De las cualidades perdidas
Los pueblos de Buenos Aires
(negarlo no implica aborrecer la paz y las buenas costumbres) podrán parecerse,
pero no hay uno que no sea particular, pionero, destacable: el primer doctor,
el primer tren, la primera pulpería pueden ser detalles circunstanciales, pero
no hay visitante al que no se le enumeren esas efemérides como si fuesen
medallas que las generaciones de vecinos tienen que pulir cada tanto, tal vez
para no sentir que la creación se olvidó de esos parajes en el medio de la
nada.
Cuando
alguien me pregunta por mi ciudad, me limito a detallar una ubicación
aproximada, pero no digo nada sobre sus raíces aborígenes, su arquitectura o
sus artistas destacados; mucho menos comento el caso del esqueleto gigante.
Pero desde hace
unos meses todo es distinto, porque un debate municipal estuvo considerando la
alternativa de generar turismo haciendo pública la noticia de lo que durante
treinta años se pensó como “el último recurso”, todo eso ante el riesgo de
quedar como un pueblo de fabuladores.

Ahora, es
claro, quieren ver los huesos, pero les dije que iba a ser imposible; que como
en casa no había lugar, los habíamos dejado apilados en el fondo de un terreno
vecino: “a lo mejor el tiempo los volvió a enterrar, porque no los encontramos
por ningún lado. Muchas veces nos prometimos agarrar la pala y buscar, pero con
mi viejo preferimos la meditación tranquila y el mate abajo de la parra”, me
escucharon decir. Ahora, mate en mano y bajo la sombra de esa misma parra,
vemos cómo los Virginianos transpiran bajo el sol, rompiendo cascotes y
trazando parcelas.
–Mugueta
tenía razón –dice mi viejo–, era mejor no mostrar nada y que después, por
envidia o por recelo, no publiquen que eran falsos.
Y bueno, de pulir
una medalla, que sea la de la mesura. Por otro lado, me enteré que, desde otros
países, ya llegan los primeros aficionados y curiosos particulares.
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