Aventura de las naranjas amargas
El verano suele llegar temprano por
estos lugares y casi siempre lo hace plagado de recuerdos. La sombra fresca de
los naranjos, inevitablemente, recuerda los años de infancia en que el calor no
pasaba de ser el comentario de los mayores, pero jamás una sensación de
incomodidad. También está el recuerdo de las corridas por la calle, las guerras
de naranjas que juntábamos del cordón, la espera del hombre de los helados que,
pasada la hora del almuerzo, llegaría en bicicleta con un gran canasto y su
pregón, música de la siesta.
Ahora, unos veinte años más tarde,
ese recuerdo polvoriento resurge como de entre una niebla y lo real es,
dolorosamente, el calor insoportable y el cansancio tímidamente mitigado por la
sombra esporádica de algún tilo. Aunque aquella mañana no fue de las peores, la
conversación con Cipriano nos había olvidado del clima y del mundo. Lentamente
caminábamos sin rumbo por la avenida de los españoles (que todavía no era un
paseo turístico y que, por cierto, reflejaba la dignidad en la labor de los
inmigrantes y no en la soberbia de una arquitectura barroca).
No recuerdo cómo llegamos hasta una
gran plaza que dejaba ver el bajo hacia el este y el lerdo movimiento de los
vendedores que levantaban la feria en la vereda. Las señoras, empolvadas en
talco, caminaban placidamente cargando bolsas tejidas y los chicos corrían en
un apagado barullo de risas y gritos. Cipriano se sentó en uno de los bancos de
piedra y se abanicó la cara con su boina. Por algún motivo no se desprendía la
camisa y jamás descuidaba el nudo de su pañuelo. Yo, en cambio, me hubiera
quitado todo cuanto traía puesto con enorme placer.
El silencio de la tarde era
interrumpido, cada tanto, por el ruido de alguna naranja que de madura o de
aburrida caía al suelo, con un sordo ruido de cáscara hueca.

–A esa no le estaba dado tocar el
suelo, todavía.
En vano busqué el truco. La destreza
y la puntería de aquel hombre no habían envejecido con el resto de su cuerpo.
Recuerdo haber oído de su boca alguna que otra anécdota en la que su habilidad
lo había puesto entre los paisanos más diestros para el lazo y el rifle, allá
por los campos que se extienden desde Las Flores hasta el Carmen de Areco.
Cipriano caminó hasta el facón,
agarró el mango con una mano y la naranja con la otra, y mientras volvía dijo:
–Acá es bastante fácil conseguir lo
que uno necesita. A lo mejor vos no te acordás porque eras muy chico, pero en
el campo uno no se provee así nomás de lo que precisa. Sin ir más lejos, cuando
yo tenía tu edad tenía que hacer varias leguas a caballo para traer frutas a la
casa. Lo mismo con lo necesario para la cocina y la monta. Me acordé de una
historia que te voy a contar, porque algo tiene que ver con unas naranjas…
(mañana el comienzo de esta historia relatada por Cipriano aquella tarde...)
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