viernes, 25 de noviembre de 2016

De las cualidades perdidas

Los pueblos de Buenos Aires (negarlo no implica aborrecer la paz y las buenas costumbres) podrán parecerse, pero no hay uno que no sea particular, pionero, destacable: el primer doctor, el primer tren, la primera pulpería pueden ser detalles circunstanciales, pero no hay visitante al que no se le enumeren esas efemérides como si fuesen medallas que las generaciones de vecinos tienen que pulir cada tanto, tal vez para no sentir que la creación se olvidó de esos parajes en el medio de la nada.
Cuando alguien me pregunta por mi ciudad, me limito a detallar una ubicación aproximada, pero no digo nada sobre sus raíces aborígenes, su arquitectura o sus artistas destacados; mucho menos comento el caso del esqueleto gigante.
Pero desde hace unos meses todo es distinto, porque un debate municipal estuvo considerando la alternativa de generar turismo haciendo pública la noticia de lo que durante treinta años se pensó como “el último recurso”, todo eso ante el riesgo de quedar como un pueblo de fabuladores.
Según lo esperado, alguien debe haber hablado de más; el rumor trascendió y la semana pasada se llegaron a la ciudad dos investigadores del Instituto Smithsoniano, de Virginia. Los últimos tres días, según tengo entendido, los pasaron tomando fotos, midiendo terrenos, haciendo pruebas en el agua y pidiendo imágenes de satélite a una central en Panamá. Antes de ayer, finalmente, se las rebuscaron para citarme y hacer que cuente, delante de una cámara que me transmitía en directo a Washington, lo que había encontrado cuando tenía diez años: “por aquel entonces”, comencé, “todo el verano lo pasábamos pescando en el puente de la vía, en un brazo del arroyo que se llama Paso Mandagarán. A veces nos bañábamos en un remanso, si el calor era mucho… En fin, no me acuerdo si lo vi de lejos, o si me tropecé con un cascote y sin querer le di una patada, pero ahí estaba uno de los huesos. Enseguida lo desenterramos, y vimos que había otros. A la tarde volvimos con mi viejo y sacamos todos los que pudimos, a los más chicos los metimos en una bolsa. En la semana los hicimos ver por Mugueta, el paleontólogo de la ciudad, y ahí el asunto se puso serio. Los huesos eran pocos, pero suficientes como para dar por sentado que eran de una persona. El fémur solo medía un metro con ochenta; una de las costillas apenas había entrado cruzada en la caja de la camioneta y el hueso que Mugueta llamó ‘parietal’ era grande como una sombrilla. El asunto quedó entre nosotros y unos pocos funcionarios de la municipalidad -que participaron de los traslados y de los análisis- y si del tema no se habló más no fue por cuidar la tranquilidad del pueblo o su reputación, sino más bien por una deferencia natural de los vecinos a restarle importancia a este tipo de cosas y al escándalo en general”.
Ahora, es claro, quieren ver los huesos, pero les dije que iba a ser imposible; que como en casa no había lugar, los habíamos dejado apilados en el fondo de un terreno vecino: “a lo mejor el tiempo los volvió a enterrar, porque no los encontramos por ningún lado. Muchas veces nos prometimos agarrar la pala y buscar, pero con mi viejo preferimos la meditación tranquila y el mate abajo de la parra”, me escucharon decir. Ahora, mate en mano y bajo la sombra de esa misma parra, vemos cómo los Virginianos transpiran bajo el sol, rompiendo cascotes y trazando parcelas.
–Mugueta tenía razón –dice mi viejo–, era mejor no mostrar nada y que después, por envidia o por recelo, no publiquen que eran falsos.

Y bueno, de pulir una medalla, que sea la de la mesura. Por otro lado, me enteré que, desde otros países, ya llegan los primeros aficionados y curiosos particulares.

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