sábado, 21 de diciembre de 2024

De aves y de magias


Hace un tiempo visité Sevilla y pensé que después, al recordar lo vivido en el viaje, mi memoria desfilaría por calles, monumentos, placeres de bares y de vino. Sin embargo, recordar Sevilla es ahora la sola memoria inmediata de un pájaro y de unos ojos. La cosa fue así:

Había caminado desde el mediodía por el barrio de Magdalena, por plaza España, por Triana. Un largo rato estuve parado en el puente mirando el Betis, brazo del Guadalquivir que recorta la ciudad para bautizarla con el adagio del tiempo y de la historia. Y ahí fue cuando me di cuenta de que, en todo momento, la sombra de un pájaro me seguía. No quiero decir con esto que veía pájaros en el aire, sino que un solo pájaro, puntual y furtivo y gris, me seguía. Me miraba.

Jugué a perderlo, metiéndome en bares del pasaje San Javier, di vueltas al azar, me senté en cordones, entre naranjas y rumores de siesta. El pájaro siempre ahí. Me divertí al principio, pero un sentimiento de ahogo, como de nostalgia triste, me oprimió el pecho después, como si un vértigo me trajera recuerdos que todavía no habría vivido. O tal vez en sus ojitos creí entender el mensaje de un dios que lo sabe todo. El pájaro era un gorrión.

En ese juego de pasearlo, llegué a la Universidad de Sevilla, y me senté de nuevo a verlo. Quise dar vuelta el tablero y ser yo el que ahora lo siguiera con la mirada. Nos miramos. Giró la cabeza, y yo supe entender que trataba de mostrarme algo... A unos metros, en una mesa más adelante, la silueta de una mujer que se ocultaba detrás de una cámara -casi tan delicada y furtiva como los pájaros o como esas diosas que frecuentan y disfrutan la compañía de los gatos- intentaba fotografiar al gorrión. El pájaro ensayó un canto débil, como un gritito. Parado sobre el borde de una silla, ese corazón envuelto en plumas me había regalado la visión más hermosa de la tarde.

No soy fotógrafo, pero me hubiera gustado tomar una fotografía del pájaro solo para tener un episodio en esta vida que me conectara con la mujer de la cámara; para que algo efímero e inmortal como una fotografía me trajera una y otra vez la memoria de los ojos más profundos y más bonitos con los que se podría soñar.

A veces el universo destila magias mínimas que solo pueden ser vistas por los espíritus más sensibles. Quizás esa tarde yo escuché al universo hablar en su raro y exquisito lenguaje de coincidencias y de causalidades, y de ese diálogo imposible y silencioso me robé una memoria con la que sigo soñando: Los ojos de una mujer que sostenía una cámara de fotos como si en esa máquina sostuviera quién sabe qué mundos íntimos de los que quizás yo sería parte en algún tiempo fuera del tiempo.

También me llevo de ese diálogo una convicción porque sé que, tarde o temprano, voy a encontrarla.




Fotografía: V. S.