La máscara de la
mediocridad
Helena se había dispuesto, como todos los
domingos, a cocinarle a su esposo, el señor Canosa. Desde temprano se la veía
trajinar por la cocina, con las manos empolvadas de harina, con su delantal de
tareas, con la ciega confianza automática en la labor doméstica que es, a la
vez, el producto de más de treinta años de rutina.
El señor Canosa aparentaba leer el
diario, fingiendo algún interés. Helena, aún de espaldas a su esposo, podía
sentir la carga de odio que aquel hombre le prodigaba casi como una sombra. Con
indiferencia, la señora amasaba unos pasteles de verduras, mientas por otro
lado dejaba levar la masa para el plato principal. De vez en cuando miraba al
cielo por la ventana y su mirada se iluminaba con el regocijo de pájaros
nuevos.

Todo comenzó en los años jóvenes del
señor Canosa. Era este un policía aplicado, educado en los más altos valores
del código civil y moral. Durante la primavera de los años veinte, había
dedicado su labor a perjudicar la vida del italiano Víctor Pagliani, padre de
Helena y primer inmigrante de una poderosa familia siciliana. Tal empresa había
culminado con el encierro y la posterior ejecución del italiano en un confuso
episodio que la prensa se encargó de divulgar como “el más grande error de la
ley”, ya que, al parecer, el señor Pagliani era inocente. Helena, con
veinticinco años cumplidos, había jurado una venganza que tuviera la virtud de
ser tan cruel como lo había sido la muerte y deshonra de su padre.
Durante semanas planeó los
episodios. Decidió que la muerte no
causaría al asesino el daño que ella había sufrido en lo más hondo de sus
sentimientos. Debía derrotarlo moralmente. Quería verlo miserable.
Lo primera maniobra fue seducir a
Canosa, un hombre soberbio, algo menor que ella. No fue fácil, pero Helena era
una joven hermosa y en menos de dos años había conseguido que Canosa le
propusiera casamiento. Acto seguido, se instruyó minuciosamente en las artes milenarias
de la muerte silenciosa, según las leyes de los asesinos chinos a las órdenes
del terrible Shere Kahn; aprendió las técnicas de la asfixia de los Thugs, que
a las órdenes de la diosa Kali evitaban el derramamiento de sangre en cada
crimen; se educó en el arte del envenenamiento, de la dramaturgia y de la
química.
En segundo lugar, fue modificando su
aspecto y su inteligencia con el solo propósito de atormentar a su esposo: se
dejó engordar de un modo vergonzoso, afectó ignorancia y fingió entretenerse
con diversiones mundanas. Hizo de su cuerpo y de su mente un perfecto
instrumento de tortura y de venganza.
Helena sabía que Canosa no la
abandonaría. Siempre había preferido sacrificar sus sentimientos en nombre de
la opinión pública y de un departamento de policías al que ya no pertenecía.
Sabía, también, que su marido sufría y la odiaba en silencio. Esto la
regocijaba interiormente, pero no había sido fácil compartir la cama y la
intimidad con el ejecutor de su padre, planchar sus camisas, cocinar su cena,
oír sus historias. Muchas noches sintió que los móviles de su plan iban
perdiendo fuerza, y aunque es cierto que los años habían mitigado su dolor,
nuestra dama ya había decidido firmemente continuar con su obra. Su vida ya no
tendría otro destino.
Helena había dejado pasar poco más
de tres décadas para ejecutar el último acto de su plan. Sabía que, según las
teorías matemáticas sobre la proporción áurea, la perfección de una figura rectangulizada
se alcanza aproximadamente al sesenta y dos por ciento de su extensión
proporcionada. Llevado a términos de una vida, Helena había planeado la muerte
de su esposo para antes de que este hubiese cumplido los sesenta y cinco años,
momento cúlmine en que sus sueños ya estuviesen rotos y nuevas esperanzas
comenzaran a nacer dentro de su cuerpo desmoralizado.
Era el mes de agosto. El frío y la
tristeza del invierno eran el marco perfecto para aumentar la agonía de la
muerte. Al modo de Flambeu, el criminal, Helena se había preocupado por agregar
a aquella muerte su correspondiente fondo estético: las hojas muertas y las
flores marchitas coronarían su obra con la poesía de la literatura.
La mañana había llegado. Helena
fingía, como siempre, una actitud mediocre y desinteresada. Escuchó a su marido
levantarse, caminar hasta el dormitorio y regresar a leer el diario. Sabía que
el tormento de aquel hombre vencido había llegado a la cima.
Canosa caminó hasta la mesada, se
sirvió algunos pasteles de verduras y luego de unos minutos comenzó a vomitar.
Helena volteó para observarlo. Vio también cómo el viejo Colt 38 caía al suelo
y cómo, en su última mirada, Canosa había descubierto en Helena a una mujer
brillante y humillada; a una mujer que, por escasos segundos, se le había
adelantado en la ejecución de un homicidio.
Helena abrió la ventana y suspiró.
Terminó de amasar y luego de quemar en el horno del patio el diario y los
pasteles inyectados de talio, llamó a la policía, actuando el llanto y los
gemidos de una mujer asustada.
Aquella fue la última actuación de
Helena. Antes de que llegaran los médicos, se acercó al cuerpo de su esposo y
recitó: la commedia é finita.