Segunda parte:
–Prestá atención –dijo Cipriano y
sin dejar de abanicarse con la boina, aclaró la garganta y comenzó:
Las tardes en el campo suelen
parecer eternas desde el mediodía hacia el declinar de la tarde, pero existe un
momento en que la noche se hace inminente y aunque las sombras se resistan a
desaparecer, cae como un telón, sin mayor aviso que la evidencia de alguna
estrella perdida. En aquella hora estábamos cuando escuchamos palmas al otro
lado de la tranquera. La tía se asomó por la ventanita de la cocina y distinguió
el gateado de Don Piumato Acosta. Salimos a recibirlo, entre los ladridos de
los perros. De la tranquera para afuera, agarrando las riendas del gateado,
estaba la figura de Don Acosta, con las pilchas de domingo y el facón de plata
al cinto.
Una vez dentro, recordé que en la
última visita de aquel hombre a nuestra casa, yo no tendría más de ocho años y
probablemente no sabría montar. Acosta me había regalado mi primer rebenque
trenzado; rebenque que todavía conservaba colgado al pie de la cama. Yo guardaba
de Acosta los recuerdos más gratos de amistad familiar. No menos cierto es que
lo admiraba desde el día que lo vi rescatar una oveja que había rodado y caído
en una gran zanja de desagüe. Colgado de una soga, Piumato había descendido
hasta el fondo para volver cubierto de barro con el animal bajo el brazo. Aquel
acto de valentía había sido agrandado en mi imaginación de niño y a lo largo de
los años se había ido adornando de detalles que yo inventaba cada vez que lo
relataba. Hoy ya se me confunden los recuerdos reales con los que yo había ido
inventando, pero la memoria es selectiva y es misteriosa y talvez no sea
injusto decir, después de tantos años, que Piumato Acosta fue un gran amigo y
que fue un hombre valiente (decir que un hombre era valiente por aquel
entonces, era dar por sentado que se había ganado el apelativo a fuerza de
acciones y de coraje). Lo cierto es que durante los últimos años, Acosta había
estado colaborando, por conocedor de la zona y por sus contactos fuera de la
frontera, con la policía local.
Cuando ya estábamos en la cocina,
tía me mandó a poner la pava y mientras ensillaba el mate escuchaba las
noticias que Piumato traía, en forma desordenada y casi con apuro, de los
campos vecinos. En eso estaba cuando una
sombra se le dibujó en el rostro:

–Por favor, cuente de que se trata
–intercedí.
Acosta terminó el mate y sin apuro
comenzó:
–Bueno, esta mañana me llegó la
noticia de que mi vecino, el vasco Arriaga, fue encontrado muerto en medio de
su habitación, con una entrada de cuchillo en el pecho. Lamentablemente, nada
más sabemos del caso. La única persona que se encontraba en la residencia al
momento de la muerte, era el peón que Arriaga tiene desde hace años, el chico
Acevedo. Por el momento está detenido, aunque llora y jura que él no escuchó ni
vio nada. Está esperando a ser interrogado nuevamente.
–Increíble –dije–, Arriaga no era
hombre de pelea.
La tía lloraba y pedía explicaciones
a nuestro informante, aunque Acosta ya había dicho lo que sabía.
Invitándolo afuera, le dije que en
ese mismo momento iríamos a la casa de Arriaga para ver si encontrábamos alguna
pista. Luego hablaríamos con el chico Acevedo.
Ensillé mi zaino y sin preámbulos
nos hicimos a la huella. El silencio del campo era sepulcral a esas horas y el
arrullo de las palomas que ya buscaban los nidos era el único y angustiante
consuelo de quietud. Diminutos en el horizonte, nos perdimos por el camino
arbolado, entre el aroma de los eucaliptos y la paz visual de los álamos.
(continúa)