Tormentas
(Relato ganador del concurso organizado por el bar El Federal, octubre de 2014, con motivo de sus 150 años de existencia. Ilustración: Omar Panosetti)
Nunca me habían preocupado
demasiado las tormentas, tal vez por eso iba tan tranquilo por la calle
Piedras, como adivinando hacia dónde ir; como si no supiera que inevitablemente
alcanzaría la esquina de Carlos Calvo y, orientado por el rojo buzón centinela,
enfilaría hasta Perú.

Mientras
esperaba la mejor ginebra y trataba de olvidar el gran desencuentro de la mañana,
jugué a imaginar el bar en épocas de negros payadores y de mujeres bravas… “Tan
distinto no sería”, me dije. Consulté mi pulsera y corroboré la hora con el
gran reloj que proyecta una sombra atemporal sobre el mostrador de madera. Uno
de los dos andaba mal. Cuando vino el mozo, todavía con tono de broma, le dije
que necesitaban ajustar el horario del bar si no querían mezclar la merienda
con la cena. El tipo no entendió, pero me sirvió la ginebra con amabilidad.
Antes de irse, dijo que ahí adentro, hasta donde él sabía, la hora, el mes o el
año los elegía el cliente:
–Acá es la
hora que a usted se le antoje.
–Con que
fuera esta mañana, me sobra… –quise sonreír, pero no me
salió.
–¿Anda con
arrepentimientos el amigo?
–De otro modo
hubiera pedido un café con leche, ¿no?
–Tranquilo,
amigo. No se olvide en qué bar está: este no es cualquier lugar, esta no es
cualquier esquina, y acá no se llega por casualidad.
–¿Entonces?
–Entonces,
disfrute esa ginebra, no se me ande mareando por ahí, y ya verá cómo todo se arregla.
El tipo se
alejó, esquivando mesas con agilidad atlética. Desde el fondo llegaba un rumor
de cuerdas, una melodía de guitarra. Alguien hablaba sobre esa melodía, como si
improvisara versos. Yo no quería escuchar, y seguía mirando por la ventana. Ahora,
el gran reloj, custodiado por candelabros y ornamentos, marcaba una alta hora
de la madrugada… Agité mi reloj pulsera y lo llevé al oído. Una de dos: o se
había muerto por completo, o yo estaba sordo. Seguí con mi ginebra, que ahora
había tomado un sabor más legítimo, más intenso. Retenía cada sorbo en la boca
y me decía que sí, que esa era sin dudas la mejor ginebra del mundo. Hice por
fin sonar el vaso vacío en la mesa. Pagué y salí. Casi amanecía; el cielo era
violeta. Confundido, me dije que ese sería el trago más largo de mi vida.
Entré a casa
con cuidado de no hacer ruido. Me saqué los zapatos, fui a la cocina –que ya
dejaba filtrar las primeras luces tímidas–, y puse la pava al fuego. Isabel
todavía dormía. La observé como si viera a un jardín de flores. Hermosa,
delicada, no se merecía oír las cosas que le diría dentro de un par de horas.
Entendí, por fin, por qué la amaba tanto. Nunca es tarde –ahora lo sé– para
evitar una tormenta.
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