El paradero del vuelo 19
Vencido por la
tentación de generalizar, escribo que todo gran misterio, contado por personas
como nosotros, corre el riesgo de parecer una farsa. Ahora sabemos, yo y los
demás vecinos, qué lugar ocupamos en el mundo y cuán insignificantes venimos a
ser para los que nos ven de afuera. Intentamos contar la historia una o dos
veces, pero nadie nos creyó: el que no decía que buscábamos llamar la atención,
opinaba que éramos gente ignorante, de campo, que se pensaba que los de la
ciudad se pueden creer cualquier disparate. Pero eso no nos ofende; con Manuel
sabemos lo que vimos.
Todo empezó con la escasez de combustible. De repente, aquel año,
conseguir nafta era como querer comprar diamantes negros. Eso, en un pueblo como
el nuestro que subsiste gracias a las cosechas, era una desgracia y, como
sucede con las desgracias, no había llegado sola. Al hecho teníamos que sumarle
la caída de Alonso Gómez, el dueño del almacén de ramos generales. Alonso, según
nos contó, andaba buscando algo en un estante, subido a una escalera de maderas
viejas, y bastó que se quebrara el primer escalón para que le siguieran los
demás. Se golpeó la espalda con el mostrador, se salvó de abrirse la cabeza con
el esquinero de una repisa, pero pisó mal y se rompió alguna parte de la
pierna. Nada grave, pero por unos meses estaría casi impedido de aparecer por
el negocio. Para nosotros, que en un pueblito tan chico como Arboledas Alonso
era algo así como la gran salvación (porque en “Lo de Gómez” uno compraba desde
el paquetito de yerba hasta una motosierra), la noticia fue un escándalo, y ya
nos preguntábamos cómo íbamos a hacer para arreglar el asunto de la cosecha, de
las compras para los peones, del abastecimiento ocasional del combustible para
los generadores… Claro, todo este miedo estaba fundamentado porque el viejo
Alonso no tenía hijos, no tenía mujer, no tenía a nadie. El negocio quedaba a
la deriva, y nosotros junto con él. Por eso nos acercamos, yo y unos vecinos,
para ver cómo podíamos ayudarlo. Para verlo tuvimos que ir hasta el sanatorio
de Daireaux, donde lo habían llevado para ponerle un yeso y unos calmantes,
porque el golpe había dolido fuerte. Tendido en la cama, el viejo Gómez se
alegró de verme a mí, al ruso Hoffman, a los hermanos Schmale y al grandote
Jerger. Aquel año terminaba la segunda Guerra Mundial, y sin embargo para
nosotros, aislados en un paraje de la pampa, la gran noticia era la caída del
hombre solitario que nos abastecía.
Los días que siguieron tuvimos que turnarnos para atender el negocio, y
aprendimos a recibir a los proveedores de Olavarría, de Henderson, de Lamadrid…
El viejo Gómez nos daba indicaciones que anotábamos en una hoja de cuaderno, y
cuando nos quisimos acordar ya casi no consultábamos el machete. El verano ya
pegaba fuerte, y las calles de Arboledas eran una luminosa pared de tierra
blanqueada por la sal que se desparramaba por los caminos y que lastimaba la
vista. Los montes, las casas y las lagunas alimentadas por el Salado eran el
único alivio que mitigaba el sofocante verano. De la nafta, ni noticias y
encima, como dato agravante, habíamos escuchado que el proveedor de
Bolívar,
que nos traía el poco combustible para las máquinas, había dejado de pasar por
Arboledas: al parecer, la escasez afectaba a toda la zona. Como consecuencia,
por el pueblo no se acercaba nadie… Gómez lo pasaba tirado en un catre,
quejándose de los dolores. Nosotros le hacíamos bromas, le decíamos que ya
pronto estaría caminando, pero por dentro nos preguntábamos si realmente
mejoraba o si cada vez estaba peor. En el resto del pueblo, el panorama era
abrumador: las estancias habían parado todos los tractores, aun a riesgo de
perder lo sembrado, y los maquinistas que quedaban se iban alejando de a poco,
buscando otras tareas en otros lugares. Por otro lado, los equipos que se
usaban para podar y para taladrar, así como los generadores de luz, también
estaban parados y en todo el pueblo crecía el pasto, no se alambraba y no había
faroles en servicio. Los pocos vecinos que quedaban se iban y se desparramaban
por la zona.

Y acá me acerco, por primera vez, al tema que voy a detallar y que nos
cambió para siempre la manera de ver a nuestro pueblito y (me cuesta no ser
modesto, créanme) al mundo en general. Cuando ya los ánimos eran desesperantes,
una tarde nos llamó la atención, a Gómez y a mí, un ruido como de motor. “Viene
del lado de la alameda”, dijo el viejo, “andá a fijarte”. Fui. El ruido me
llevó a lo del Rubio Zentrigen, que sudaba al mando de una motosierra con la
que daba forma a un ligustro.
–Rubio, ¿qué hacés, hermano? ¿Anduviste ahorrando nafta vos?
–Qué hacés, hermano. No, che, esta se la compré al pibe de los Figallo,
que andaba vendiendo. Llevaba un bidón.
Obviamente, el tema era raro; no porque un pibe de unos diez años
anduviera vendiendo nafta, pero, con lo importante que era tener nafta, no creo
que a alguien le sobrara como para andar ofreciendo… Me fui a buscar al pibe, que
sabía que vivía para el lado de la laguna, y lo crucé justo cuando pasábamos
por la tranquera de la “San Jorge”. Iba, efectivamente, con un bidón de lata en
la mano. Fui directo:
–Tenés nafta. ¿De dónde la sacaste?
–Del avión. Bah, de uno de los aviones. ¿Necesita? Le vendo, eh.
–¿De qué avión?
–Los que están ahí tirados, hace dos días, en la alameda del campo de papá.
–¿Puedo ver?
–Sí, puede. ¿Me sigue?
Habíamos caminado durante una hora, recorriendo las orillas del Salado,
bordeando La Linda ,
metiéndonos en uno y otro monte, hasta que vi algo que me llamó la atención, en
una arboleda de eucaliptos. Las hojas secas crujían como vidrios, y los
moscardones nos mantenían en alerta. Un caminito de pasto ya pisado nos condujo
a un claro de tierra blanda y de tupido ramaje descascarado en cuyo centro
destellaba algo parecido a un metal o un espejo. Más de cerca vimos que se
trataba de un pedazo grande de chapa, con remaches y un número pintado en
blanco. Lo que brillaba era una manija, de cromo, que todavía le colgaba
sostenida por un solo tornillo. Avanzamos. Ahora, un olor como a aceite de
máquina se hacía más fuerte y penetrante. A varios metros más adelante,
apilados como calefones viejos, desgarrados y retorcidos como juguetes de
hojalata, estaban los cinco Grumman TBF Avenger. Tres de ellos estaban casi
hermanados por las alas, el cuarto y el quinto habían quedado volcados a unos
cincuenta metros de los otros. Corrí a mirarlos, me asomé a las cabinas, toqué
los fuselajes calientes por el sol. No había rastros de ocupantes; ni en las
cabinas ni en el interior de las estructuras. No soy un experto en el tema,
pero juraría que esos aviones habían llegado a tierra sin pilotos; sin embargo,
en los asientos todavía había papeles desparramados, alforjas de cuero con
datos de navegación y equipos de radio. Según las inscripciones, los aviones
pertenecían a las fuerzas de los Estados Unidos.
–¿Y tu papá sabe que están acá?
–Si supiera, no me dejaría vender. Además, está de viaje. Anda por Buenos
Aires.
–Pero, ¡¿cómo?! ¿No le avisaste a nadie?
Como respuesta, el pibe me levantó los hombros y se limpió la nariz con
el revés de la muñeca. Al rato, dijo:
–¿Va a comprar?
Cuando llegué a lo del Ruso Hoffman estaban por servir la cena. No me
quedé a cenar porque quería ir a hablar primero con el viejo Alonso, pero le
pedí que me relevara al día siguiente en el almacén. Me dijo que no había
problema. Después de eso, volví a lo de Gómez casi corriendo. Desperté al
viejo, que dormía con una tranquilidad animal, y le conté todo lo que había
visto.

Miré el reloj y ya eran las ocho de la mañana cuando llegué a la
estación. Crucé camino por la parte del andén y le di unos golpecitos a la
puerta de la oficina. Mientras preparaba el mate, el mayor de los Zentrigen me
contaba que en los últimos días había estado bastante atareado:
–No es que haya recibido muchos mensajes, pero el equipo de radio estuvo
en actividad todo el tiempo. Lo desarmé como tres veces, porque estuvo haciendo
un sonido raro, como si no se apagara del todo… un silbido bastante molesto.
Antes de anoche le tuve que poner una frazada arriba, porque me estaba
volviendo loco.
–¿No recibiste ninguna noticia?
–Las noticias, por acá, se saben.
–¿No escuchaste nada de un accidente de avión en la zona?
–¡Pero una cosa semejante ya estaría en boca de todos!
Le conté lo que pasó. Se puso como loco; me dijo que ni bien terminaba el
turno me acompañaría a mirar y que antes de avisar una cosa así convenía
esperar un poco. De todos modos, lo que realmente me interesa contar de mi
encuentro con Zentrigen es la historia que me contó. Habíamos estado analizando
las posibilidades de un accidente de ese tipo, de la intervención de las
fuerzas aéreas en nuestro territorio, de un posible ataque en zona franca, de
aviones fantasmas y cosas así. Al final, Zentrigen dijo:
–Y bueno, a lo mejor no estaba tan loco el viejo Figallo, cuando decía lo
del buque –lanzó una carcajada–. Claro, vos capaz no te acordás, porque eras
chico. A mí me lo contó mi viejo. Figallo, el padre del Figallo que tiene la
estancia ahora en la arboleda grande y que últimamente se lo pasa de viaje,
decía que él había llegado en un barco a lo que hoy es Arboledas. Los paisanos de
Bolívar se le reían tanto que el viejo, al principio, no quería ni hacerse ver
por el pueblo… Según papá, era un personaje el viejo. Siempre me decía que había
que verlo cada vez que los convocaba en su casa para probar los artefactos que
él mismo inventaba: la primera olla a presión, construida en un silo, en la que
mezclaba desperdicios para alimentar a los chanchos; o el estimulador de
voltaje con el que extraía el semen de los toros: la primera prueba oficial de
aquel aparato había sido en su casa, frente a casi todos los vecinos de
Arboledas que se habían acercado, curiosos, a ver cómo un toro era
electrocutado con filamentos de alambre. Después, eso hay que reconocerlo, con
mejores ajustes el aparato se patentó y se comercializó en todo el país. De dónde
había venido Figallo era una cosa que nadie sabía, pero dicen los que lo
conocieron de joven que el tipo no hablaba español; que se comunicaba en una
mezcla de inglés y de alemán y que si hoy en día en Arboledas predominan los
apellidos alemanes es justamente por gente de afuera que, como él, había
decidido instalarse en la zona. Yo lo conocí de viejo y todavía hablaba un
español muy duro. Pero bueno, lo que el viejo decía, al principio, era que su
apellido real no era ese, que él en realidad era capitán de barcos, y que había
llegado al campo en un buque que se había perdido en 1918: el “Cyclops”, dicen
que le llamaba, y que había emergido en la laguna La Linda , a unos pocos
kilómetros de la arboleda donde ahora tiene la estancia su hijo. Al parecer, después
del hundimiento de la nave se había salvado él solo –rió de nuevo–. Fijate que
locura había en ese momento como para andar inventando esos disparates. Ojo,
algunos le creían, viste como son los paisanos…

Salimos antes de que amaneciera, menos por la obligación que por la ansiedad
que teníamos. Estacionamos cerca de un alambrado y nos metimos por el caminito
de tierra hasta el claro. Pasamos la arboleda, ya casi sentíamos el olor a
aceite de las máquinas, pero no las veíamos. Caminamos más. No estaban. Había,
eso sí, unas marcas en la tierra que indicaban que algo había estado pisando el
barro, pero lo mismo podía haber sido un tractor, o unas vacas. No había pistas
de que habían sido arrastradas.
–¿Era joda? –preguntó el Ruso.
–¡Vos mismo usaste la nafta! –le dije.
–Usé nafta, pero qué sé yo de dónde era…
–Mirá qué raro –dijo Manuel, mirándome a mí–. Cuando el viejo Figallo se
gastó una fortuna para traer a un equipo de buceadores a la laguna y mostrar
que el buque todavía estaba ahí, tampoco encontró nada…
FIN