a menos que haya
completado el tratamiento: resulta que el doctor no tiene lo que podemos decir
una vida social tan participativa, no sé si me explico… En fin, aclaro esto
para que me deje, en un principio, hablar sobre los procedimientos a los que el
paciente será sometido. Puede tomar asiento. Esta primera entrevista entre
usted y yo será decisiva para que el doctor pueda decir con acierto si accederá
a atenderlo o no. El doctor Oura confía en mi criterio: “usted tiene olfato
para esto”, me ha dicho más de una vez; aunque, por otro lado, no tiene miedo
de ser crítico y de reprocharme que a veces me involucro más de la cuenta. ¿Café?
–preguntó. Mientras tanto, destapaba una de las tantas botellitas de agua que
desfilaban sobre la barra como si fuesen los centinelas de una media docena de
libros apilados como al descuido.
Acepté el café y mientras lo endulzaba ya comenzaba mi interlocutora a
escribir en su cuadernito todo tipo de impresiones acerca de mi persona. Tuve
que interrumpirla para aclarar que el paciente no era yo.
–En ese caso, ¿por qué cree que su amigo accederá al tratamiento? ¿Puede
usted responder con solvencia a estas preguntas en nombre de él?
–De eso se trata, justamente. Yo solo vi el anuncio, pero me gustaría
antes que nada conocer acerca del “tratamiento”. ¿Es Oura un terapeuta? ¿Es un
psiquiatra con trayectoria? –dije, haciendo un esfuerzo por resaltar mi
escepticismo.
Lucía me miró tiernamente, ladeando la cabeza, casi con un gesto maternal. “Usted me cae simpático”, dijo. Y agregó:
Lucía me miró tiernamente, ladeando la cabeza, casi con un gesto maternal. “Usted me cae simpático”, dijo. Y agregó:
–Antes que nada, le aclaro que el tratamiento es tan efectivo como
irreversible. Cuente un poco más sobre su amigo.
–Se trata, puntualmente, de tristeza. Más precisamente de un recuerdo
doloroso, conocido por todos los que lo frecuentamos alguna vez, y que
pareciera resistirse a todo tipo de olvido o distracción. Para que se dé una
idea, mi amigo llegó a decir que su recuerdo no era diferente al Zahir que
describen en ese cuento famoso, algo que no puede sacar de su cabeza. Claro, si
Oura puede tratarlo y mediante alguna terapia resolver el asunto…
–No es terapia. Oura es científico, no un mero psiquiatra. La psicología
no es más que un semillero de ideas retrógradas comparado con el descubrimiento
del doctor.
–Bueno, no se ofenda, pero si hablara más claramente yo…
–Simple –interrumpió nuevamente Lucía–. El doctor escoge el recuerdo que
causa dolor, lo quita… Borra, como quien dice, una parte de la memoria de su
amigo y en su lugar transplanta otra diferente, nueva y revisada. ¿Qué le
parece?
De un momento a otro me sentí sumamente mareado. Los banderines que
colgaban del techo se agigantaban sobre mi cabeza, vi el cielorraso cada vez
más cerca y no faltó mucho para que me fuera al suelo. Lucía, que parecía haber
previsto ese pormenor, se había adelantado a mi malestar y por sobre la barra
me sujetaba de la solapa. “Tranquilo, unas preguntas más y estamos”, creo
haberle escuchado decir.
Ahí, precisamente, es donde mi memoria flaquea. Recuerdo, o creo, haber
contado los problemas de Santiago, la época difícil, el asunto con su hermana,
pero todo eso como si lo hubiera dicho dormido. No tengo registro firme de cómo
ni durante cuánto tiempo hablé. Sí recuerdo que, después de haber hablado,
lágrimas inesperadas humedecían mis mejillas. Lucía parecía haber llorado
también, pero todo aquello, a pesar de los esfuerzos que he hecho a lo largo de
los años por recuperar con fidelidad los acontecimientos, lo recuerdo como si
hubiera sido vivido por alguien más, o como si lo hubiese visto, embriagado, a
través de un cristal empañado. Recuerdo, eso sí, la delicadeza con que Lucía me
abanicaba mientras me reponía de mi llanto y cómo había hundido mi taza ya
usada en un recipiente con agua espumante.
Ya de pie, observé que el cuadernito sobre la barra era una madeja de
anotaciones, tachaduras, colores y flechas. “Muy bien, lo llamaremos”, dijo. Y
antes de cerrar la puerta tras de mí, ya en tono confidencial, agregó: “le veo
posibilidades… al doctor le gustan los desafíos”.
Como ya podrán imaginar, ahora no solo sabía menos que antes, sino que
además tenía un compromiso con aquella gente. Yo me había dicho, años atrás,
que nunca nada ni nadie volvería a tomar el control sobre mis decisiones, que
el capitán de mi barco sería yo, y sin embargo ahí estaba, un tiempo después,
dejándome arrastrar por una serie de compromisos de los que me hubiera
desentendido con enorme placer. Muchas veces he pensado que ser dueño de
nuestro destino implica el dominio de una naturaleza inasible, no del todo
revelada. Nuestros recuerdos, sin ir más lejos, quizás formen parte de esa
insobornable materia que nos remite una y otra vez a la misma colección de
imágenes y de músicas que, llegado el momento, trazarán una línea entre nuestra
libertad y nuestra dependencia al pasado. Todo esto lo pienso ahora, una y otra
vez, al repasar los oscuros episodios a los que me dejé arrastrar por aquel
anuncio publicitario. Si yo hubiera tenido que describirme, me hubiera pintado como
una persona un poco más firme: ahora sé que soy débil y que por esperar una
magia casual puedo soportar todo tipo de manipulaciones.
Una vez en casa, ya tarde, puse la pava al fuego. Mientras contaba las
cucharadas de yerba que con paciencia volcaba dentro del mate, pensaba con algo
de gracia que el recuerdo más nítido de aquella visita estaba conformado,
decididamente, por el profundo color negro de los ojos de Lucía. Llevé las
cosas a la cama y mientras disfrutaba del abrazo cálido de la infusión
recorriendo la garganta, un pesado sueño me arrastró a los límites de la mañana
siguiente.
Como no quise postergar el encuentro con Santiago, al mediodía lo cité en
un bodegón del barrio, famoso por el puchero de los domingos y los abundantes
platos de locro con los que celebraban alguna fiesta patria. Frente a la mesita
de aquel lugar, sentados frente a una gran ventana opacada por el polvo y la
sombra, traté de convencer a Santiago sobre los poderes curativos de aquel
tratamiento. Lo hice, ahora lo confieso, menos por una fe ciega en la ciencia
del doctor que por el deseo de desligarme de una vez por todas de todo aquel
asunto. Le conté sobre el anuncio, sobre Lucía, sobre las banderitas del
consultorio. Santiago escuchaba con la mirada puesta en el plato.
–O sea que el tipo extirpa, digamos, lo que yo quiero olvidar. Mirá vos,
che… ¿Y vos te creíste todo eso?
–Lo que yo crea no importa, lo importante acá es que vos te dejes de
joder de una buena vez y hagas algo por los años que te quedan de vida.
Con alguna seriedad que se le adivinaba en el ceño, Santiago desprendió
la miga de un pedazo de pan y, mientras agrupaba con el dedo meñique las migas
en la mesa, me miraba como desconfiando de mi buen juicio. Por último, dijo:
–Mirá, lo que se dice probar, he probado de todo. Vos fuiste testigo,
viejo: pastillas verdes, rojas, jarabes, menjunjes que parecían la cura
definitiva, terapias. En el último año le di de comer más a los curanderos y
psiquiatras que a mis propios perros. Si te gusta, voy. Pero nomás por darte el
gusto y para que veas que aprecio tu preocupación.
Listo, ahora todo dependía de la voluntad de Santiago.
Había pasado, días más, días menos, una semana cuando algo cambió para
siempre el modo en que había previsto mi compromiso con el consultorio y con
Lucía: un llamado telefónico, en el que reconocí la voz de la secretaria, dijo:
“Lo espero hoy a las veinte, plaza de Los Conquistadores. Sea puntual”. Miré el
reloj. Si me apuraba un poco, todavía tenía tiempo de ducharme antes de salir.
Deambulé por la plaza mientras se hacían las veinte. Minutos luego, bajo
la copa de unos pinos irregulares y hacia el centro del lugar, reconocí la
figura de Lucía. Estaba espléndida bajo aquella luz de mercurio con que los
faroles bañaban los senderos empedrados de la plaza. Ya más de cerca, noté que
el antebrazo derecho de la mujer estaba envuelto por una venda que lo cubría
hasta el codo. Debo haberla mirado con sorpresa, porque se apuró a explicar su
torpeza y cómo una caída accidental de regreso a su casa le había causado una
fuerte lesión.
–Nada serio, es cuestión de unos días. Arde un poco, pero los huesos
están sanos.
Caminamos del brazo, yo a su izquierda, hasta una glorieta que encerraba
un aljibe y, en ese ámbito de confidencialidad, Lucía habló:
–A ver… Esto no es que sea de vital importancia para el tratamiento, pero
voy a necesitar cierta información que el paciente, por sí solo, no es capaz de
dar, no sé si me explico. Hablé con Santiago, su amigo. Ya firmó las planillas
de legales y cedió derechos sobre parte de su memoria. Oura no es un
improvisado, como verá. Esto es serio. Su ayuda, sin embargo, puede hacer la
diferencia entre un resultado eficaz y uno brillante.
–Bien, ahora si me dice el motivo de la cita, se lo voy a agradecer.
–Sí, usted pensará que esto se lo podía haber dicho por teléfono. Tiene
razón. Pero yo quería verlo, en persona, porque quiero que conozca algunos
detalles sobre la intervención que Oura no me permitiría revelar dentro del
consultorio. No es deslealtad hacia Oura, ojo. Pero usted me cayó bien, no sé
si me explico…
–Usted también me cayó bien. De hecho, espero que no tome como un abuso
de confianza si le digo que estuve pensando en volver a verla –sentí que me
precipitaba en la revelación–. Hubo cosas, la vez pasada, que…
–Sí, ya se irá enterando. No se apresure. Ahora tengo que volver al consultorio,
pero voy a llamarlo. No me mire extrañado –su sonrisa, ahora, era de una
simpatía magnánima–, sé de usted más de lo que recuerda haber contado.
Después de eso, apoyó su mano libre en mi pecho y agregó:
–Confío en que usted nos ayudará –cerró la frase con una sonrisa fresca
y, en un impulso que no preví, me besó en la boca–. Adiós.
No sé explicar bien lo que sentí al volver a casa; con irónico encono
hacia mí mismo, me comparaba con una marioneta cuyos hilos eran tirados por una
mano invisible, ajena a mi voluntad. Yo no quería ningún tipo de compromiso, ni
con el doctor, ni con Lucía. Aquella noche reflexioné, por primera vez, que si
todo aquello era cierto, a lo mejor no solo la salud de mi amigo estaba en
peligro, sino que también mi propio juicio podía verse amenazado por el
accionar de un psicópata que tal vez nos estaba usando como a conejos de laboratorio.
Para ser sincero, después de toda esa preocupación vino una meseta de alivio en
que me dejé arrastrar por la fantasía de volver a encontrarme con Lucía. Ese
fue mi último pensamiento antes de quedarme dormido.
Me despertó, a la mañana siguiente, el timbre del teléfono. Porque de mis
manías era de lo único que me sentía realmente dueño, lo dejé sonar cuatro
veces antes de atender. Era Santiago:
–¿Qué hacés, viejo? Atendé, estuve en el consultorio del Japonés… Capaz
que tenés razón, che. Parece prometedor.
–¿Lo conociste a Oura?
–Al tipo no lo vi, me atendió una piba. Habló bastante, medio que me
convenció.
–¿Entonces?
–Entonces la tengo que ver el jueves que viene, por la tarde, para la segunda
sesión. Son tres en total, pero la primera fue para hacer unos chequeos
previos. No es caro, y tengo garantía. Atendé otra cosa: capaz que te llaman,
el tratamiento necesita de un “paciente de apoyo”. Por confianza, yo te anoté a
vos.
Como no supe qué responder, le dije que estaba contento por él. Por
dentro, temí que si algo malo pasaba pudieran reprocharme alguna cosa.
A las pocas horas, recibí un segundo llamado. La voz de Lucía habló con
entusiasmo:
–Ya tenemos todo listo, si puede pasar el jueves por lo del doctor…
–Ese día no sé si puedo –inventé–, a lo mejor…
–El jueves a las siete de la mañana, lo espero. Adiós.
Aquel día apenas desayuné unos mates con tostadas. Junto a la puerta del
edificio en donde atendía Oura, el portero repasaba con esmero una barandita de
acero. Al verme, pareció alegrarse y me hizo pasar.
Mientras esperaba en la salita, miraba al portero allá afuera y por un
momento (vaya uno a saber si inducido por una de las fotos de aquellas
revistas, que mostraban una base de la marina en una isla del Japón, o acaso
por el oportuno y estridente sonido de un auto que frenaba con violencia allá
en la calle) creí confundir el verde de su traje de grafa con el del uniforme
militar. Experimenté una suerte de taquicardia, una palpitación que no era la
primera vez que sentía. Esas impresiones, tan empapadas de ansiedad y que ya
creía superadas, volvían cada tanto para poner en jaque la sentencia que afirma
que el tiempo cura todas las heridas. Supe que estaba nervioso por la
entrevista, y para calmarme caminé por el corredor hasta que escuché la voz de Lucía
invitándome a pasar.
Mientras se las ingeniaba para preparar un café, me contó sobre la
entrevista con Santiago y el entusiasmo del doctor. Dijo que, al parecer, el
tratamiento sería favorable y que el paciente se había mostrado entusiasta.
Dijo, también, que la última intervención sería llevada a cabo el lunes
siguiente, y que necesitaba de mi presencia en el consultorio. Que allí nos
encontraríamos los tres, Santiago, ella y yo, para finalizar el tratamiento.
Después, mientras endulzaba el café, dijo:
–Bueno, acá viene la parte confidencial. La vez pasada le adelanté algo,
en la plaza, aunque usted debe haber quedado confundido. Resulta que el
paciente nunca termina de conocer todo acerca del procedimiento, no sé si me
explico… Eso, en parte, es lo que determina el éxito de la operación. Oura
piensa que no es necesario revelarlo todo, pero yo quiero que usted lo sepa,
por si pasa algo.
–¿Algo como qué? ¿Usted está desconfiando del doctor?
–Del doctor no… Mire, es complicado de explicar. Pero yo confío en su
predisposición, y en que me dará una mano con Santiago. Usted tiene que saber
cómo funciona el proceso, por si el día de mañana surge algún imprevisto.
Acto seguido, se sentó junto a mí y, en una libretita, empezó a hacer
dibujos y a garabatear fórmulas que no entendí. Explicó que Oura había
descubierto, años atrás, que en uno de los nervios del sistema nervioso central
se esconde el conductor (creo que dijo “la autopista”) de la memoria, y que
había logrado, mediante un procedimiento totalmente original, aislar esos
impulsos y guardarlos para su posterior implante.
–Todo esto se lo explico para que lo entienda, pero créame que fueron
décadas de pruebas y de muchos errores… Finalmente, descubrí, mejor dicho Oura
descubrió, que mediante la estimulación de ese nervio lograba la apertura para
poder quitar o agregar los nuevos planos de conciencia. En fin, toda una
novedad que algunos no creen posible. Esta controversia le valió el abandono de
su ciudad natal, Nagasaki, de la que huyó hace ya un tiempo. Pero bueno, lo que
importa ahora es saber si usted está en condiciones de entender de qué consta
el tratamiento que recibirá su amigo, si me ayudará a que esto llegue a buen
puerto, y si firmará, en este momento, estas planillas y legales.
A continuación, habló de Ebbinghaus, de hipermnesia y dismnesia, y otras mil cosas más que no pude seguir. Después me preguntó si yo estaba dispuesto a aprender una serie de procedimientos operacionales, haciéndome responsable de la salud de mi amigo. Oportunamente dije que no, y estuve a punto de salir corriendo del consultorio. Evidentemente, Lucía notó mi fastidio y dijo como si hablara para sí:
A continuación, habló de Ebbinghaus, de hipermnesia y dismnesia, y otras mil cosas más que no pude seguir. Después me preguntó si yo estaba dispuesto a aprender una serie de procedimientos operacionales, haciéndome responsable de la salud de mi amigo. Oportunamente dije que no, y estuve a punto de salir corriendo del consultorio. Evidentemente, Lucía notó mi fastidio y dijo como si hablara para sí:
–O sea que usted no va a aprender nada… Una lástima, habrá que buscar
otro modo. Bueno, por ahora firme estas planillas, así seguimos con el
tratamiento de su amigo como corresponde.
Acepté sin objetar, porque íntimamente deseaba que toda esa locura
terminara pronto. Lucía recogió el papelerío en una carpeta y guardó todo en un
cajón.
–Bueno, lunes a la misma hora –apenas me miró–. Sea puntual, por favor.
Llegó por fin el día pactado. Lucía me esperaba con la puerta del
consultorio entornada. Acepté un café y un tiempo más tarde ya estaba
despertando en una amplia camilla de blanca pulcritud.
–El pulso está bien. Reflejos… bien.
–¿Segura que se va a poner bien? –dijo una voz masculina.
–Claro, mejor que nunca.
Yo no sé por qué identificaba la voz de ese interlocutor con la de mi
amigo. De todos modos, en mi estado de confusión placentera, similar a lo que
se siente cuando se está volviendo de alguna anestesia fuerte, pensé que esa
voz tal vez era la de Oura, y que finalmente yo iba a conocerlo. Cuando volví a
ser dueño de mi voluntad, vi a Lucía ir y venir con un cuadernito en la mano.
En la habitación no había nadie más.
Me senté en la camilla y traté de mantener el equilibrio. No intenté
ponerme de pie, porque ya adivinaba la debilidad de mis piernas. Con un
saltito, Lucía se sentó en la camilla a mi lado. Bueno, por ahora le voy a
pedir que se relaje y que no pregunte nada. Todo le será revelado a su momento,
por escrito si es necesario. Por ahora déjeme felicitarlo, porque el
tratamiento de Santiago ha sido exitoso, y todo se lo debemos a usted.
–¿Dónde está Santiago? ¿Adónde se fue el doctor? No veo luz en la
ventana, ¿qué hora es?
–Tranquilo, por favor. Vaya a su casa, mañana lo contactaremos para
hablar mejor. Pero no se olvide que usted hoy fue el protagonista de una hazaña
sin precedentes. Estoy orgullosa de usted –me besó en la mejilla y me ayudó a ponerme
en pie.
Los días posteriores traté de no ver a nadie. Al Gringo lo crucé cerca de
casa y le dibujé mil excusas para no aparecer por el club, ni ese día ni los
que siguieron. No quería ver a nadie, ni hablar con nadie. De repente era como
si salir de casa me diera miedo, pero no un miedo como el que sentí durante
décadas, a propósito de lo que habíamos vivido la familia de Santiago y la mía,
especialmente con la aparición del cuerpo de su hermana en aquel descampado,
sino un miedo como a lo externo, miedo a estar bajo la luz del sol, cerca de
los edificios, miedo a que las estructuras se desplomaran sobre mi cabeza. Es
raro, lo entiendo, pero si quisiera ser exacto tendría que decir que había
cambiado un miedo por otro. Por las noches, ya no me preocupaba tanto por
cerrar la puerta con todas las trabas; sí, en cambio, por tener siempre cerca
botellitas de agua. Muchas veces el cuerpo me pedía dormir en el suelo, cosa
que realmente me sentaba de maravilla…
Yo no hubiera sabido juzgar los efectos del tratamiento, porque ni yo
mismo recuerdo con fidelidad todo lo que se dijo en aquel consultorio, pero
cuando estuve a punto de convencerme de que todo era ridículo, me encontré con
Santiago: Había estado llamando a casa, según parece, para aclarar algunas
cosas y para despedirse antes de un viaje importante, “de negocios”, y era de
“vital importancia” despedirse del tipo que le había cambiado la vida para
siempre. Acordamos una hora, en un bar. Yo ya sabía que no iba a asistir; tal
vez por eso, porque Santiago me conoce bien, unas horas antes se me apareció en
casa:
–¡Hola, viejito! Permiso, che.
–Pasá –dije resignado.
–¿Ahora usás sandalias para andar en casa? Permiso –dijo, mientras
separaba una silla para ponerse cómodo–. Antes que nada, te quiero agradecer, y
felicitar… Lucía no sabía cómo iba a resultar todo esto, pero tuvo buen olfato,
como le digo yo siempre. Ya sé, calmate que a eso vine –dijo, mientras mostraba
la palma de su mano en alto–. Te quería contar que esto, según cálculos de
Lucía, nos benefició a los dos, casi por el mismo precio.
–¿De qué hablás?
–Me curaste, hermano. Aquel día, en el consultorio, me operaste como un
profesional. Tengo una vida plena. En un principio, Oura tuvo sus dudas, pero
una situación extraordinaria hizo necesario un método extraordinario… Resulta
que yo ya había tenido una primera sesión, y una vez que eso pasa, las que le
siguen no pueden hacerse esperar más de lo pactado. Como el doctor se había
lastimado un brazo, no iba a poder operar en condiciones. Entonces, Lucía hizo
un transplante momentáneo de la memoria profesional de Oura, cosa mucho más
sencilla que la intervención que me esperaba a mí, y la depositó en tu memoria.
Ojo, ella antes quiso enseñarte, pero te notó tan espantado que no encontró
alternativa. Así, del mismo modo en que Oura llevaba un par de años viviendo en
Lucía, por unas horas estuvo en tu cabeza, el tiempo justo que duró todo el
asunto de mi operación… Ojo, no le quitemos mérito a Lucía, que te secundó en
todo momento. Ella tuvo que manipularte un poco, viste cómo son las mujeres,
para que vos accedieras, no sé si me explico. Por otro lado, vos sos el único
que siempre mereció mi confianza… Yo, por ahora, vengo de diez. Mirá lo que te
digo: estoy haciendo cosas que pensé que no iba a poder hacer más: salgo a
comer afuera, la semana pasada nomás estuve con el Gringo y los muchachos,
salgo a caminar, paseo a los perros, qué sé yo… Y con Lucía estamos bárbaro.
–¿Estás con Lucía?
–Lo que vino después, para ella, en parte fue como sacarse un peso de
encima. Ojo: fue algo que decidimos los dos, hace unos días nomás. De paso te
pido que me felicites, viejo –dijo abriendo los brazos–: estás frente al mismísimo
doctor Oura. El mes que viene nos instalamos en un nuevo consultorio, más
grande, con mejor luz. De a poco le voy tomando la mano.
Se puso de pie y agregó:
–Por ahí nos vemos la otra semana. Lucía me espera. Cuidate, viejo.

–¿Y vos cómo estás? –preguntó el mozo.
–No, yo
estoy fenómeno. Lo que sí, hay veces (no siempre eh, a veces nomás) que me
despierto a la noche como aturdido. Es difícil de explicar, pero sueño con una
enorme bola de fuego que me deja ciego, que me quema la piel, y enseguida me
levanto a tomar agua. No sé… Como si una gran explosión me sacara del sueño
para dejarme angustiado. Por lo demás, no me quejo: la ansiedad y los miedos,
vaya uno a saber por qué, se fueron para siempre.